La inseguridad española

Ha querido el destino que tienen los libros que coincida este momento actual nuestro, lleno de inseguridades nacionales por el nordeste y el sur, internas y externas, con la publicación por parte de Trotta de la obra principal de Américo Castro, La realidad histórica de España, que apareció como tal en 1954. Y más allá de las polémicas –algunas formidables como la de Sánchez Albornoz–, que causó su interpretación del ser hispánico y de la anomalía española sigue resultando en su originalidad un libro-candil que ilumina la situación que estamos viviendo. Junto a ello, la reedición del libro nos enlaza un siglo después aguas arriba con aquella Generación del 14, tan incomparable como postergada por la incuria imperante: la de Ortega, Marañón, D’Ors, García-Morente, Madariaga y Sánchez Albornoz, entre muchos otros, y en la que tenía su «morada vital» el mismo Castro. Constelación de una calidad, decencia intelectual y laboriosidad hoy difícilmente encontrables y que da cuenta de la alarmante bajada de nivel del tono de nuestro tiempo. Además de poseer sus miembros –más allá de las ideologías– un amor por descontado a España, intelectual y emotivo, sin que ello supusiese denostación alguna

La singularidad española, sostiene Castro en el libro, radica en su inseguridad congénita, tal y como titula ya el primer capítulo: «España o la historia de una inseguridad». Y dicha incertidumbre constitutiva se debe a su vez a su peculiar origen medieval con la convivencia, pacífica y beligerante según los tiempos, de tres castas resultantes de la invasión islámica: cristiana, musulmana y judía, que no se da en el resto de Europa. Y en esta causalidad se encuentra a su juicio la raíz de la principal cualidad del ser español: nada menos que «vivir desviviéndose», en un constante problematismo nuestro que nos lleva hoy como ayer a una polémica incesante con nosotros mismos, con todo el dramatismo, como comprobamos hoy, que tal desvivirse encierra.

Ahí justamente en ese binomio constante del vivir-morir radica nuestra mencionada inseguridad de la que no logramos escapar, ínsita como está en nuestra «morada vital» desde la que vivimos el mundo nuestro como «vividura», siendo ambos términos dos de los hallazgos que nos regala Castro: «morada vital», como ámbito desde el que pensamos y actuamos dentro de una colectividad, en este caso la española; en tanto que la «vividura» se refiere al modo privativo de enfrentarnos con la existencia desde esa peculiar morada.

Así las cosas, podemos para comprendernos mejor a nosotros mismos en estos graves momentos ver cómo la premisa básica de Castro aclara en algo nuestro reciente pasado y presente acuciante.

Si nos retrotraemos a la República, vemos que ella fue desde esta perspectiva la historia de una inseguridad –también jurídica–, vacilante, dubitativa, oscilante entre dos extremos y con la incertidumbre territorial abierta de forma flagrante en Cataluña y el País Vasco. Y si la reacción del franquismo se nos muestra en apariencia como una sustitución de lo «seguro» y estable frente a la incertidumbre volátil del régimen anterior, sus cuarenta años de existencia rebelan que tal estabilidad se asentaba sobre una gran inseguridad de fondo: solo un mando único militar podía evitar el vivir desviviéndose nacional, intentando alterar de este modo artificial y extraordinario tanto la «morada vital» como la «vividura» españolas. Lo cual traería, en fatídica paradoja, otra serie de nuevas zozobras y perplejidades en forma de crisis de la autoestima nacional y el distanciamiento del resto de Europa por nuestra «tibetización» asumida.

Pero la misma Constitución del 78 reflejó en la Transición también ciertas formas de inseguridades congénitas, en este caso las de la vertebración territorial que se albergan en el Título VIII y que introducen en el quicio mismo del nuevo régimen graves márgenes de incertidumbre hasta nuestros días. En los que la cuestión catalana y vasca no han hecho sino ganar terreno propicio a las inseguridades nacionales, proyectando sus respectivas existencias a partir del desvivirse del ser nacional. Y de un tiempo a esta parte con la aquiescencia del también cada vez más radicalmente inseguro Partido Socialista, como se ve con los recientes indultos y su nueva política plurinacional. De manera que la debilidad del Estado nacional no sería algo sobrevenido sino la base misma de nuestro Estado democrático que reflejaría, siglos después, el eco de aquella fragilidad medieval originaria de nuestro sistema de castas judía, cristiana y musulmana. Y solo un Estado nacional tan débil podía incubar los dos nacionalismos emergentes y desafiantes.

Y al mismo tiempo dicha inseguridad teñiría, a su pesar, a los mismísimos separatismos incapaces de poder superar su fatum hispánico, como comprobamos también ahora con las profundas divisiones y el continuo hacerse y deshacerse del nacionalismo catalán. Como si, en cierto modo, asistiésemos a la dialéctica mutua de dos desvivires concertados: el patrio y el periférico a un tiempo, de ahí el agotamiento y sufrimiento que la cuestión catalana impone a toda la comunidad nacional.

Por último, ese vivir-morir actual lo percibimos no solo en los separatismos territoriales, sino también en la revisión crítica que propone la nueva izquierda –en connivencia con aquellos– de la Transición y su objetivo implícito de refundar la idea misma de España y de lo que ha de ser un régimen democrático. Incluso sus mismos recuerdos, como vemos en el caso de la Memoria Histórica y la abolición de Ramón y Cajal y de Juan de la Cierva, tan de la constelación del 14 ambos. Un «deshacer la memoria» como trasunto de una polémica sin fin con nosotros mismos, como el rayo que no cesa.

Todas esas cosas y muchas más sugerencias contiene la lectura desde el presente de La realidad histórica de España. Decía Azaña que si en nuestro país quería guardarse un secreto, no había más que escribirlo en un libro. Aconsejo abrir el de Castro, enlazarnos con aquella gran generación irrepetible y revelarnos a nosotros mismos sus fecundos secretos que tantas cosas nuestras que están pasando, sus páginas calladas explican.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares.

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