La invasión del amarillo

Edificio de dos pisos. En los balcones del superior, una gran bandera española y una 'senyera'. En los de debajo, un par de metros de tela amarilla, varias 'estelades' y un montón de lazos amarillos abrazando cada barrote. También el cuello del enanito de jardín que custodia una de las esquinas está engalanado de amarillo. Basta con observar un minuto los dos balcones para imaginar la batalla cromática que existe entre los dos vecinos.

Primero llegaron las 'estelades'. Después se sumaron las banderas españolas como reacción. Ahora, una silente pero contumaz invasión amarilla puebla los edificios, las aceras y los más variados rincones del mobiliario urbano. La calle siempre ha sido objeto de la reivindicación política. La Transición pobló los muros de carteles y pintadas. Aquel desorden de papel medía la temperatura de las ansias de libertad. También sus formas: caóticas, espontáneas, instintivas.

La expresión de la calle como forma de reivindicación es inherente a la democracia. El 'procés' la ha utilizado profusamente. Desde las masivas manifestaciones de la Diada, perfectamente orquestadas buscando un gran impacto visual, hasta acciones sonoras como las caceroladas. El objetivo de mostrar el carácter masivo del anhelo independentista ha sido cumplido con creces. Tanto que las urnas, con ese empecinado 47% de votos a favor de partidos secesionistas, parecen contradecir esa ilusión de mayoría aplastante.

Hoy, la expresión de la reivindicación independentista se centra en los lazos amarillos y, por extensión, en cualquier elemento de dicho color. El significado que se le da es inequívoco: "libertad presos políticos". Su manifestación irrumpe los perfiles en las redes sociales, las prendas de vestir, los balcones y un sinfín de elementos públicos. Las calzadas, los árboles, las farolas, las barandas… cualquier soporte es bueno para el clamor.

La persistencia de muchos libra una pacífica batalla con las brigadas de limpieza de algunos municipios. En vista de los resultados, puede asegurarse que van ganando los primeros. La pugna no siempre es tan pacífica con otros ciudadanos que no aceptan la invasión del amarillo y tratan de detenerla por sus propios medios. Los altercados, aunque mínimos y básicamente reducidos al terreno verbal, delatan unas corrientes subyacentes de incomodidad.

No todos los que no adoptan el lazo amarillo son adeptos al PP ni comparten su cobarde y aviesa estrategia de judicializar la política. Los motivos para no ceder al amarillo pueden ser muchos y muy variados. Desde los que rechazan el camino emprendido por los líderes del 'procés' y el callejón sin salida a donde nos han conducido, hasta los que no aceptan que sean presos políticos, término que tampoco aceptan organizaciones tan poco sospechosas de estar alineadas con el PP como Amnistía Internacional o la Asociación Catalana de Expresos Políticos del Franquismo.

Cuixart, Sànchez, Forn o Junqueras quizá están injustamente en prisión, pero eso no les convierte en presos políticos. Esa calificación banaliza la dictadura franquista, los condenados a muerte, los torturados y los miles de presos que llenaban las cárceles solo por escribir panfletos u organizar manifestaciones. Del mismo modo que se frivoliza la quiebra de la ley que se reiteró en y desde el Parlament, presuponiendo que las acciones de los independentistas eran inmunes a la legalidad. Que es lo mismo que considerarse una clase superior a la del resto de los ciudadanos.

Los motivos para negarse a lucir el lazo amarillo son tan válidos y respetables como los que llevan a adoptarlo como símbolo de una injusta deriva autoritaria del Gobierno del PP y de una independencia judicial que no es impoluta. En el ámbito personal es incuestionable la libertad para adoptarlo. La aceptación ya es más discutible cuando se trata del espacio público.

En realidad, el debate podría llevarse un poco más allá y extenderse a la proliferación de 'estelades' en plazas o espacios públicos auspiciada o, como mínimo, tolerada por gobiernos municipales. ¿Libertad de expresión o imposición ideológica de la autoridad política?

La percepción que suponen unos símbolos de inevitable sesgo ideológico no es inocua para quien la percibe. Alimenta la sensación de pertenencia a un grupo que, por la propagación de sus mensajes, se antoja mayoritario y aceptado. Es el pensamiento 'correcto'. Al mismo tiempo, se crea una sensación de indefensión en quien no comparte esos símbolos. Es una reiterada constatación de que su modo de pensar, su ideología, ni goza de predicamento ni es bien recibida por la mayoría. La calle 'no es suya'. De modo casi inconsciente, la reivindicación de unos es vista como una agresión, como un tipo de coacción para otros.

Al fin, más allá de la evidente e irrenunciable libertad de expresión, también se trata de un caso de empatía política. Ante la duda, basta con imaginar cómo serían percibidos los símbolos contrarios para decidir los límites de los propios.

Emma Riverola, escritora.

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