Entonces, ¿qué hemos de elegir? ¿El peso o la levedad? ¿Cuál es el principio positivo y el principio negativo en este caso? Se preguntaba Milán Kundera evocando la interrogante de Parménides en torno a esa contradicción, la más misteriosa y equívoca de cuantas existen. Algo de ese enigma resuena en una obsesión que no me abandona desde hace tiempo. ¿Qué está sucediendo en las sociedades occidentales con la llamada crisis de la salud mental? Lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa que decía Ortega. Hoy en día, más del 25 por ciento de la población mundial reporta sentimientos de aislamiento social y soledad, y más de 150.000 personas entre 15 y 29 años mueren por suicidio cada año. Mientras proliferan diagnósticos del fenómeno por doquier no abundan tanto la propuesta de soluciones efectivas y resurgen nuevas formas de antipsiquiatría.
La psiquiatría es heredera de ese matrimonio mal avenido pero indisoluble entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu y de su eterna disputa entre hechos y valores. Las personas son naturaleza e historia y padecen objetivamente enfermedades mentales y las sufren subjetivamente por más que algunos quieran reducir el todo por la parte olvidando sus respectivas historias vergonzantes, las de sus errores epistemológicos hijos de sus maximalismos fundamentalistas cuando no sectarios. Valgan de ejemplo el gen rojo de la psiquiatría oficial franquista o el delirio reformista de la Rusia soviética aplicado a sus disidentes correspondientes. Me retrotraigo tanto para no alimentar discusiones bizantinas actuales entre lo biológico y lo social 'ad hominem' tan destructivas como inútiles que nos abocan a la pérdida de oportunidad.
Sí, en la historia de la psiquiatría han tenido importancia decisiva 'las contingencias históricas' al agrupar un conjunto de disciplinas heterogéneas neurocientíficas y psicosociales especialmente influenciable por consideraciones políticas, sociales y económicas. Las crisis de la psiquiatría no han sido otras que las de las sociedades a las que pretendieron dar respuesta. Paradójicamente o no tanto asistimos a la vez a un tiempo que no ha conocido el poder represor ni la miseria material de los que nos precedieron. Anticipando la incomodidad de algún joven lector en su asiento convengamos al menos que no en las trágicas dimensiones de antaño. No en vano decía Amartya Sen que «cuanto más gasta una sociedad en cuidados de salud, más proclives son sus ciudadanos a considerarse enfermos». Ya, ya sé que cada generación tiene sus dolores, sus crisis y sus desafíos existenciales. Y son esos precisamente los que me interesan. Han proliferado taxonomías que las separan en anteriores y posteriores al proceso de digitalización: la generación del silencio de los niños de la guerra civil marcados por la austeridad y la del 'baby boom' y su explosión demográfica caracterizada por la ambición o la generación X de la Transición y su obsesión por el éxito en un mundo aún analógico; y la generación 'millenials' y la generación Z nativos digitales caracterizados por la frustración y la irreverencia respectivamente. Valga la generalización. Entre esos dos ejes digitalización y deconstrucción jerárquica ha emergido la emoción como principio único de autoridad y legitimación moral. Una suerte de adolescencia eterna parece habernos poseído.
El escepticismo radical en torno a toda noción de certeza o posibilidad de verdad ha dado al traste con todos los sistemas de creencias anteriores divinos y mundanos como describen magistralmente Pluckrose y Lindsay en sus 'Teorías cínicas'. «Se han proscrito explicaciones amplias y cohesionadas del mundo y de la sociedad, rechazado el cristianismo y el marxismo clásico. También la ciencia, la razón y los pilares de la democracia liberal. Lograr un acceso igualitario a escombros no es un objetivo que merezca la pena». Hemos matado a Dios y rematado a los padres. Y no es que eche de menos esas tablas de la ley que aplastaban toda posibilidad de proyecto existencial autónomo. Esa pesadumbre de vivir melancólica que aliviaba Delibes con la sola presencia de su mujer de rojo sobre fondo gris. Entonces no se podía dudar y allá donde se proscribe la duda emerge la tiranía. Conozco bien esos movimientos reaccionarios o revolucionarios que aniquilan moralmente al adversario convertido en enemigo y pugnan por resurgir disputándose qué deriva antiliberal de las dos, diestra o siniestra, se saldrá con la suya. «El mal no es radical, es extremo, carece de profundidad y puede devastar el mundo entero, precisamente porque sigue creciendo en la superficie como un hongo», como escribía Hannah Arendt. Es de una frivolidad obscena. Algunos han deconstruido tanto que se olvidaron de construir. Y a fuerza de dudar enloquecieron de duda. Quien no puede cambiar de opinión es un fanático, pero quien no quiere o no puede dejar de hacerlo es un cínico. Entre ambos el justo medio aristotélico, la coherencia, la consistencia y la persistencia flexible que caracteriza a los estadistas frente a los populistas. Como dice el psicoanalista Recalcati hoy «lo que se halla en primer plano no es ya la opresión del tabú, sino su evaporación. Hemos perdido puntos de referencia, límites, carecemos de brújula y adolecemos de ley simbólica. ¿Consiste la libertad realmente solo en verse empujados aquí y allá como tapones de corcho en las aguas bravas de un mar sin bordes?». «La angustia hipermoderna, el vértigo, un vacío sin nombre se abre bajo nuestros pies y tiritamos de miedo y de frío huérfanos de la razón cordial», que diría Adela Cortina. La llamada generación ansiosa de Haidt perdida paradójicamente entre la sobreprotección y la intemperie. No sabemos lo que queremos, pero lo queremos ya. Durkheim lo describió con maestría, el suicidio anómico que no anímico, el que se da cuando existe una falla o dislocación de los valores sociales, que lleva a una desorientación individual y a un sentimiento de falta de significación de la vida. La única ley es la ausencia de ley, su cancelación. ¿Les suena? Pero volvamos al peso, o a la falta de peso. Decía Luri que «en todo grupo humano tiene que haber alguien que se resigne a comportarse como un adulto». Y esto vale para una familia, una organización o un gobierno. Asumir la cuota de responsabilidad que corresponde. Más cuanto mayor sea la representación institucional que se ostente ¿Cuál es tu propia parte en el desorden del que te quejas? que escribiera Lacan en su concepto de rectificación subjetiva. Prueben a hacerse esa pregunta y a responderla sin autoengaño. Se convertirán en cortafuegos del populismo.
En la pirámide de necesidades humanas de Maslow, en su vértice, se encuentra el ser, la autorrealización, el sentido de propósito y transcendencia secular o confesional, el que nos permite la coherencia interna y el arraigo con algo más grande que nosotros mismos. A ese ser se ha referido la sabiduría ancestral y el existencialismo en diferentes perspectivas, aunque yo me quede con Camus y Frankl.
Siempre creí intuitivamente que Kundera erró en su título, quizá porque la densidad que invocaba la refería a la necesidad del eterno retorno. Algo fuera de él que diera consistencia a cada elección única e indelegable pero en otras vidas. El atribuía a la carga más pesada la más intensa plenitud de la vida, y cuanto más pesada la primera, más real y verdadera la segunda. Y que por el contrario, la ausencia absoluta de carga haría al hombre real sólo a medias y sus movimientos serían tan libres como insignificantes. Me temo que hoy sí es el no ser lo que resulta insoportable. Seguimos buscando el sentido y preguntándonos por él por más que porfiemos de su anacronismo. Sólo nosotros podemos responder y hemos de hacerlo con razones de peso. De otro modo lo harán por nosotros y será demasiado tarde.
Mercedes Navío Acosta es psiquiatra y escritora.