La inmigración, un debate inaplazable

Que haya un debate público sobre la inmigración no es una mala noticia, y menos si lo que nos mueve en este debate es la preocupación ante la posible degradación del modelo de convivencia. Pero lo que hay que evitar a todas luces es aparentar soluciones fáciles y rápidas a un problema tan complejo como es el de la gestión de la inmigración. Entre otras cuestiones porque, situado el debate en este punto, la partida siempre la ganarán aquellos a los que no les importa dañar ni los principios democráticos ni mucho menos el respeto a los derechos de las personas. Haríamos bien en evitar recetarios con soluciones socialmente bien vistas, de fácil manejo, pero de consecuencias sociales y políticas imprevisibles.

Desde esta óptica, la única cosa de la que se puede responsabilizar al gobierno de Vic es de lo inapropiado de sus propuestas para los problemas que dice querer resolver. La limitación de la inscripción en el padrón puede ser perfectamente ajustada a la ley, como el informe Roca asegura, pero ni va a mejorar la convivencia ni va a incrementar la cohesión social ni va a permitir a los ayuntamientos afinar mejor en su política pública de la gestión de la inmigración. Eso lo sabe cualquier alcalde y concejal de nuestros municipios. Otra cuestión muy distinta es si consideramos que detrás de la propuesta de Vic hay la voluntad de expresar un malestar por las circunstancias que hoy condicionan las políticas de gestión de la inmigración. En este sentido, hay tres factores relevantes para el debate público.
El primero tiene que ver con la enorme desproporción entre las competencias reconocidas y los recursos disponibles de los gobiernos locales, por un lado, y la naturaleza y calado de las respuestas políticas que se deben dar desde el ámbito municipal para garantizar la cohesión social y la convivencia, por otro. No solo es una cuestión de falta de recursos presupuestarios, también lo es de falta de competencias para vertebrar las respuestas adecuadas. Ni los gobiernos locales ni los autonómicos –dicho sea de paso– tienen margen para hacer políticas de inmigración. Los municipios y las autonomías solo han podido desarrollar políticas sociales, que es como tener un equipo de bomberos –y encima con limitaciones de agua–, pero sin capacidad para desarrollar prevención para evitar incendios.
El segundo tiene que ver con la ligereza e ineficacia con la que el Gobierno central ha gestionado las políticas migratorias. Por un lado, la incapacidad –previsible– de controlar los flujos en las fronteras y, por otro, la voluntad política de dificultar la concesión de permisos de residencia y trabajo a los que querían venir y a los que ya estaban en el país. Se ha confundido la oportunidad de tener una población inmigrante regularizada plenamente con el miedo a provocar lo que se ha denominado efecto llamada. Se ha ignorado que el auténtico reclamo para la llegada de inmigrantes era un mercado de trabajo insaciable, y la prueba es que ahora que se acaba el trabajo se puede apreciar cómo los nuevos inmigrantes dejan de llegar. Los gobiernos europeos presionaron al Gobierno español para que no regularizase a toda la población inmigrante que vivía y trabajaba en España para evitar que pudiera tener una movilidad plena en el interior de la UE. Nadie consideró, sin embargo, los costes humanos y sociales de tener tantos miles de trabajadores en la economía sumergida y tantas personas en el limbo administrativo y legal. Hoy pagamos esas consecuencias. Lo evidente es que, con o sin papeles, los inmigrantes trabajaban y lo hacían porque alguien les daba trabajo. Y el Gobierno español –el actual y los anteriores– que no daba permisos de residencia tampoco era capaz de eliminar la ocupación en la economía sumergida. El resultado de una legislación severa y una gestión ineficaz fue la generalización de los sin papeles, algo que al perderse las posibilidades de ocupación ha generado una precariedad social extrema en muchas de nuestras localidades.

El tercer factor lo debemos relacionar con la creciente competencia entre los sectores populares para acceder a recursos sociales escasos. En este escenario se incrementa la percepción de la opinión ciudadana de que se da un trato favorable a los inmigrantes en detrimento de los autóctonos. Poco importa que sea cierto o no. La percepción social manda, y el temor a que pase factura electoral a los partidos democráticos está muy presente, y más en localidades donde ya hay agitadores de discursos populistas como Plataforma per Catalunya.
Todos estos son factores que pueden explicarnos mejor el porqué de la propuesta de Vic. Pero no la justifican. Si el gobierno de Vic quiere evidenciar las incoherencias del Gobierno español y la actual legislación en esta cuestión, no debería cargar contra los más débiles. Negar el registro en el padrón no acabará con los sin papeles, a lo sumo los hará estadísticamente invisibles. No basta que la medida no sea contraria a la ley, ni mucho menos que sea electoralmente rentable. Tiene que ser útil para mejorar las condiciones de vida en el municipio. Y eso queda lejos de la medida propuesta.

Jordi Sànchez, profesor de Ciencia Política de la UB.