La inoculación desleal

A lo largo de la historia de la humanidad, cíclicamente se han repetido momentos extremos, paradigmas de colapso de distintas civilizaciones. Cuando caen las columnas de los templos otrora impertérritos, la turba avanza y las cálidas certezas se tornan en vorágine de incertidumbre, lo más profundo de nuestra naturaleza asoma. Nunca existió un mayor catalizador de los avernos humanos que el retumbar desesperado del grito «Hannibal ad portas». Así lo presenciaron, ineludiblemente, los jardines colgantes de Babilonia, los Colosos de Memnón o la Columna de Trajano.

En la situación actual de extrema distopía pandémica, casi una veintena de servidores públicos del ámbito local, sanitario y militar habrían accedido a alguna de las extraordinariamente escasas dosis de vacunas disponibles para la población española contra el Covid-19, inoculándoselas al margen del orden y prelación establecidos para proteger a los colectivos más vulnerables. No podemos olvidar que la esperanza en la que todos confiamos procede de una compra centralizada por la Unión Europea que da lugar a una estrategia nacional donde se fijan los grupos prioritarios de acceso a la vacuna según la mayor vulnerabilidad y mayor exposición al virus, entre otros criterios.

No se trata de los 30 euros de precio de la dosis científica de Moderna o los 17 de la de Pfizer, sino de un posible distraimiento de manera no autorizada de un bien escaso, que conlleva, además, una serie de recursos públicos tales como vigilancia policial de 24 horas en los «búnker» ultracongelados de distribución farmacéutica y posterior escolta específica de Guardia Civil para su reparto. Colarse en el orden de vacunación no sólo puede resultar difícilmente entendible para una población más que cansada de restricciones, sino que, dentro de una vorágine colosal de hartazgo y de crisis económica, faltar a la fidelidad y a la probidad en el manejo honesto de la solución que puede salvar el bien más preciado -la vida- puede perjudicar (aún más) la confianza de los ciudadanos en la gobernanza de las instituciones y podría estudiarse si constituye un presunto delito de malversación. Si, además, el cargo público para dicha vacunación ventajosa o provechosa no autorizada hubiera instigado o se hubiera prevalido de su condición para que el sanitario se lo inoculase, no sería descartable el estudio sobre la posible concurrencia de delito de tráfico de influencias. En caso que se hubiera dictado alguna orden o instrucción contraria a la Estrategia Europea y Nacional, no sería descabellada, tampoco, una posible investigación por prevaricación. No hay que olvidar que estos ilícitos penales, castigados con pena de prisión de hasta seis años e inhabilitación hasta nueve, son delitos cuya competencia de enjuiciamiento le corresponde al Tribunal del Jurado -con la excepción de la prevaricación-, cuyos miembros serían españoles mayores de edad, y en su mayor parte no vacunados.

En síntesis, al margen de su hipotético encaje penal, lo cierto es que ante la titánica adversidad que nos enfrentamos como sociedad, debe ser el superior interés colectivo el que prepondere sobre el beneficio individual. Y, en cualquier, caso, cuando el hielo hiere fatalmente el costado del buque y los pasajeros aterrados se hacinan en la cubierta helada, es el capitán de la embarcación el que impasible ante la aflicción debe dar ejemplo mientras procura salvar la embarcación hasta su destino final.

Alfonso Peralta Gutiérrez y Francisco Javier Parra Iglesias son jueces.

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