La invasión de los aislacionistas

Por Francis Fukuyama, profesor de Economía Política Internacional en la School of Advanced International Studies de la Universidad de Johns Hopkins, y es director de la nueva revista The American Interest (EL MUNDO, 01/09/05):

Transcurridos casi cuatro años desde el 11 de Septiembre de 2001, una forma de organizar la revisión de lo que ha sucedido en la política exterior estadounidense desde aquel día terrible sería plantear una pregunta: ¿hasta qué punto esa política exterior brotó de la tradición política y de la cultura norteamericana, y hasta qué punto ha surgido de las particularidades de este presidente y de esta Administración?

Es una tentación ver cierta continuidad entre el carácter y la tradición de la política exterior de Estados Unidos y la respuesta de la Administración de Bush al 11-S, y muchos lo han hecho.Siempre nos hemos inclinado a utilizar la fuerza de manera unilateral al sentirnos bajo coacción; y también en estas ocasiones hemos hecho declaraciones en un tono sumamente idealista. No obstante, ni la cultura política estadounidense ni ninguna presión o limitación interna subyacente han determinado las decisiones clave de la política exterior de Estados Unidos desde el 11-S.

Inmediatamente después de los ataques del 11 de Septiembre, los estadounidenses le habrían permitido al presidente Bush que los guiará en cualquier dirección, y el país estaba dispuesto a aceptar riesgos y sacrificios considerables. La Administración de Bush no pidió sacrificios al estadounidense medio, pero tras la rápida caída del régimen talibán apostó fuerte y procedió a solucionar un antiguo problema sólo tangencialmente relacionado con la amenaza de Al Qaeda: Irak. Con ello, Bush despilfarró el abrumador mandato que había obtenido de la sociedad estadounidense tras el 11 de Septiembre. Al mismo tiempo, provocó el distanciamiento de sus aliados más cercanos, muchos de los cuales se han dedicado desde entonces a equilibrar con suavidad la influencia de Estados Unidos y han fomentado el antiamericanismo en Oriente Próximo.

La Administración de Bush pudo haber optado por la creación de una verdadera alianza de democracias para luchar contra las corrientes de intolerancia que surgían de Oriente Próximo. Pudo haber endurecido las sanciones económicas y asegurado el regreso de los inspectores de armas a Irak sin tener que ir a la guerra. Pudo haber intentado crear un nuevo régimen internacional para combatir la proliferación.Todas estas vías se habrían ajustado a la tradición de la política exterior de Estados Unidos. Pero Bush y su Administración no tuvieron reparos en hacer otras cosas.

Las decisiones políticas de la Administración no se han visto más limitadas por intereses políticos internos que por la cultura de la política exterior estadounidense. Se ha dado mucha importancia al surgimiento de un Estados Unidos «en estado de máxima alerta», que supuestamente constituye la base de la política exterior unilateral de Bush, así como al gran número de conservadores cristianos que supuestamente moldean la agenda internacional del presidente. Pero se ha exagerado mucho el alcance y la relevancia de estos fenómenos.

Tanta atención se ha prestado a estos falsos factores determinantes de la política de la Administración, que apenas se ha comprendido una dinámica política diferente. Dentro del Partido Republicano, la Administración de Bush obtuvo apoyos para la Guerra de Irak de los neoconservadores (que carecen de base política propia aunque proporcionan una considerable potencia de fuego intelectual) y de lo que Walter Russell llama la «América jacksoniana», los nacionalistas americanos cuyo instinto les conduce a un aislacionismo beligerante.

El azar amplió esta insólita alianza. El hecho de que no se hallaran armas de destrucción masiva ni se lograra probar la existencia de relaciones relevantes entre Sadam Husein y Al Qaeda hizo que el presidente, durante el discurso inaugural de su segundo mandato, justificara la guerra en términos exclusivamente neoconservadores; es decir, como parte de una política exterior idealista orientada a la transformación política del gran Oriente Próximo. La base jacksoniana del presidente, que proporciona el grueso de las tropas que están presentando servicios y muriendo en Irak, no tiene ninguna afinidad natural con esta política, pero no va a abandonar al comandante en jefe en medio de una guerra, particularmente si hay esperanzas claras de éxito.

Esta coalición es frágil, sin embargo, y vulnerable a los imprevistos.Si los jacksonianos comienzan a considerar que la guerra no puede ganarse o que ha sido un fracaso, en el futuro habrá poco apoyo para una política exterior expansiva centrada en la promoción de la democracia. Esto a su vez podría influir en las primarias presidenciales del Partido Republicano en 2008 y probablemente afectar el futuro de la política exterior estadounidense en su conjunto.

¿Estamos fracasando en Irak? Aún no está claro. Estados Unidos puede controlar la situación militarmente durante el tiempo que decida desplegar un gran número de efectivos en el país, pero nuestra disposición a mantener los niveles de personal necesarios para aguantar hasta el final es limitada. Nuestro ejército de voluntarios nunca fue pensado para combatir una insurgencia prolongada, y tanto el Ejército de Tierra como la Infantería de Marina tienen problemas de moral y de personal. Aunque el apoyo social para permanecer en Irak se mantiene estable, es probable que importantes necesidades operativas obliguen a la Administración a reducir las fuerzas en el plazo de un año.

Ante la incapacidad de garantizar el apoyo de los suníes a la Constitución y las divisiones internas de la comunidad chií, parece cada vez menos probable que se establezca un Gobierno iraquí fuerte y cohesionado a corto plazo. De hecho, ahora el problema será impedir que los electores iraquíes recurran a sus propias milicias en lugar de al Gobierno en busca de protección.Si Estados Unidos se retira prematuramente, Irak quedará sumido en un caos aún mayor. Esto desencadenaría una serie de acontecimientos lamentables que dañarían aún más la credibilidad norteamericana en todo el mundo y obligaría a Estados Unidos a continuar preocupándose de Oriente Próximo en detrimento de otras regiones importantes -como Asia, por ejemplo-, durante muchos años.

No sabemos a qué consecuencias deberemos hacer frente en Irak.Pero sí sabemos que cuatro años después del 11-S, la grandeza o la caída de toda nuestra política exterior parece depender del resultado de una guerra sólo marginalmente relacionada con la procedencia de lo que nos ocurrió aquel día. Nada de esto era inevitable. Todo ello ha sido lamentable.