La ‘Intifada de los cuchillos’

Infumable, cada vez más infumable, es recurrir a la fórmula de “lobos solitarios” para describir a esos puñados, puede que mañana decenas y, pasado mañana, centenares de asesinos de judíos linkeados por miles de “amigos”, seguidos por decenas de miles de tuiteros y conectados a una constelación de sitios web (Al-Aqsa Media Center, la página de La tercera intifada de Jerusalén...) que, al menos en parte, orquestan el sangriento ballet al que estamos asistiendo.

Infumable, cada vez más infumable, resulta la cantinela sobre la “juventud palestina fuera de todo control”, cuando uno ha visto la serie de prédicas, oportunamente publicadas en Internet por el Memri, en las que unos predicadores de Gaza se dirigen a la cámara puñal en mano y llaman a salir a la calle para ejecutar al mayor número posible de judíos, a derramar la mayor cantidad posible de sangre. O cuando uno recuerda que hace apenas unas semanas, al comienzo de la trágica secuencia, el propio Mahmud Abbas primero encontraba “heroico” el asesinato de los esposos Henkin en presencia de los hijos de la pareja, luego se indignaba al ver a los judíos “contaminar” con sus “sucios pies” la Explanada de las Mezquitas y, finalmente, en cambio, decretaba “pura”, en esa misma declaración, “cada gota de sangre” de “cada shahid [mártir]” caído por Jerusalén.

La Intifada de los cuchillosInsoportable y, sobre todo, inadmisible, parece el sonsonete análogo sobre la “desesperanza social y política” que explica, o incluso excusa, esos actos criminales, cuando todo lo que sabemos de los nuevos terroristas, de sus móviles y, a menudo, una vez cometido el acto y muerto el homicida, del orgullo de sus allegados al transmutar el crimen en martirio y la infamia en sacrificio, está mucho más cerca, por desgracia, del retrato robot del yihadista que ayer partía a inmolarse en Cachemira y hoy lo hace en Siria o en Irak.

No está claro, por tanto, que la palabra “Intifada” sea la más apropiada para designar algo que recuerda más al enésimo episodio de esa yihad mundial que tiene uno de sus escenarios en Israel, pero que solamente es eso, uno de sus escenarios.

No está claro que los doctos análisis sobre la ocupación, la colonización y la intransigencia de Netanyahu expliquen todavía gran cosa de una oleada de violencia que cuenta entre sus blancos prioritarios con los judíos con aladares; es decir, con los judíos más ostensiblemente judíos; es decir, con aquellos que sus asesinos deben tener, o eso supongo, por la encarnación misma del judío y que, dicho sea de paso, en realidad, a veces se mantienen, ellos mismos, lo más apartados que pueden del Estado de Israel, cuando no se sitúan en una posición de abierta ruptura con él.

No está claro tampoco que la misma cuestión del Estado, la de los dos Estados y, por tanto, la del reparto negociado de la tierra, que para los moderados de ambos bandos es la única cuestión posible, tenga nada que ver con este recrudecimiento de la violencia en el que la política deja paso al fanatismo, incluso al complotismo, y en el que alguien decide apuñalar a un transeúnte, a cualquier transeúnte, a ciegas, sobre la base de un vago rumor, según el cual se habría urdido un plan secreto para prohibir para siempre el acceso al tercero de los lugares sagrados del islam.

No está claro, en otros términos, que la causa palestina vaya a ganar algo con esta radicalización de la situación. Muy al contrario, lo seguro, lo absolutamente seguro, es que tiene mucho que perder; que van a ser las mentalidades más sensatas que aún alberga en su seno las que acaben siendo laminadas por este estallido de violencia; y que los últimos partidarios del acuerdo serán los que, junto con lo que resta del bando de la paz en Israel, paguen un alto precio por las imprecaciones irresponsables de los imanes de Rafah y Jan Yunis.

Inadmisible hay que considerar también la fórmula “ciclo de actos violentos” o “espiral de represalias” que, al equiparar a los kamikazes con sus víctimas, fomentan la confusión. Tales fórmulas no son sino una incitación a volver a empezar.

Insoportable es, por la misma razón, la retórica del “llamamiento a la moderación”, o la invitación a no “soliviantar las calles”, que invierte, ella también, el orden de las causas y hace como si el militar o el civil en situación de legítima defensa tuviesen las mismas culpas que aquel que ha decidido morir después de sembrar el máximo terror posible a su alrededor.

Extrañas suenan, en efecto, esas indignaciones forzadas de las que uno no puede evitar pensar que probablemente serían más firmes si fuera en las calles de Washington, París o Londres donde se asesina al primero que pasa o se lanzan coches-arietes contra las paradas de autobús.

Más que extraña, inquietante, se percibe la diferencia de tono entre esas reacciones y la emoción mundial, la solidaridad internacional sin fisuras ni matices, suscitadas el 22 de mayo de 2013 por la muerte de un militar en Londres, asesinado en plena calle también con arma blanca y según un guion no muy diferente al que está operando ahora en Jerusalén y Tel Aviv.

Insoportable resuena, de nuevo, el hecho de que la mayor parte de los grandes medios de comunicación no dediquen a esas familias israelíes que hoy guardan luto ni una décima parte del interés que dedican a las familias palestinas.

E insoportable, finalmente, se percibe la pequeña mitología que se está generando alrededor de esta historia de puñales: ¿el arma del pobre?, ¿solamente?, ¿la que se utiliza porque está ahí, a mano, cuando no hay ninguna más? Cuando veo esos cuchillos pienso en la hoja de la ejecución de Daniel Pearl; pienso en las hojas de las decapitaciones de Hervé Gourdel, James Foley o David Haines. Pienso que, decididamente, los vídeos del Estado Islámico han hecho escuela y que nos encontramos en el umbral de una barbarie que hay que denunciar incondicionalmente, si no queremos que exporte sus procedimientos por todas partes. Y digo bien: por todas.

Bernard-Henri Lévy es filósofo. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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