La investidura como autogolpe

¿Tenemos la obligación de suicidarnos? El título del panfleto publicado por Winston Churchill el 24 de septiembre de 1924 en el «Nash Pall Mall» no dejaba lugar a dudas. Bajo su punto de vista, el apoyo británico a la Liga de Naciones era necesario en nombre del interés común. La desaparición de la vida civilizada no era una opción. Tampoco la melancolía. Con su retranca habitual, tras observar su gran éxito de difusión, un cuarto de millón de copias vendidas en dos semanas a ambas orillas del Atlántico, escribió a Lord Robert Cecil y le señaló: «¿Ve usted que no soy tan imposible de regenerar, como usted ha supuesto?». El episodio expone la solidez de la moral churchilliana, mucho antes de la gran hora de la dignidad, en 1940, cuando ya como primer ministro Churchill hizo frente a la invasión alemana en casi completa soledad.

Los principios personales permanecen. El mundo cambia alrededor. En estos días padecemos en España, con una mezcla de alarma y melancolía, el proceso inverso. La realidad parece dirigirse a toda marcha hacia el abismo que implica la desaparición de la Constitución de 1978, que nos reconoce y constituye como nación, nos vertebra, organiza y protege de la barbarie, mientras las convicciones gubernamentales resultan indetectables. Abrumados, intoxicados -los que se dejen- por el agitprop (agitación+propaganda) del populismo izquierdista, la máquina de crear marcos conceptuales, ingeniería social y clientelismo, observamos cómo una parte no desdeñable de los españoles, la inmensa mayoría moderada, busca referencias. La frase «cómo hemos podido llegar a esto» representa un lugar común estos días. Tanto para los que no comprenden lo que pasa, como aquellos que parecen encantados de que acontezca así, en un evidente y reconfortante ataque de nihilismo.

Merece la pena intentar una reflexión en el siempre difícil territorio del pensamiento y el lenguaje político, en el cual los españoles han sido siempre maestros. No es casualidad que palabras de uso tan universal como «caudillo» o «liberal» hayan aparecido en español y pasaran luego a otros idiomas. La forma abyecta del poder tiránico se pronuncia en nuestro idioma. También la forma contemporánea de construcción política que vertebra un gobierno limitado y una sociedad abierta. Sin duda, el deslizamiento del liderazgo político hacia el cesarismo y de la partitocracia hacia la oligarquía («forma de gobierno en la cual el poder político es ejercido por un grupo minoritario», según el diccionario de la RAE) llevan operando largo tiempo. Sin embargo, lo que ocurre ante nuestros ojos remite a tensiones institucionales visibles ya en el siglo XVII, por una razón sencilla. Los constitucionalistas se hallan ante el horizonte mental de la limpieza de sangre, premoderno, preciudadano, anterior a los derechos humanos y la nación de ciudadanos libres e iguales.

El aparato del supremacismo y el racismo de los nacionalismos radicales, catalán y vasco, el uso abusivo de la lengua propia como palanca de limpieza étnica, la obsesión por el reconocimiento hipertrofiado de diferencias reales o inventadas, la tiranía de las identidades de grupo sobre las individuales y personales, todo remite a una sociedad orgánica de gremios, corporaciones y grupos con libertades (solo para ellos) y privilegios, basados en fueros «de distinción». Es decir, con estatutos de vasallaje asimétricos, o como se constata estos días, la voladura de un poder judicial garantista, definido por la sujeción de todos a la misma ley y jurisdicción. La reacción posfranquista de una parte significativa de las elites regionales fue ciertamente acomodarse en el Estado de las autonomías, sin perder jamás su horizonte. Primero, combatir que España funcionara como nación unitaria y, segundo, cooptar al Estado para garantizarse un estatuto de atracción, privilegio y supervivencia multiplicada. Quizás han olvidado que para muchos españoles todavía la lealtad, pieza fundamental también en aquella sociedad premoderna, no resulta negociable, pues hay promesas y juramentos de obligado cumplimiento, a la unidad de España, a la Corona y al ordenamiento constitucional.

Una ruptura de sistema facultaría que el amplísimo porcentaje de ciudadanos respetuosos del Estado de Derecho, aquellos que acatan como han hecho siempre las formulaciones del poder ejecutivo, se pudieran plantear su lealtad. Esta es una virtud y una emoción política de doble vía. Somos leales a una persona o institución, pero esa lealtad se encuadra en una forma de reciprocidad o redistribución que enmarca y engloba una comunidad emocional, en este caso la nación española. Existe un límite en la deslealtad que rompe el contrato social, trasunto del edificio constitucional.

Volvamos al siglo XVII, en el cual el padre toledano Juan de Mariana (1536-1624) definió la moderna teoría de la tiranía, en el contexto de una oposición posible contra un usurpador en el gobierno o, incluso, de un monarca que hubiera caído en la tiranía. Su famosa obra «Del rey y la institución real» (1599) formula el problema de modo impecable. «Un tirano manchado con todo género de vicios disfruta del poder no por sus méritos ni por concesión del pueblo, sino por la fuerza. Y aún cuando haya accedido al poder por voluntad del pueblo, lo ejerce con violencia y no lo acomoda a la utilidad pública, sino a sus placeres, a sus vicios. Se esfuerzan por expulsar a los mejores. Atacan directamente o bien apelan a calumnias y secretas acusaciones para impedir que los ciudadanos se puedan sublevar, procura arruinarlos imponiendo cada día nuevos tributos, sembrando pleitos, suprime todas sus posibles garantías y defensas, les priva de las armas para desmoronar su confianza en sí mismos. Prohíbe hablar de los negocios públicos y se vale de espías para que no se informen ni hablen libremente. No permite que nadie proteste, estima que está exento de la ley, obra de tal manera que todos los ciudadanos se sientan oprimidos por toda clase de males con una vida miserable y les despoja de su patrimonio para dominar él solo en los destinos de todos».

Mariana pensaba en la convulsa monarquía de la España de Felipe II que daba paso a la era de los validos, con su hijo Felipe III y su nieto Felipe IV. Figuras ejecutivas que alumbraban la división entre gobierno y administración y con ella la adaptación posible a una moderna división de poderes: aquellos que gobiernan, aquellos que legislan y aquellos que juzgan, todos en un rentable equilibrio dirigido al bien común superior, identificable con lo que es «asunto de Estado», frente a lo que corresponde «al gobierno». Rodeados y apoyados, merced al aparato constitucional, de instituciones y cuerpos técnicos. Lo impecable del esquema reside en que no puede contentar a todos, aunque sí a la mayor parte. En términos utilitaristas, aspira a lograr el mayor bien para el mayor número. Esa es la foto de la España de hoy. Por eso resulta incomprensible la arriesgada agresión al consenso constitucional, que equivale a una forma de autoeliminación por desistimiento y abandono de los gobernados.

Manuel Lucena Giraldo es miembro de la Academia Europea.

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