La insoportable levedad del machismo

La Ley integral para erradicar la violencia de género se está poniendo en cuestión. Es cierto que es una ley mejorable. De entrada, hay que objetar su propia denominación, pues no es que pretenda extirpar la violencia de género, sino la violencia masculina hacia la mujer.

El proceso de sensibilización y concienciación sociales en violencia masculina hacia la mujer ha sido largo y continúa siendo difícil. Es muy natural que existan multitud de resistencias, que son resistencias culturales, porque la violencia es siempre un instrumento de dominación del otro, en este caso de la otra. Quien se beneficia de la dominación opondrá intransigencia a que le sea erradicada. La violencia es una conducta compleja puesta al servicio de una idea de imposición. Imaginen cualquier expresión de violencia y siempre la encontrarán relacionada con la intención, por parte del agresor, de imponer algo a la víctima, a la persona agredida. Desde la violencia legítima o ilegítima de un soldado en la batalla, hasta la contención también legítima que ejercen las autoridades en una manifestación callejera, pasando por las ilegales muestras de violencia de un atracador o un terrorista, para terminar en la violencia sostenida que puede ejercer un hombre sobre cada una de las dos millones y medio de mujeres maltratadas en España, todas ellas son instrumentaciones de fuerza para hacer que otras personas se comporten como quien ejerce la fuerza pretende que se comporten. La violencia se utiliza para imponer unas voluntades sobre otras.

En las democracias basadas en el imperio de la ley existen una condiciones tasadas que otorgan a determinados actores la facultad de ejercer violencia legítimamente. Determinadas circunstancias otorgan a los poderes públicos la legitimidad para obligar a un ciudadano o ciudadana de hacer algo por la fuerza. Esas condiciones están pactadas en la ley por todos y todas, y se supone que constituyen el mal menor al que recurrimos cuando existe algo que nos amenaza. Fuera de ellas, de esas condiciones, las violencias son ilegítimas e ilegales.

Existen dos premisas que debemos afrontar sin prejuicios si queremos comprender, de verdad, la violencia masculina hacia la mujer. La primera es que la violencia ilegítima se utiliza por personas que quieren imponer, ilegalmente, su voluntad a otras. La segunda es que la sociedad, todavía, está construida en función de códigos masculinos de poder y de dominación.

La violencia masculina hacia la mujer se asienta sobre códigos de desigualdad y asimetría intergénero que se transmiten socialmente. Los hombres han detentado y detentan el poder social, aunque actualmente bastante menos de lo que lo han venido haciendo. Tradicionalmente, los hombres hemos utilizado los medios que hemos estimado oportunos para mantener el poder, también para disputárselo a otros hombres. A las mujeres las hemos contenido por la fuerza. Lo hemos hecho también socializándolas en código masculino. A riesgo de simplificar, lo que ha ocurrido, desde hace muchos años a esta parte, ha sido que el desarrollo económico, en combinación con las guerras que íbamos desencadenando para disputarnos el poder entre hombres, han generando las condiciones para que el hombre cediera parte del poder a la mujer. Esta cesión, considerada como necesaria por el propio hombre para mantener los niveles de progreso social, ha venido impulsada por la sinergia que convergía con la propia toma de conciencia, por parte de la mujer, de su condición de ser humano, condición que ha tenido que pelear utilizando a menudo los mismos códigos masculinos implantados e inoculados socialmente. Si este planteamiento suena a feminista no es tanto porque lo sea, sino porque coincide muy ajustadamente con la realidad de una historia, la del ser humano en masculino, que el movimiento feminista, a pesar del lastre de sus luchas internas, nos ha estado recordando para subrayarnos que nos queda mucho camino para la igualdad.

Pues bien, el hombre ha cedido poder pero pretende cederlo hasta un límite. Desde luego, la violencia hacia la mujer siempre ha existido. Los hombres y la sociedad masculina siempre han considerado que cierto tipo de violencia era legítima para contener el comportamiento de la mujer. Piensen en lo que hemos tardado en aceptar y tipificar que la violación en el seno del matrimonio constituía un delito. Todo el movimiento, por cierto impulsado por mujeres y en donde los hombres hemos colaborado poquito, de visibilización del fenómeno de la violencia masculina en relaciones heterosexuales no es más que otro paso adelante para subvertir el modelo subyacente de masculinidad hegemónica. Por tanto, es muy natural que la mayoría de los hombres y muchas mujeres, aquéllas de actuar inconsciente por estar socializadas en el código hegemónico, se estén resistiendo a aceptar unas clarísimas evidencias en torno a la violencia masculina.

Existe todo un movimiento de adaptación machista que cursa en contra de la revolución destinada a subvertir los códigos de masculinidad dominante. Ahora mismo, esta contrarrevolución masculina se asienta sobre tres vectores. El más estructural es considerar que el ecosistema de igualdad ya existe y, por tanto, que las mujeres llegarán a ella por pura inercia. Lo peor de este vector no es ya su propia existencia ignorando la realidad, sino que los hombres han marcado los parámetros de esa igualdad, pues se trata de igualdad codificada en claves masculinas. La frase que lo representa, pensada por un hombre, sería algo así como: 'OK, queréis ser iguales... pues vais a ser iguales a mí, jugando con mis reglas'.

El segundo vector para contrarrestar la desmasculinización hegemónica de la sociedad es afirmar que la violencia de género es bidireccional. Actualmente hay varias investigaciones universitarias en España que están realizando trabajos de campo para obtener datos que cuantifiquen esa bidireccionalidad de la violencia heterosexual. El argumento de fondo a plantear, para desactivar todo lo logrado para erradicar la violencia masculina hacia la mujer, consistiría en postular que las agresiones del hombre son una respuesta a la violencia psicológica contra ellos ejercida por las mujeres. El machismo que detenta el poder social no dudará en presentarse como víctima del feminismo.

El tercer recurso machista, que se está cocinando entre significaciones y estadísticas, sería que la mayoría del maltrato es leve. Esta última instrumentación argumental pasa por restar suelo a los esfuerzos de la ley integral para desarmar la violencia desde su raíz. Y es que la violencia masculina es un proceso sistemático y continuo, que comienza con control y aislamiento de la mujer, para seguir siempre con violencia psicológica y luego añadir, o no, violencia física. Esta tercera tesis de la contrarrevolución masculina persigue localizar la acción antiviolencia de los poderes públicos únicamente en los casos en donde exista agresión física con resultado de lesiones, respaldadas por parte facultativo. Es decir, desmontar la penalización de la violencia masculina desde sus inicios que ha logrado la ley integral. El objetivo de fondo es retornar a un código penal, sin enfoque de género, que nos han contado que es 'neutro', puesto al servicio de la hegemonía masculina. No existe maltrato leve, sino momentos en el escalamiento de la violencia. Quien opine que una discusión no es maltrato acierta. Quien opine que insultarse en una discusión no es maltrato se equivoca. Quien opine que insultarse es leve, o empujarse o negar el afecto, o ridiculizar de manera continua al otro o a la otra son prácticas de levedad, entonces está colaborando con su opinión en dificultar el acceso social a la igualdad, porque está legitimando la violencia.

Andrés Montero Gómez, presidente de la Sociedad Española de Psicología de la Violencia.