La inteligencia «emocional»

Para todo problema humano hay siempre una solución fácil, clara, plausible… y equivocada
Henry Louis Mencken

EL médico británico Anthony Daniels (1949) ha dedicado su vida a cuidar de los demás en su isla natal y también en África. Es un hombre que ha vivido –y mucho–, y también ha escrito bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple. Alianza acaba de publicar (2016) una obra suya de 2010 que lleva el título de «Sentimentalismo tóxico», el primer libro de este autor traducido a nuestra lengua.

«El sentimentalismo es la expresión de las emociones sin juicio. Quizás es incluso peor que eso: es la expresión de las emociones olvidando que el razonamiento y el juicio deben formar parte de nuestra reacción ante lo que vemos y oímos. El sentimentalismo pretende derogar la necesidad ineludible de emitir un juicio. Sólo los niños viven en un mundo dicotómico de buenos y malos». Fernando Savater recomendó no hace mucho la lectura de este libro con las siguientes palabras: «Si tuviese que recomendar un libro para entender la actualidad política en España y en Europa recomendaría “Sentimentalismo tóxico”».

¿Por qué? Yo creo que la razón última de esa recomendación reside en el hecho de que la obra (toda la obra) de Dalrymple es un ataque en toda regla a esa plaga que viene colonizando en primer lugar a la izquierda, pero también a la prensa y a las llamadas redes sociales y que tiene por mal nombre pensamiento políticamente correcto. En efecto, en palabras del autor, «cuando el sentimentalismo se convierte en un fenómeno de masas, se vuelve agresivamente manipulador y exige que todo el mundo piense igual».

El profesor Blanco Valdés ha recordado a este propósito que la información publicada (televisión, radio, periódicos) acerca de temas candentes, por ejemplo, la guerra de Siria, suele ser una sucesión de admoniciones sobre lo mucho que sufren las personas –los niños, sobre todo– que se han visto obligadas a huir de la guerra, el hambre, la miseria y se ven forzadas a padecer las calamidades de un conflicto en el que, como siempre ocurre, las bombas no distinguen entre población civil y combatientes. No hace falta decir que a cualquier persona decente le produce una profunda conmoción la imagen espantosa de un niño de tres años ahogado y fotografiado muerto en una playa.

El colmo del sentimentalismo tóxico lo ha alcanzado el Ayuntamiento de Madrid, colocando en todas sus sedes un enorme cartel donde puede leerse: «Refugees welcome», para luego, en la ruda y verdadera realidad, no acoger absolutamente a ninguno de esos «bienvenidos refugiados».

Lo que no deberían hacer, ni los informadores ni los políticos, es obviar la complejidad de los problemas, creando, además, un mundo donde sólo hay «buenos» y «malos». Por seguir con el ejemplo: ni la guerra de Siria ni la inmigración a Europa son fenómenos simples y, sin embargo, tanto los medios como la mayoría de los discursos políticos se han limitado a mostrar las bombas sobre Alepo y sus consiguientes destrozos, sin darnos una sola referencia sobre quiénes eran, qué pensaban y cómo actuaban aquellos que, escondidos entre los paisanos, sostenían las armas contra Al Asad. De hecho, con la excepción de publicaciones especializadas, está por verse un informe, análisis o reportaje que nos explique al común de los mortales qué es, de verdad, lo que está pasando en Siria y quiénes son los autores que están detrás de ese desastre.

En efecto, como ha escrito el autor que aquí se comenta, «como motor de la reacción pública a un acontecimiento o problema social, [el sentimentalismo] es tan perjudicial como frecuente».

Estas simplezas sentimentales conducen siempre, ya lo he dicho, a dividir el mundo entre «buenos» y «malos» y –lo más curioso del caso– los «malos» siempre somos nosotros. «La UE ve con indiferencia la tragedia de los refugiados», por citar un titular de ayer mismo, como si esa «indiferencia» –por otro lado inexistente– fuera la responsable de la tragedia que están viviendo allí muchos miles de seres humanos.

Del sentimentalismo tóxico a ese nuevo concepto, la gente (la gente siempre justa, bondadosa y llena de razón), sólo hay un paso, pero a este propósito convendrá recordar, junto a Dalrymple, que «los deseos del pueblo no deben ser soberanos en todo momento y circunstancia, que la vox populi no es necesariamente ni siempre la vox dei».

Tengo para mí que cuando Daniel Goleman escribió «Inteligencia emocional» se hacía un favor a sí mismo (vendió millones de ejemplares), pero no al resto de la Humanidad. Sobre todo a partir de 2002, que fue el año en que la Unesco remitió a los ministros de Educación de 140 países diez principios básicos para uso de enseñantes, basados en el dichoso libro.

Joaquín Leguina, expresidente de la Comunidad de Madrid.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *