La intolerancia de los perseguidos

Una de las experiencias más amargas de una persona es comenzar el camino de la vida de la mano de un padre maltratador, una mano que no sujeta, sino que empuja; que no acaricia, sino que pega. Recuerdo una noche larga, cuando ya el alcohol bajaba su presencia por dentro y comenzaba por fuera a subir el sol, una de esas confidencias terribles, inesperadas, que te ponen de repente delante de un drama monstruoso. Y hay un arquetipo que no tiene mucho que ver con el padre borracho o insensible y, por tanto, brutal, y que más bien describe a una persona inteligente, seductor en las relaciones sociales, incluso encantador si se lo proponía con sus hijos, hasta que llegaba el golpe, el grito y el desprecio verbal.

Según saben los psicólogos, cuando se tropiezan con el caso de un padre maltratador, es probable que en la infancia ese padre recibiera malos tratos o presenciara que era su madre la que los recibía. No es que se herede como la propensión al cáncer, pero hay una tendencia subyacente a imitar los comportamientos que se han visto y se han sufrido.

Puede parecer raro que un niño perseguido por el maltrato, tras hacerse adulto, el horror experimentado, en lugar de vacunarle, le incite al plagio.

La intolerancia de los perseguidosSin embargo, esa es la manera común de reaccionar de los colectivos, de tal manera que los mejores perseguidores son los que han sido perseguidos, y no hay intolerante más perfecto que aquél que fue víctima de la intolerancia.

Lutero fue excomulgado por la Iglesia Católica, a la que acusaba de autoritaria, pero cuando se desatan las Guerras Campesinas escribe: «No se debe entrar en disputa con los herejes, sino que deben ser condenados sin oírlos y hacerles perecer en el fuego. El fiel debería perseguir la maldad a sus raíces y bañar sus cadenas en la sangre de los obispos católicos, y del Papa, quien es el diablo en disfraz»…

No está mal, para alguien que se queja de la intolerancia.

Puede aducirse que esas son cosas del siglo XVI, ya se sabe, lo civilizados que somos ahora, y lo tolerantes que son las sociedades modernas. Volvamos al siglo XX y XXI, y contemplemos a judíos y palestinos. Los palestinos, que se presentan como los buenos de la película, los perseguidos, las víctimas, han apadrinado un movimiento terrorista cruel y sangriento. Los judíos, que sufrieron el Holocausto y el intento más bárbaro de genocidio, en algunas ocasiones, parece que imitan la falta de misericordia que se tuvo con ellos, porque esta no es una historia de buenos y malos, de blancos y negros, sino un conflicto en el que el intolerado de esta mañana pasa rápidamente a ser el intolerante de la tarde.

Cuando los musulmanes se encuentran en países donde la comunidad cristiana es mayoritaria, piden tolerancia para sus creencias, pero cuando los cristianos residen en estados de mayoría musulmana no encuentran grandes simpatías a su alrededor, y no quiero referirme al yihadismo, porque esos no son musulmanes, sino asesinos.

La Europa Cristiana, que viene de la batalla de Lepanto, ha evolucionado hacia estados aconfesionales, y se puede decir que es uno de los lugares donde mayor tolerancia se vive y se respira. Durante cientos de años en esta Europa hoy tolerante se persiguió, se quemó y se ahorcó a todo ateo que se descubriera, y los verdugos solían ser católicos, protestantes, calvinistas o anglicanos, pero eran verdugos.

Ahora que el ateísmo no es perseguido, se admite, y no se discute, empieza a notarse que a los agnósticos les parece poco lo de aconfesional, y quieren que las sociedades sean laicas. Como mis perras.

No sólo eso, sino que comienza a imponerse la tolerancia general con las críticas a la religión, a sus creyentes, pastores y sacerdotes, mientras se percibe una cierta intolerancia si se critican algunas exageraciones del laicismo. Hace años que no he escuchado a una persona pública o conocida declarar que es católico practicante, mientras que la exhibición del agnosticismo, o las pullas a quienes siguen alguna fe, son recibidas con bastante complacencia. He dicho alguna fe, pero las pullas, las bromas, las críticas se refieren sólo a la fe cristiana, porque a ningún ateo, a ningún agnóstico, se le ocurrirá tomar a broma a Mahoma o a Alá.

Hay otro colectivo que ha recibido persecución y burla hasta hace muy poco, y que todavía sufre ataques, incluso físicos. Los homosexuales fueron tratados en la Dictadura con la Ley de Vagos y Maleantes, de una manera atroz. Mi proximidad al mundo del teatro, en el que me he movido como autor de libretos y obras, me ha permitido conocer a muchas personas que se refugiaron en una actividad mucho más permisiva y tolerante, donde no se sentían discriminados.

Bueno, pues a medida que la situación se normaliza comienzo a notar que los antiguos perseguidos consideran cualquier alusión, cualquier crítica, cualquier comentario, incluso cualquier torpeza, como un furibundo ataque, y el perseguido se convierte en perseguidor, de la misma manera que el converso se enfrenta con ardor a sus antiguos compañeros de agnosticismo..

Las mujeres, que han sido un colectivo muy discriminado, y que con las sufragistas del siglo XIX comenzaron una carrera, por fortuna, sin abandonar, han ido escalando cotas de igualdad, sin que se pueda decir que hayan llegado a la meta. Pues bien, como hagas un leve comentario en el sentido de que la discriminación positiva puede quedarse simplemente en discriminación, enseguida sientes en el cogote el aliento de las feministas, dispuestas a colocarte la etiqueta de machismo. Recuerdo a mi mujer y sus amigas, abanderando una manifestación en una piscina para poder llevar bikini en las zonas comunes. Como la revuelta tuvo lugar en Zaragoza, Antonio Mingote publicó un chiste mudo en ABC, donde se veía a Agustina de Aragón, disparando el cañón, ataviada con un bikini.

Me apasionan las luchas por la libertad. Y simpatizo con las rebeldías de hoy, que podrán ser la normalidad de mañana. Conozco bien la Dictadura, porque viví treinta años de mi vida bajo sus reglas. Por eso, no me gusta la intolerancia. De ningún lado. Y, por eso, por experiencia, advierto los tics totalitarios que comienzan con las pequeñas cosas. No quiero volver a tener que autocensurarme para sopesar si lo que voy a escribir es o no políticamente correcto. Y quiero una sociedad abierta, sin sectarismos, y sin tener que pagar cuentas del pasado. Si los catalanohablantes fueron perseguidos por hablar en su idioma –y es cierto, y lo he presenciado– no es justo que ahora ellos se conviertan en intolerantes de los que quieren que sus hijos hablen en castellano. Quiero vivir sin la dictadura de lo políticamente correcto y hablar y escribir con libertad. Y, si en una larga noche, de madrugada, alguien me cuenta su drama infantil, las escenas terribles de una infancia robada, le daré un abrazo, pero estaré frente a él si de víctima pretende redimirse pasando a ser verdugo.

Luis del Val, escritor.

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