La intoxicación verde

¿Se han fijado en que ya no es posible comprar un paquete de fideos o una lata de guisantes sin encontrar en sus etiquetas una colección de promesas ecológicamente correctas? No modificado genéticamente, orgánico, de cultivo ecológico, sin gluten, desarrollo sostenible. Productores y consumidores se inclinan, sin ser conscientes de ello, ante este nuevo ídolo en que se ha convertido la naturaleza. Ahora bien, la naturaleza en sí misma no existe: es «natural» solo porque el hombre así la ha nombrado y así lo ha decretado. Además, si el hombre no explotara la naturaleza, no habría humanidad. La verdad es que cuanto más explotamos la naturaleza, mejor está la humanidad. Hace cuarenta años, cientos de millones de nosotros moríamos literalmente de hambre.

En cuarenta años, la población de la Tierra se ha duplicado, mientras que la producción agrícola se ha triplicado, lo que ha hecho que desaparezcan las hambrunas masivas; un triunfo de la agricultura científica sobre la naturaleza ingrata. Los tan difamados organismos modificados genéticamente (OMG), junto a la hibridación y el riego, han permitido este milagro de la inteligencia. A esto hay que añadir el comercio internacional, ese horror capitalista, que lleva los alimentos del productor al consumidor, hazaña logística que el Covid-19, afortunadamente, no ha interrumpido. Tengan en cuenta que el 80% de las calorías que consumimos en los países desarrollados provienen de otros lugares, de otra provincia o de otro país.

Si se llevaran a la práctica las discusiones y los intentos, apoyados por la Comisión Europea, de producir y comer localmente, las únicas consecuencias serían que nos moriríamos de hambre, que se reducirían los recursos económicos de los países productores más pobres y que aumentarían considerablemente los precios al consumidor; los productos orgánicos locales son para los ricos, no para las masas. Y volviendo a las menciones cuasirreligiosas ya citadas tal y como aparecen en las etiquetas, conviene señalar que, por lo general, no tienen sentido: los términos ecológico y orgánico, por ejemplo, son falsos, porque ningún productor en el mundo podría prescindir, en uno u otro momento, de un ingrediente industrial, aunque solo fuera la manguera de plástico con la que riega sus tomates. Además, lo exclusivamente orgánico puede ser peligroso para la salud: los fertilizantes químicos, mejor controlados aún que nuestros medicamentos por las autoridades sanitarias, no tienen riesgo, mientras que los abonos naturales provocaban, antes y ahora, intoxicaciones mortales. ¿Sin gluten? Una de cada millón de personas es alérgica al gluten y lo sabe; para todas los demás, el gluten es saludable y, sin gluten, no hay pan. ¿Los OMG? En la producción masiva, solo existen para el maíz y la soja; escribir que una sardina no contiene OMG es tan absurdo como prometer pan sin gluten. Además, los OMG son productos naturales, genes existentes y recombinados, una forma de hibridación que de ninguna manera afecta a nuestro consumo final.

Se me objetará que al industrializar la agricultura sacrificamos la naturaleza. Este es un discurso místico que sitúa a la naturaleza por encima del hombre, como en los cultos paganos. También es un discurso falaz, porque hoy utilizamos cada vez menos agua y cada vez menos tierra de cultivo para producir más, gracias a la innovación científica en la agricultura. La misma observación vale para los bosques que, si se explotan racionalmente, sustituyendo sobre la marcha los árboles más viejos, mantienen una superficie constante; a pesar de la deforestación del Amazonas e Indonesia, a escala mundial la superficie boscosa está aumentando, especialmente en Europa.

La mitología verde pasa de lo global a lo local. En Francia, donde acaban de ser elegidos algunos alcaldes ecológicos (en Burdeos, Lyon y Grenoble), estos se han comprometido a transformar los patios de las escuelas en huertos para acercar a los niños a la santa naturaleza, pero también -esto va de la mano- para borrar la distinción entre sexos. En efecto, parece que los patios de cemento favorecen el fútbol, un deporte esencialmente masculino, lo que margina a las niñas durante el recreo. El lema de estos ambientalistas es a la vez reverdecer y «desgenerar» la educación. Podríamos reírnos de ello o al menos nos gustaría discutirlo, pero ambas cosas están prohibidas, porque, con los nuevos sumos sacerdotes de la religión verde, no se pueden debatir racionalmente los dogmas. Lo más sobrecogedor de esta religión es, además de su pretensión científica infundada, la abúlica sumisión de los políticos.

En su primer discurso sobre el estado de la Unión Europea, la presidenta de la Comisión de Bruselas hizo de la protección de la biodiversidad una prioridad. Tuvo buen cuidado de no definir lo que entendía con este término fascinante, por miedo a meterse en camisa de once varas. ¿Incluye la presidenta a los virus y los pangolines, que son de lo más natural? Creía que la pandemia de Covid-19, el futuro desempleo masivo, las desigualdades educativas y nuestra seguridad colectiva deberían tener prioridad sobre la biodiversidad. Pero sin duda soy un hereje y si los ecologistas ejercieran el poder sin control, adiós a mi libertad. Porque los ecologistas de hoy son los marxistas de ayer, a la conquista de las mentes antes -esperan- de conquistar el poder.

Guy Sorman

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