La invención de Adolfo Suárez (2)

Sin exageración alguna. Adolfo Suárez no figura en la vida política española hasta la tarde del 8 de diciembre de 1975. Es verdad que había sido muchas cosas, porque la cucaña del poder resulta larga y complicada. Gobernador civil de Segovia, perdónenme, apenas es nada. Lo único importante que le sucede a Suárez en Segovia es toparse con un constructor criminal apellidado Gil y Gil, a quien se le cae un edificio en Los Ángeles de San Rafael, dejando una estela de 52 muertos y 300 heridos, y al que sacará de la cárcel Franco y sus ministros con un indulto. (Ya ven que esas prácticas de exonerar a los asesinos viene de lejos). Su etapa como director de RTVE no se diferencia en casi nada a la de sus antecesores y sucesores, fuera de una mayor habilidad para buscar colaboradores y cómplices.

La primera vez que tiene al alcance de la mano empezar a ser alguien en la política del régimen, resulta que se le muere en accidente su protector, el opusdeista ministro Herrero Tejedor. Si conociéramos un poco más el franquismo por dentro sabríamos que Adolfos había tropecientos, y mejor colocados que él en el difícil ascenso. ¿Que era el mejor haciendo la pelota al Caudillo, a los Príncipes, a Carrero Blanco, a Arias, a Torcuato, al Opus Dei, al ejército y a quien se le pusiera delante? Es un valor desdeñable tratándose de un tipo con menos currículo que un empleado de grandes almacenes. Solía decirlo en sus horas bajas: “lo mío siempre puede acabar en El Corte Inglés”.

Pero Torcuato Fernández Miranda, ese personaje ninguneado por todos los que le deben lo mucho o lo poco que son, ve en él su instrumento perfecto. Suárez sabía tanto derecho como un fontanero. Su licenciatura es un apaño que le consiguen sus amigos del Opus; entonces es ferviente servidor de la Obra. Suárez tendrá tantas etapas como personajes le necesiten. Frente a esto Torcuato, digámoslo sin ofender, es un onanista del derecho político, jactancioso por lo que ha aprendido del nazi Carl Schmitt –residente en España desde su salida de los campos de reclusión norteamericanos de posguerra– y desde el reaccionarismo inequívoco de sus primeros años. Ahora es un conservador con pretensiones de moderado; entre Cánovas del Castillo y Donoso Cortés, que se odiaban, cosa que a Torcuato le daba una higa. Lo importante era encontrar un tipo dúctil y fiel, brillante, trabajador –la clase política del franquismo era en general indolente, como su amo– ¡y sin enemigos, porque nadie le daba importancia para tenerle por tal!

Por eso en la tarde de 8 de diciembre, apenas un par de semanas después del “Españoles, Franco… ha muerto”, visita el protagonista de la actuación y presidente del Gobierno, Arias Navarro, que los señoritos del entorno del joven Rey estaban convencidos que dimitiría, como si estuvieran viviendo una escena en el palacio de Westminster. ¡Hay que ser lelo para no entender algo tan obvio como que el Rey recién puesto le debía el cargo a Arias Navarro, que le había ganado la guerra, y no al revés! Se necesitaron muchos meses para hacérselo entender a ambos y que sólo cabía echarle con cajas destempladas, al estilo del Caudillo.

Cuando el presidente Arias negocia con Torcuato sabe que es otro que también ha ganado la guerra, que con toda seguridad no ha matado a tantos como el famoso Carnicerito de Málaga –cargo fiscal que dispuso Arias Navarro en 1937– porque Torcuato se ha jugado el bigote como voluntario, alférez provisional –”cadáver efectivo”, que se decía en la época– y que es un adversario correoso y difícil. Ese día de diciembre, creía que venía a condicionarle el nuevo gobierno tras la muerte del Generalísimo. Al fin y al cabo, afrontaba al presidente de las Cortes franquistas, y se queda perplejo porque a Torcuato todo le parece bien. Sólo al final le hace una sugerencia: le gustaría que ese joven, Adolfo Suárez, que preside la asociación más franquista de las existentes, la UDP –Unión del Pueblo Español– fuera el nuevo ministro del Movimiento Nacional. En cinco segundos las dificultades operativas –Arias ya tenía concedido el cargo a Pepe Solís– se eliminan ante la aparente tontuna de la propuesta. ¡Si es sólo eso, habrá pensado el jurista lerdo que era Arias, me adhiero!

Ahí empezó la invención de Adolfo Suárez. En diciembre de 1975. Ni Rey ni hostias; o Torcuato o nada. Y con este lema “o Torcuato o nada” funcionarán en los próximos meses tanto su Majestad como el avezado muchacho de Ávila cuya adulación hacia Torcuato alcanzaba la vergüenza ajena. Y así tras operaciones dignas de un tortuoso instrumentalizador del Derecho, como todo jurista que se precie, Torcuato logra que aquel rebaño de líderes del franquismo, auténticos becerros con ínfulas y beneficios suculentos, instrumentados por un chaval con desparpajo que aprende a una velocidad prodigiosa, y de oído, lograra neutralizar los restos del fantasma que nos había aterrorizado durante décadas. Inevitable citar el referéndum para la Reforma Política de diciembre de 1976, una manipulación de todo lo que había disponible: televisión, periódicos y hasta una oposición, hasta entonces llamada democrática, que se reducía a media docena de dirigentes capaces de matar a su madre –algunos ya eran huérfanos– y que empezaban a detectar la jugada, suculenta y con pocos riesgos. Podría durar hasta que se hicieran viejos.

En el verano de 1976 al fin Torcuato cumple lo que el Rey le ha pedido, conseguir que Adolfo Suárez figure en la terna de candidatos a presidente que designará su Majestad, una hazaña que algún día merecerá una película que emulará a la inolvidable Doce hombres sin piedad. Luego, la perplejidad de los que no estaban en el secreto, es decir, todos, aunque ahora parece que era muchos; no sobrepasaban la docena. La discreción es la garantía del éxito, una máxima que Torcuato siempre hizo suya y logró lo que se proponía; exactamente lo contrario de su otro alumno, menos aplicado, que fue El Rey, para quien la indiscreción constituye un vicio familiar que lleva a situaciones donde acaba perdiendo el control.

Pero la invención de Adolfo Suárez tenía los defectos de su maestro. No tenían ni zorra idea de cómo funcionaban los partidos –no conocían más que el franquismo–, desconocían el abecé de la economía –Torcuato apenas pasaba de la letra de cambio–, su visión de la política internacional apenas superaba el periodo de la autarquía. Y, sobre todo, ni Fernández Miranda ni el Rey habían calculado que ese Adolfo Suárez, cándido y disciplinado hasta la victoria del referéndum de la Reforma Política de diciembre de 1976, que a ellos les parecía una aventura arriesgada, consideraría esa victoria suya como lo contrario de las intenciones de sus promotores: pensaron que se iniciaría la retirada de esa marioneta eficacísima y se conformaría con medallas y oropeles.

Pero les dio a entrambos y por diferentes razones un descomunal corte de manga: asumió la audacia temeraria de crear un partido –la UCD, él que no había sido capaz sin ayudas de hacer su primer gobierno–, ganar elecciones una tras otra, porque los únicos que no sabían nada del entramado que le había llevado hasta allí y para quienes parecía uno de los suyos, le votaban. No tanto como él quería, pero mucho más de lo que hubiera sido imaginable. Eso sí, tuvo la habilidad de no desvelar hasta el final que iba a presentarse y que seguiría al mando.

El muñeco manejable que imaginaban desde el Rey hasta todos los que mandaban, Torcuatos, Fragas, Areilzas, partidos varios, banqueros, había aprendido tan rápidamente que se propuso darles una lección. Y se la dio ante la perplejidad de todos, porque lo que nadie había detectado hasta entonces es que no era el encanto, la capacidad de seducción, lo que le caracterizaba, sino su audacia, que pronto se fue achicando conforme iba conociendo lo que era un Estado. Pero ninguno de aquellos pájaros era capaz de acojonarle. Entonces empezó la verdadera muerte de Adolfo Suárez.

Gregorio Morán

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