La integración de la cultura

En el mundo de la cultura, un fantasma recorría Europa ya mucho antes de que Charles Percy Snow, conocido como CP Snow, impartiera su célebre conferencia, titulada 'Las dos culturas', en mayo de 1959, en el Senado Académico de la Universidad de Cambridge. Algunos meses más tarde, el texto de la conferencia de Snow vio la luz en forma de breve libro, con el título 'Las dos culturas y la revolución científica'. Se trata quizás de la exposición y apología más clara del fantasma de la desintegración de nuestra cultura occidental y su singular cisma en dos culturas antagónicas. Una es, según Snow, humanística, clásica y liberal, aunque también conservadora, individualista, y con una mirada permanentemente puesta en el pasado; la otra cultura es científica, tecnológica, colectivista, socialmente progresista, y siempre orientada hacia el futuro. El texto catapultó al autor, que se había formado como físico en Cambridge, pero llevaba ya años alejado de la práctica científica, dedicado a la función pública y, sobre todo, a su prolija carrera como novelista, en la tradición tecnocrática y futurista de su ídolo literario, Herbert George Wells (el autor de 'La guerra de los mundos', también dado a utilizar sus iniciales, y conocido como H.G. Wells). Snow fue nombrado 'sir', y se le habilitó como uno de los más importantes portavoces de la ciencia en la posguerra. Sin duda ha pasado a la historia por esta presentación tan aguda de la dicotomía entre dos culturas, y por su defensa acérrima de la cultura de la ciencia, frente a lo que, según Snow, es la pretenciosidad elitista de lo que él viene a denominar «la cultura tradicional».

No es difícil, con el paso de los años, parodiar el estilo y los argumentos de Snow, marcados por su 'cientifismo', ese compromiso radical, tan característico del periodo de la Guerra Fría, con la prioridad del conocimiento científico y su suprema utilidad. El incontenible deseo de Snow por una sociedad tecnocrática, dirigida solo por los fríos y desapasionados dictámenes técnicos de nuestras capacidades y aptitudes, se hace evidente en muchos de los párrafos del texto, y también aparece el requisito ulterior de que todas estas capacidades se pongan de manera efectiva al servicio de nuestro bienestar colectivo y, por ende, del Estado. El modelo educativo de Snow es el soviético y su texto, leído con el paso de los años, rezuma lo que parece ser una infinita envidia por la articulación soviética de la estratificación social de acuerdo con la aptitud técnica, su potente y férreo modelo pedagógico, la estructura productiva soviética y, en última instancia, su desapego por el arte y la cultura clásicas, que se perciben como el privilegio de una clase social aburguesada y ociosa.

Y, en efecto, este fantasma de la desintegración de la cultura occidental, lejos de nacer con la conferencia y el libro de Snow, está presente en todos los episodios y consignas revolucionarias europeas, desde las de 1848 hasta mayo de 1968. Se hace patente, en particular, con la desintegración del imperio austrohúngaro y la refinada cultura judía vienesa de fin de siglo, y su sustitución por planteamientos culturales dicotómicos durante la república de Weimar y el posterior régimen nazi. La tesis de Snow tiene una genealogía propia, eminentemente británica, que el mismo Snow absorbe, por activa y por pasiva, en su 'alma mater', la Universidad de Cambridge.

En una reciente ponencia que tuve la oportunidad de impartir en la Fundación Ramón Areces, y que se publicará como ensayo en la Revista de Occidente, he sugerido que el estudio riguroso de esta genealogía histórica revela que, sorprendentemente, las dos culturas no existen, y quizás no hayan existido nunca, y sin embargo, el potente espejismo de su existencia ha marcado de manera decisiva nuestra concepción de la ciencia. Este espejismo surge a partir del traumático divorcio de las ciencias y las humanidades durante la revolución industrial, a lo largo de un siglo XIX marcado, en tantos países europeos, por una infinita confianza en el progreso científico y técnico. No podemos ignorar que el término 'científico' se acuña solo en 1833, por William Whewell, máster del poderoso Trinity College de Cambridge, y adalid de las nuevas ciencias inductivas, en el contexto de un célebre intercambio con el poeta romántico Samuel Taylor Coleridge, en el acto fundacional de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia. El término 'scientist' incorpora, de manera tangible, en su contraste con el término 'artist', ese potente espejismo que tan certeramente describe Snow en su texto, la dicotomía de dos culturas, dos prácticas, dos formas de vida, que constituye el prisma desde el que, 'malgré nous', se han elaborado las disciplinas científicas, así como las políticas educativas y científicas, en la mayor parte de los países de occidente.

El estudio cuidadoso de la historia, por ende, sugiere que la forma más adecuada de superar el conflicto no es dar por victoriosa a una de las culturas en detrimento de la otra. Tampoco se trata de mantener un permanente e inestable equilibrio de fuerzas entre dos culturas enfrentadas. Al contrario, las consignas, tan extendidas entre nosotros, desde hace décadas, de «defender las humanidades» revelan una inquietante falta de perspectiva histórica, y las proclamas obsesivas «en defensa de la filosofía» presuponen una mentalidad de guerra de trincheras, y revelan que la dicotomía de Snow ha triunfado, también, o incluso especialmente, en España.

Y, sin embargo, no son las humanidades, ni la cultura clásica, las que han mostrado sus limitaciones. Más bien, lo que está hoy en día en crisis es precisamente la dicotomía que dibuja Snow. Aquí nuestras habituales servidumbres a ídolos extranjeros, por lo demás desfasados, nos hacen un flaco favor. Resulta imprescindible hacerlas frente, y enmarcar la tesis de las dos culturas con propiedad y rigor en su contexto histórico, durante la guerra fría, como la culminación de un largo proceso cultural británico que es esencialmente humanista, literario y científico a la vez. Cuando se entiende de esta manera, la tesis de Snow pierde su supuesta universalidad. Las dos culturas tuvieron su momento, y su oportunidad, y no parece ser ya el nuestro. Más bien, al contrario, muchos de nuestros problemas y desafíos actuales (las aporías de la era de la desinformación, los bulos y las 'fake news'; la supuesta necesidad de 'des-colonizar' curriculums y museos; la desacreditación y apropiación de las instituciones por el poder de turno; la propaganda mediática que tanto daña nuestro debate público), claman por la integración de nuestra cultura tradicional grecolatina, y por la reivindicación de su síntesis del conocimiento universal.

El conocimiento científico es humanístico, por definición, pues es el resultado de la actividad humana, y viceversa, el único conocimiento que pueden aportarnos las humanidades proviene de la aplicación de los exigentes criterios de prueba y demostración que siempre han caracterizado a las ciencias. Haríamos bien en abandonar obsoletas dicotomías que pretenden limitarnos y enfrentarnos, para abrazar con fuerza la integridad de nuestra cultura, la única que tenemos, la cultura occidental clásica, y sus fuentes históricas helenísticas y latinas, que son precisamente las que dan fundamento a nuestras ciencias.

Mauricio Suárez es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad Complutense de Madrid y Life Member de Clare Hall, Cambridge.

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