La interpretación del derecho a decidir

La reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre la declaración soberanista del Parlamento catalán marca un punto de inflexión respecto a la interpretación jurídica del derecho a decidir. Por un lado, distingue el derecho a la autodeterminación del derecho a decidir. El primero, no cabe en la Constitución, pero el segundo admite una interpretación constitucional. Por otro lado, recuerda el cauce oportuno para dirimir un problema político en democracia: la negociación y el diálogo sin prejuicios. Como el propio Tribunal había dicho en otras ocasiones, la Constitución no consagra una democracia militante. Todo lo que ella contiene es susceptible de ser criticado y cuestionado siempre que se respeten los derechos fundamentales y el principio democrático. Será difícil, pues, seguir escudándose en la Constitución para negar la evidencia: la falta de voluntad política, y no la Constitución, es el verdadero escollo del llamado proceso soberanista.

De todos modos, la sentencia no articula en profundidad —tampoco era su cometido en estos momentos— el encaje constitucional de una consulta como la prevista en Cataluña para el 9 de noviembre. Tal vez sea oportuno, pues, esbozar algunas de las líneas que permitirían esa articulación. Versan sobre el objeto, el sujeto y los procedimientos de la consulta.

Cuando no hay una regla que contemple el supuesto concreto, los juristas acuden a los principios jurídicos. Y en este punto hay que recordar que la identidad material de la Constitución la conforman todos los principios reconocidos y que ninguno de ellos es ilimitado. La actividad interpretativa, entonces, pasa por identificar los principios relevantes, para, a renglón seguido, establecer una razonable ponderación entre ellos.

Por lo que hace al objeto de la consulta, el principio de indisoluble unidad de la nación española (art. 2), debe ser ponderado con el principio democrático (art. 1.1) y con una concreción del mismo: el derecho fundamental a la participación política directa (art. 23.1). Hecho esto, cabe sostener que en la Constitución no se reconoce un derecho de autodeterminación (en este caso, vence el principio de indisolubilidad), pero sí el derecho de los catalanes a participar en la decisión acerca de su futuro político (aquí vence el principio democrático).

Quien se opone a esto último, usa un argumento que podemos denominar de la petrificación de la Constitución. La ponderación —se dirá— ya la hizo en su momento el constituyente. Sin embargo, esta forma de interpretar pierde poder de convicción a medida que transcurre el tiempo desde la promulgación de la disposición objeto de interpretación y es poco respetuosa con la visión que puedan tener las nuevas generaciones. Casi cuatro décadas después de aprobada la Constitución, parece más adecuada una interpretación evolutiva, que haga que los preceptos se interpreten según el sentido que han adquirido a día de hoy. Esta es una técnica empleada ampliamente por los tribunales internacionales, en especial por el Tribunal Europeo de Derecho Humanos. El propio TC también ha usado este tipo de interpretación en la sentencia en que se declara el matrimonio entre personas del mismo sexo ajustado a la Constitución. La lectura de la Constitución, dice el TC en ese caso, debe hacerse “a la luz de los problemas contemporáneos, y de las exigencias de la sociedad actual a que debe dar respuesta a riesgo, en caso contrario, de convertirse en letra muerta”.

La evolución que afecta al alcance del principio democrático en estos supuestos es claramente perceptible en el camino emprendido por países democráticos y plurinacionales como Canadá y Reino Unido. Curiosamente, la sentencia más reciente del TC cita en apoyo de sus tesis el Dictamen de la Corte Suprema de Canadá, pero lo hace de un modo incompleto. Efectivamente, en él se niega que exista un derecho a la autodeterminación, pero no se cuestiona la posibilidad de que Quebec realice un referéndum (cuando en el 1998 se pronuncia la Corte, ya han tenido lugar los referéndums de 1980 y de 1995). Además, se explicitan los efectos del resultado: “Una mayoría clara en Quebec a favor de la secesión, en respuesta a una pregunta clara, conferiría al proyecto de secesión una legitimidad democrática que todos los otros participantes en la Confederación tendrían la obligación de reconocer”. ¿Cómo se cumple con esta obligación? Negociando todas las partes de buena fe.

Pero ¿quiénes tienen que ser consultados, los catalanes o los españoles? Quien considera que deben ser los españoles apela al principio según el cual la soberanía reside en el pueblo español (art. 1.2). A esta posición se pueden oponer, al menos, dos argumentos, uno simple y otro más profundo. El simple: si se trata de conocer la voluntad de los catalanes, es de sentido común que sean ellos los consultados. De hecho, es lo que ha sucedido en la treintena de referéndums de este estilo convocados en distintas partes del mundo.

Pero hay razones más profundas. Baste imaginar que en Cataluña la totalidad del cuerpo electoral quisiera la independencia. Este hipotético 100% de catalanes seguiría siendo una minoría en España. Por lo tanto, sobre este punto capital de sus vidas en comunidad siempre estaría a expensas de la voluntad del resto. Parece evidente que esta perpetua minoría no se sentiría nada representada por una organización política que justificara esa situación. Pero planteémoslo de otro modo: ¿Cómo debería sentirse en esta situación alguien que pertenezca a la perpetua mayoría? ¿Podría seguir diciendo, como si nada ocurriera, que vive en un Estado democrático y liberal? No podría hacerlo, porque la democracia implica el principio de la mayoría, pero es contraria al dominio de la mayoría sobre la minoría, en este caso una minoría con contornos territoriales definidos y con lengua, cultura e instituciones propias. El dominio de la mayoría pervierte la democracia y se opone a los principios que caracterizan los Estados liberales (en el sentido de opuestos a Estados fundamentalistas): la autonomía de los individuos, la inviolabilidad de la persona y la dignidad humana.

Cumplir con el primero, supone ser sensible a los planes de vida que cada persona libremente haya escogido. Respetar el segundo, por su parte, exige no instrumentalizar a nadie en beneficio exclusivo de otros. El tercero demanda que el Estado se tome en serio las manifestaciones de voluntad de los ciudadanos. Dicho brevemente, si personas adultas creen, por las razones que sea, que es de la máxima importancia para ellas decidir el futuro político colectivo, su voluntad tiene que ser tomada en consideración. De lo contrario, tendríamos una minoría dominada permanentemente o bien tratada con un paternalismo injustificado. Tales principios no son simple “filosofía”: están reconocidos en la Constitución en los artículos 9 y 10, y conforman su identidad material. El propio TC ha sostenido en repetidas ocasiones que la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad “han de orientarse a la plena efectividad de los derechos fundamentales” (y recordemos que el de participación política directa es un derecho fundamental).

¿Quiere esto decir que el resto de los ciudadanos españoles queda al margen de este proceso? No. Su intervención se puede articular a través del Parlamento, al aceptar (se entiende que después de algún tipo de negociación, como reconoce la sentencia del TC) cualquiera de las sendas constitucionales que permiten articular jurídicamente la consulta. Tanto la vía del artículo 92, como la del 150.2, pasando por la Ley catalana 4/2010, prevén dicha intervención, bien sea proponiendo, delegando, transfiriendo o autorizando un referéndum.

El próximo martes en las Cortes hay una oportunidad de oro para empezar a encauzar el proceso que ha nacido en la sociedad catalana por la senda que la Constitución y su máximo intérprete exigen. Lo dicho: voluntad política.

Josep Maria Vilajosana, catedrático de Filosofía del Derecho (UPF), es coordinador del Col·lectiu Praga.

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