La invasión vertical de los bárbaros

Ha sido un enorme y estúpido alivio para algunos, entre los que me encuentro, ver el vídeo de la ministra finlandesa Sanna Marin. Es posible ubicarla como ministra del Gobierno de España sin hacer el menor esfuerzo de imaginación. Es más, el esfuerzo es necesario para no hacerlo. Ahí es donde se ve que Europa existe. En otros tiempos, Europa se manifestaba en su filosofía, en su ciencia o en sus clásicos.

Hoy la filosofía ha sido borrada del currículum y lo que lleva su nombre en una empanadilla hecha de psicologismo barato y autoayuda que da pavor. Los inapelables principios de la ciencia, que son los de la lógica, vienen de ser cancelados en función del estado de ánimo de cada cual y los clásicos no duran más que una serie de Neflix.

Luego, para completar el vodevil, aparece el Partido de los Finlandeses, como si Sanna Marin no lo fuera, y dice (exige) que ella debe someterse a un test voluntario de detección de drogas. Dejemos a un lado la imposibilidad semántica de que pueda ser voluntario para alguien el someterse a un test porque otro se lo exige. No hay que arredrarse ante estas pequeñas dificultades con el razonamiento porque la lógica está en suspensión de pagos desde hace mucho.

Vamos a lo mollar. ¿Qué importancia tendrá ante este despliegue desacomplejado de adolescentitis en edad próxima a la menopausia que esta dama se drogue o no? Quizás no le vendría mal un contacto provechoso con la sabia sustancia de Hofmann o un tránsito por Eleusis, donde quizás le hubieran enseñado la realidad inapelable del tiempo. Este es un aprendizaje formidable que mejora mucho la adolescentitis aguda, condición (no la llamaré enfermedad) común hoy desde Gibraltar a Cabo Norte. Literalmente. Y transversal también en cuanto a la clase social, porque se manifiesta desde lo más bajo a lo más alto.

¿Un test de drogas? Pero, hombre, por todos los dioses del Olimpo y los que habitan en las variadas regiones del Topos Uranos... Abruma pensar cómo andan las neuronas del populismo nacionalista en el país norteño, entre nuestros idealizados escandinavos.

Esto no es un problema de drogas, es una cuestión de estética, o sea de algo mucho más grave e infinitamente más profundo. Creo que fue Fernando de los Ríos el que dijo que el camino más corto para llegar a la ética es la estética. Hagámosle caso. La que aquí se presenta es la manifestación de un cambio generacional que es, en realidad, un salto cuántico en los fundamentos de nuestra civilización.

El espectáculo de esta invasión vertical de los bárbaros, como decía Walter Rathenau, solo resulta insoportable o ridículo para las últimas generaciones de adultos de la Europa occidental o, para ser más precisos, de Occidente. Pero ese adulto lector o lector adulto (tanto monta) es ya un módulo humano, una fenomenología del espíritu, que está en franco retroceso en mi generación y que comienza a ser una rareza en los que tienen 20 años menos. Y esto es así en todos los rincones de la cristiandad occidental. No vamos a ocuparnos aquí de cuál es la situación en las regiones de la cristiandad oriental y en los predios de las iglesias que grosso modo llamamos ortodoxas.

En 2006, Alessandro Baricco publicó en La Repubblica una serie de artículos que luego se editaron en forma de libro con el título Los bárbaros. Ensayos sobre la mutación. Baricco reconoce que se le considera un socialdemócrata buenista. Quiere esto decir que no afronta la barbarie desde posiciones ideológicas conservadoras. Usamos estos términos por seguir el esquema imperante, por absurdo e inane que sea. Pero hay una lealtad mayor que la de la ideología y esa es la de la propia generación.

En esto, como en tantas cosas, soy orteguiana. Baricco tiene 64 años. Cuando publicó estos artículos tenía 46 años, pero por muy progre que se quiera ser, es casi imposible para alguien que ha nacido en los 50 encajar con elegancia un vídeo de las características del arriba mentado. El reality show, la confusión entre la vida personal y el espectáculo, entre lo privado y lo público, es algo propio de esos seres con branquias a los que el propio Baricco considera mutantes. Y lo son, pero claro, hay que especificar con respecto a qué se produce la mutación, y aquí tenemos una buena cantidad de senderos para recorrer, desde el analfabetismo funcional a los ritos funerarios, pasando por la alimentación. Más que senderos son autopistas, tan ancho es el cambio y tan veloz.

No hay nada que criticar ni que lamentar. La vida es lo que permanece cambiando. Solo nosotros, las últimas generaciones de adultos lectores, sentimos una íntima zozobra y algo parecido al bochorno, al deseo casi invencible de mirar para otro lado. Pero esto es un problema nuestro y solo nuestro, de los últimos que alimentaron su crecimiento con tinta y no con las actuales pantallas.

La tinta deja una huella que tarda mucho en desaparecer y que genera una conciencia del tiempo que es imposible de acallar por más que el presente se vuelta gritón e histérico. De su acumulación nació el homo historicus, que llegó en el siglo XX a su máxima expresión. La conciencia de la enorme espesura de la Historia humana generó filosofía e inspiró a Bergson y a Ortega, por señalar a algunos de los nombres más insignes.

El tiempo se ensanchó y acopló en el saber la presencia de civilizaciones y culturas muy lejanas que vinieron a enriquecer el conocimiento que tenemos de nosotros mismos, porque el ser humano solo aprende de los de su propia especie, si tiene el suficiente interés y algo de humildad. La sofisticación que esto exige promueve la flexibilidad y previene el dogmatismo pues la noción de tiempo extenso (no un ahora y un todo lo demás) es una construcción muy trabajosa para las neuronas y en modo alguno un producto de la naturaleza.

La tarifa plana en lo que al tiempo se refiere ha llevado no solo al achatamiento de la Historia, convertida en un cajón de sastre donde ir a buscar objetos de aborrecible memoria y condenación, sino también al nacimiento de un humano que ignora no solo el tiempo que le precedió y le seguirá, sino también el que discurre en su propia vida. Esta tarifa plana, ideal para una sociedad de big data y consumidores masivos sin edad, ha igualado las distintas etapas de la existencia y ya no extrañan los comportamientos infantiles en la madurez ni los adolescentes que peinan canas.

La vestimenta lo señala cada día. El aspecto juvenil es el único aceptable. De ahí, nuestra ministra. Mentira parece que hace muy poco, todavía a comienzos del siglo XX, los jóvenes salieran a la calle adornados con un bastón que en modo alguno necesitaban. Lo hacían para no ser imbéciles, que eso es lo que la palabra significa por su etimología: el que no tiene báculo. Se entendía que el tiempo traía con él conocimiento y, por lo tanto, los símbolos de la edad lo eran también de sabiduría. Pero esto, ahora mismo, parece algo que sucediera en otro planeta y seguramente así es.

Esta extrañeza hacia todo lo que no es como yo y mi circunstancia inmediata no es una buena noticia para el adulto lector. La adolescencia, no por ser perpetua, deja de ser cruel e intransigente. Está llena de exigencias y desconoce la gratitud. No admite la discrepancia sin ofensa. Y sí, como escribe Alessandro Baricco, tenemos la inminente sensación de un apocalipsis. Pero es el apocalipsis de los que son como nosotros. Nada más.

Ha sido una trabajosísima arquitectura de generaciones trabadas la que nos ha traído hasta aquí. Como dejó escrito Bernardo de Chartres en el siglo XII, somos enanos subidos a hombros de gigantes.

Las nuevas generaciones ya no se suben a los hombros de las anteriores para ver más lejos. Si alguna atención les prestan es para cancelarlas alegremente. Más bien prefieren surfear por las superficies brillantes de su realidad de seres inmortales pero efímeros. No saben dónde está Eleusis ni lo que significa, y si lo supieran, les aburriría muchísimo y lo olvidarían de inmediato.

María Elvira Roca Barea es profesora, ensayista y autora de, entre otros, Imperiofobia y leyenda negra (Siruela) y Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días (Espasa).

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