La invención de Moncloa

Ocurrió durante la sesión parlamentaria en la que se discutía la prórroga del estado de alarma: el presidente del Gobierno, que había encomendado la defensa del decreto-ley a uno de sus ministros, hizo mutis por el foro cuando el líder de la oposición subió al estrado. ¡Ahí os quedáis! Este gesto, ostentoso y teatral, confirma que a Pedro Sánchez no le gusta acudir al Parlamento; mejor dirigirse a los ciudadanos a través de la televisión. Esta tendencia se ha explicado como una consecuencia de la debilidad de su Gobierno; también se ha dicho que un mal orador recelará siempre del lance parlamentario. Pero lo que cuenta es el efecto que produce. Y cuando se abandona una cámara que muchos ciudadanos han empezado a identificar con la sede de la cacofonía nacional, puede alimentarse un sentimiento antipolítico: el hombre fuerte aparece como el mejor modo de tomar decisiones cuando la clase discutidora no se pone de acuerdo. El vaciamiento del Parlamento sirve así para reforzar el estilo presidencialista que cultiva el dirigente socialista.

Pero esta maniobra solo es un hilo del que tirar a la hora de describir la estrategia del Gobierno, relacionada a su vez directamente con el estado de improductiva excitación que domina la vida política española. Moncloa ha hecho de la necesidad virtud, diseñando un plan orientado a maximizar la rentabilidad política de una cantidad modesta de escaños. Y lo ha hecho aprovechando las transformaciones experimentadas por la política en la era de la hipermediación. No en vano, este Gobierno hace menos política que comunicación: lo que quiere decir que hace política a través de la comunicación. ¡Y eso basta! Recuérdese que hace unos años cundía la sensación de que el centroderecha español gobernaría por mucho tiempo; el genio de Pedro Sánchez ha consistido en crear una nueva constelación política, aliando a la socialdemocracia con la izquierda populista y los nacionalismos periféricos. Se trata de un movimiento ganador: en vez de languidecer como socio júnior de una tediosa gran coalición a la española, su partido lidera el Ejecutivo. Naturalmente, hay que pagar un precio: se intensifica el trato privilegiado a los nacionalismos, se imposibilitan los grandes consensos, se estimula el crecimiento de la extrema derecha, disminuye la calidad de nuestra democracia, crece la desafección constitucional. Pero ya lo decía el Ángel Caído de John Milton: mejor reinar en el infierno que servir en el cielo.

Ahora bien, ¿qué forma adopta esa estrategia? Me parece útil recurrir a la figura del holograma: el Gobierno de coalición opera en la práctica como un proyector de imágenes en sesión continua. Y su tenor principal, que se repite como lo hacían las imágenes que veía el narrador de La invención de Morel, la magistral novela de Bioy Casares, es la división entre los defensores de la auténtica democracia y esa «derecha extrema» que la amenaza. Esto no es del todo nuevo: recordemos aquel «si tú no votas, ellos vuelven», auténtico dog whistle politics para españoles con que la malograda Carme Chacón arrasó en Cataluña en las elecciones generales de 2008. Pero lo que entonces era un lema de campaña es hoy un etiquetado incesante que se aplica a cualquier partido de la oposición, mientras cualquier formación que apoye incondicionalmente al Gobierno se convierte de inmediato en progresista.

Resulta por ello interesante constatar cómo la gramática elemental del populismo, ensayada por el primer Podemos a partir de las enseñanzas de Ernesto Laclau, es aquí objeto de un astuto reciclaje: ya que el antagonismo moral entre los de abajo y los de arriba no puede funcionar bien en una sociedad desarrollada que ha dejado atrás la crisis (aunque ahora estemos ya entrando en otra), la solución consiste en reformular la oposición clásica entre izquierda y derecha. Chapeau! Esto quiere decir que la izquierda «buena», que ahora incluye a populistas y nacionalistas, se enfrenta a una «derecha extrema» a la que pertenecen todos los demás; más aún, la izquierda representa a los «demócratas» y fuera de ella solo hay enemigos de la democracia. La distinción pertenece al terreno de la moral: así como el populismo se arroga la representación exclusiva del pueblo, el discurso del Gobierno reclama el monopolio de la legitimidad democrática. Más que la pugna entre proyectos políticos contrapuestos, la vida política española gira así alrededor del debate sobre la exclusión moral de una parte de sus actores. En lugar del «pluralismo razonable» de Rawls, se persigue un pluralismo constreñido donde unos tienen derecho natural a gobernar mientras otros apenas deberían existir.

En el marco de una campaña electoral permanente alimentada por la actividad incesante de las redes sociales, la recreación diaria del antagonismo entre izquierda y derecha adopta la forma de una emergencia moral animada por las noticias de última hora y alimentada por esa grandilocuencia moral que ha documentado por la psicología social. Internet ha hecho realidad las profecías de Baudrillard: la realidad se ha convertido en un espectáculo; la distinción entre lo verdadero y lo falso ha terminado por desvanecerse. ¡Cultura del simulacro! La esfera pública es más que nunca el «pseudo-entorno» al que ya se refería Walter Lippman hace un siglo: ante una realidad demasiado compleja, cada grupo echa mano de sus estereotipos para reafirmar sus creencias y renovar sus adhesiones emocionales. Es lo que David Roberts llama «epistemologías tribales», que no son sino relatos construidos a la medida de cada audiencia: interpretaciones hipertrofiadas, distorsiones históricas, omisiones interesadas. Se ha visto con las violentas protestas juveniles contra el estado de alarma: donde Vox veía la mano de los «inmigrantes ilegales», otros se lanzaron de inmediato a proclamar la autoría de la «extrema derecha cayetana». La coincidencia no es casual: si la agitación ha llevado a Podemos al Gobierno, ¿qué incentivos tienen otros para no practicarla?

No es de extrañar que la proyección del holograma se complemente con una variedad de métodos cuyo fin es idéntico: convertir en hegemónica, a la manera gramsciana, una determinada imagen de la realidad. Pensemos en eso que Daniel Boorstin llamaba «pseudo-eventos», organizados con la intención de impresionar al público a pesar de carecer de verdadero contenido: una reunión veraniega con los ministros o el regreso de una cumbre europea. Incluso cuando hay contenido, se persigue una espectacularidad pomposa que va del discurso interminable al pianista oficial. El mensaje es siempre el mismo: la denigración moral del adversario como representante de la «derecha extrema» y el cuestionamiento más o menos implícito del «régimen del 78». Abundan los elementos negativos: la identificación de los jueces con una resistencia reaccionaria al cambio social, una memoria democrática selectiva que no menciona a ETA, la idea de Madrid como aspiradora de recursos, el señalamiento de la monarquía como una institución ideológicamente connotada. Hay también elementos positivos de signo redentor: asoma ahí un Estado plurinacional, resiliente, digital y feminista que combate la presencia insidiosa del franquismo en la sociedad española contemporánea. Si es posible, el Gobierno hablará de la oposición más que de cualquier otra cosa.

Ni que decir tiene que la capacidad persuasiva del holograma depende de la credibilidad de su premisa: la descripción de la sociedad española como escenario de un conflicto existencial entre los defensores de la democracia y la derecha extrema que pretende destruirla. Se deduce de aquí que la estabilidad del Gobierno depende de la inestabilidad política del país: hay que mantener a toda costa una divisoria hipertrofiada que vacía el centro y concede una influencia exorbitante a partidos que quieren acabar con el orden constitucional. De ahí que, como ha apuntado Francisco Pascual en este periódico, Sánchez no pudiera quedarse en el Congreso si quería evitar que se visualizara el giro centrista escenificado por el líder popular en la moción de censura. Es una triste ironía que el genuino entendimiento entre nuestros partidos mayoritarios se antoje indispensable para mitigar los efectos de la pandemia; quien espere la formación de un Gobierno de unidad nacional, no obstante, hará mejor en sentarse. Así que la pregunta es más bien si esa difícil realidad social, que ya se está insinuando, arruinará el holograma: igual que en Entr’acte, la película surrealista dirigida por René Clair en 1924, un hombre atravesaba el lienzo donde aparecía la palabra fin. Es verdad que allí la imagen daba marcha atrás y la pantalla se recomponía como si nada hubiera sucedido, pero ese recurso –hasta donde sabemos– no está todavía en manos de nuestros asesores de comunicación.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Su último libro es Desde las ruinas del futuro (Taurus, 2020).

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