La invención del 'yihadismo'

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid (EL PAIS, 21/05/04)

A consecuencia del 11-M, el fantasma del yihadismo recorre Europa tras haber sembrado la paranoia en los Estados Unidos. Como se sabe, los objetivos buscados por los atentados terroristas son tres: romper la agenda pública para imponer otra más favorable a los intereses políticos de los terroristas, deslegitimar el orden vigente destruyendo la confianza de la ciudadanía en las instituciones y dividir a la élite del poder establecido socavando sus bases de apoyo social. Pues bien, parece evidente que los yihadistas han cubierto con éxito los tres blancos a la vez. Han sembrado la división allí donde más interesa al radicalismo panárabe, que no es entre Europa y los Estados Unidos o entre la vieja y la joven Europa, sino sobre todo entre el colonialismo occidental y las oligarquías exportadoras que detentan el poder en los países árabes, erosionando el apoyo de las poblaciones musulmanas a los corruptos regímenes que las dominan. Pues, como sostenía hace poco Joseph Nye en estas páginas, la yihad que buscan emprender no es una guerra mundial contra Occidente, sino una guerra civil contra las oligarquías árabes. Y si los atentados se realizan en suelo occidental es para multiplicar con creces su impacto mediático, dado el distinto valor que atribuimos a nuestras vidas en comparación con las suyas. Por eso, los atentados también han creado por todo Occidente una conciencia de vulnerabilidad que se resuelve en la demanda de anteponer la búsqueda de seguridad pública en detrimento de las libertades civiles y las garantías jurídicas. Pero quizá el mayor éxito del radicalismo panárabe haya sido romper la agenda pública de las democracias occidentales para imponer otra agenda global que eleva la guerra contra el yihadismo al primer rango de las prioridades políticas. Ahora bien, esto mismo es lo que buscan los terroristas: convertir a los occidentales en nuevos cruzados contra el islamismo a fin de justificar su propia lucha anticolonialista con el manto sagrado de la yihad.

En efecto, Occidente ha caído en la trampa tendida por los terroristas de entender al pie de la letra el yihadismo como una causa religiosa en vez de política. Y esta falaz confusión es achacable no sólo a Huntington (inventor del choque de civilizaciones) y al trío de las Azores, sino a todos cuantos se empeñan en hacer del islam la causa última del terrorismo, censurando el Corán o el sermón de los viernes como si se tratase del Libro Rojo de Mao. Pero este error de juicio es el que más conviene a los intereses políticos del radicalismo panárabe, que si ha elegido utilizar la retórica de la violencia religiosa como arma política es porque le parece más eficaz, tras los pasados fracasos que tuvo cuando justificaba su lucha anticolonial con ideologías occidentales, ya fueran socialistas, revolucionarias o nacionalistas. En los años sesenta, la retórica del socialismo y el nacionalismo panárabes sólo permitían movilizar a ciertas clases medias profesionales, como los periodistas y los militares, pero no alcanzaban a las clases urbanas desempleadas, sin escolarizar y ágrafas por lo general.

Tratando de ampliar su base de movilización, los empresarios políticos del radicalismo panárabe decidieron recurrir a la religión como más eficaz instrumento de lucha política, por ser el único capaz de ser entendido por las masas iletradas a fin de movilizarlas. Pero, a pesar de su retórica, para los yihadistas la religión no es un fin, sino un medio al servicio de objetivos políticos, consistentes en hacer no la guerra santa contra el infiel, sino el equivalente de lo que sería una revolución burguesa contra las oligarquías exportadoras que sirven al colonialismo occidental. De ahí la invención del yihadismo como explotación política de la tradición religiosa con fines revolucionarios. Y digo invención en el mismo sentido en que se habla de invención del nacionalismo, cuando la burguesía europea decimonónica, en lucha contra las oligarquías imperiales del Ancien Régime, creó una nueva retórica de movilización política transfiriendo hacia la nación moderna la sacralidad de la religión tradicional en vías de secularización. Pero ahora, cuando el socialismo y el nacionalismo ya se han desacralizado como formas secularizadas de religión política, es la nueva retórica religiosa modernizada al modo fundamentalista o integrista la que actúa como mejor instrumento de movilización política.

¿Por qué es tan eficaz la religión como retórica revolucionaria? En su crítica de la teoría de la revolución de Theda Skocpol (que la explicaba por fracturas en la estructura de clases causadas por derrotas bélicas), Michael Taylor demostró que el triunfo de una revolución sólo es posible si existen redes comunitarias fuertemente cohesionadas por un cemento moral capaz de fusionarlas. Es lo que sucedió con el campesinado protagonista de las revoluciones rusa y china, igual que ocurriría después en la revolución indochina contra el colonialismo francés y estadounidense. Así, la derrota de Estados Unidos en Vietnam fue debida a que se enfrentaba a unas redes campesinas que eran prácticamente invencibles, pues todos sus miembros estaban dispuestos a sacrificarse por su comunidad. Y en este sentido, la fuerza del Vietcong residía no en su capital militar, hecho de tácticas guerrilleras de ataque por sorpresa, sino en su capital social, entendido al modo de Putnam como redes de reciprocidad y confianza generalizada. Pues bien, eso mismo es lo que sucede con el islamismo actual: un eficaz cemento moral que, sobre la base de los lazos de fidelidad entre los miembros de la Umma o comunidad de los creyentes, permite crear espesas redes sociales de confianza (trust) y reciprocidad. Y los mejores ejemplos son no sólo las redes de financiación del yihadismo basadas en la hawala (transferencia de fondos en metálico que no dejan rastro bancario), sino el propio éxito iraquí en la resistencia contra los estadounidenses, que, como en el caso del Vietcong, se funda no en sus tácticas de guerrilla, sino en los invencibles vínculos de solidaridad hasta la muerte que cohesionan a las comunidades suní y chií.

Además de su mayor eficacia política como cemento cohesivo de resistencia y movilización, la ventaja del factor religioso también reside en su capacidad de justificar los atentados presentándolos como sacrificios divinos. Los terroristas matan o se suicidan con menos escrúpulos si se sienten oficiantes de un culto litúrgico en vez de saberse actores de un proyecto racional. Los espectadores de los atentados también se sienten más horrorizados si se cometen por motivos religiosos en vez de políticos, pues así resultan más fatales y trágicos. Y dada la afinidad del ritual religioso con la escenografía teatral, los atentados cometidos con dramaturgia religiosa producen un impacto mediático mucho más espectacular, que es lo que buscan los terroristas para romper las agendas políticas de sus adversarios. Pero que los yihadistas hagan teatro religioso no significa que tengamos que hacerles el juego aceptando su misma definición de la realidad.

Convertir la lucha política contra el terrorismo en una guerra de religiones es la forma más segura de perderla, tal como demuestra el desastroso resultado de la guerra preventiva emprendida por el trío de las Azores. De ahí que la censura preventiva contra las mezquitas pueda ser un error, además de atentar contra el derecho a la libertad de expresión. Por el contrario, es hora de advertir que la causa del terror yihadista no es teológica ni cultural, sino política, pues se origina en la espuria alianza entre el colonialismo occidental y los regímenes oligárquicos que bloquean el desarrollo de los países árabes. De modo que para luchar contra el yihadismo, en lugar de apoyar a los regímenes árabes moderados, según proponen incluso progresistas como Nye, deberíamos por el contrario cuestionarlos exigiéndoles que lleven a término su aún pendiente revolución burguesa, civilizando a sus oprimidas poblaciones y desarrollando las ingentes posibilidades de sus sociedades civiles. Pues la necesaria democratización de los países islámicos no puede ser otorgada desde arriba por sus corruptas oligarquías exportadoras (y todavía menos bajo el patrocinio del complejo militar-industrial estadounidense), sino que sólo puede ser liderada desde abajo por las clases medias urbanas e ilustradas que articulan su sociedad civil, mayoritariamente islamistas como reacción de protesta contra el injusto colonialismo que las sigue oprimiendo todavía hoy.