La inviable propuesta de Iceta

A medida que pasa el tiempo tienen más razón que un santo Ilvo Diamanti y Marc Lazar, autores de un luminoso libro sobre el populismo titulado Peuplecratie, cuando afirman que la fecha de 23 de junio de 2016 ha sido determinante no sólo para el presente y el futuro del Reino Unido, sino también para la Unión Europea. En efecto, aquel día, uno de los políticos más absolutamente necios de la historia británica, el entonces primer ministro David Cameron -que ha sido definido por el presidente de las Comisión europea, Jean-Claude Juncker, como "uno de los grandes destructores de la época moderna"-, convocó un absurdo referéndum para preguntar a los ciudadanos británicos si querían continuar en Europa o salirse de ella, esto es, si adoptaban o rechazaban el famoso Brexit.

El caso es que con su decisión se dio un golpe de mano a la realización más decisiva de la utopía humanista, aquélla en la que por primera vez en la Historia algunos Estados renunciaban a una parte de su soberanía para asegurarse la paz y una evidente prosperidad en el escenario mundial en dónde ha habido más guerras. Ciertamente, la responsabilidad histórica de este estropicio recae preferentemente en Cameron, aunque tampoco los dirigentes europeos han sabido renovar un proyecto tan sugestivo que es también fundamental para el futuro del mundo internacional.

La inviable propuesta de IcetaEn un artículo anterior ya expliqué por qué en Gran Bretaña, arquetipo de la democracia parlamentaria, a fin de acallar algunas críticas por su entrada en la CEE, el premier Harold Wilson recurrió por primera vez, a nivel nacional, a la convocatoria de un referéndum. A pesar de que se trataba de una cuestión que afectaba a la soberanía nacional, no se exigió ninguna mayoría especial, sino que se estableció que ganaría quien obtuviese más votos, como si se tratase de escoger entre dos marcas de té. Así las cosas, el 67,5% de los votantes británicos votaron a favor de quedarse en la CEE y el 33% en contra, con una participación de un 65%.

Con ese antecedente, Cameron ingenuamente no pensó en exigir un porcentaje mínimo de electores en la participación y una mayoría cualificada de votos favorables para la salida de la UE. A pesar de que el Partido de la Independencia del Reino Unido (Ukip) había desplegado todo género de mentiras para convencer a los británicos de la maldad de Bruselas. Según fue la pregunta que se planteó, se debía haber exigido un porcentaje de participación cualificada, de alrededor de un 70% de electores. Y, en cuanto a la mayoría de votos razonables para abandonar la Unión, debería haberse superado el 65%, es decir, más o menos dos tercios de los votos, lo que probablemente no se habría conseguido. Sin embargo, no se exigieron estas dos condiciones. La participación de electores sí fue suficiente, de un 72 %. Pero no se exigió ni siquiera un quórum indispensable para vencer, que es lo que habría demostrado un consenso claro para quedarse o para irse. Y el resultado partió al país en dos:ganó el sí al Brexit por apenas el 51,9%, frente al 48,1% de los electores, que votaron por la permanencia. Si la ley de convocatoria del referéndum hubiese fijado un mínimo de participación de un 65% y una mayoría cualificada del 70% para salirse de la UE, es claro que los enemigos de Europa no lo hubiesen conseguido.

Cabe recordar, por ejemplo, que para la modificación de algunos artículos de la Constitución española, como igualmente sucede en otros países, se requiere una mayoría de dos tercios de cada Cámara -232 de 350 diputados en el Congreso y 176 senadores de 266 (número cambiante) en el Senado-, seguido después un referéndum al que no se le requiere ningún quórum ni en la participación ni en la votación. No se concibe que se pongan tantas trabas para modificar algunos artículos de la Carta Magna que no son trascendentales, y, sin embargo, no se exija ninguna mayoría indicada en los referéndums, incluido para el artículo 168.

Todo esto viene a cuento por las declaraciones que ha formulado el secretario general del PSC, Miquel Iceta, en su intento de resolver el problema catalán, con una disfrazada perspectiva independentista de terciopelo para no escandalizar demasiado. Ha sostenido Iceta -al que se le ha sumado Pablo Iglesias- que la solución pasa por un referéndum pactado entre el Gobierno de España y la Generalitat, a los que da un plazo de 10 años, se supone que para dar tiempo a que salgan los golpistas de la cárcel si finalmente son condenados;a partir de ahí, tutti contenti.

Habría que decirle dos cosas a Iceta. Por una parte, que el todavía presidente de la Generalitat, Quim Torra, pronunció hace unos meses una frase gloriosa en la que sostenía que "la democracia está por encima de la ley", sin darse cuenta de que la democracia tiene sus propias normas que no se pueden ignorar. En efecto, un país es democrático si respeta la propia ley intrínseca de la democracia, que consiste en que las decisiones del pueblo son válidas cuando hay un mayor número de votos a favor que en contra. Eso está claro, pero además siempre que sea respetado el pluralismo de los medios de comunicación y la libertad de expresión de todas las posiciones políticas del conjunto de ciudadanos.

En otros términos, para que el concepto de democracia sea aceptable, y aquí está la ignorancia de Torra, debe matizar tres cuestiones. En primer lugar, quién debe tomar la decisión de plantear una cuestión a votación. En segundo lugar, la valoración de lo que se somete al pueblo, según sea la relevancia del objeto de voto Y, en tercer lugar, es necesaria una ley que clarifique, tanto en los referéndums -democracia directa-, como en los Parlamentos -democracia representativa- la mayoría exigible según sea la importancia de la materia que se va a votar, esto es, mayoría simple, mayoría absoluta o mayoría cualificada. La simple o relativa consiste en el mayor número de votos de los presentes; la absoluta significa la mitad más uno de un número que está ya fijado de antemano; y las mayorías cualificadas pueden ser, como distingue la Constitución, de tres quintos o de dos tercios de los votantes.

Por supuesto, todas estas matizaciones tenían que haber sido incluidas en la Ley Orgánica de las diversas modalidades del referéndum, pero ésta es una auténtica chapuza que se hizo deprisa y corriendo para regular el Estatuto de Andalucía. Ahora bien, para demostrar la incoherencia de esta materia concreta en Cataluña, le recuerdo a Iceta que el Título VII del Estatuto catalán, que se refiere a su reforma, es un ejemplo de la contradicción y frivolidad del Parlamento catalán que hace leyes inconstitucionales y revolucionarias como las famosas leyes del 6 y septiembre de 2017.

Limitándonos al Estatuto, se puede comprobar, con diferentes requisitos, que se exige para su reforma el voto de dos tercios de los parlamentarios, la aprobación de las Cortes mediante ley orgánica y, finalmente, el referéndum positivo de los electores. En otras palabras: en Cataluña se puede adoptar la República y la separación de España mediante un simple referéndum que sigue la norma de la mayoría simple, mientras que reformar el Estatut exige una serie de normas y requisitos no siempre fáciles de conseguir.

Todo esto es demencial, pero debemos aclarar, como explicaré otro día, que la cuestión más conflictiva en las próximas elecciones no es, como dicen prácticamente todos, el problema catalán. A mi juicio -y lo llevo diciendo hace 40 años-, el verdadero problema es el autonómico español, o dicho en otras palabras, no cabe el derecho de autodeterminación en un país europeo, puesto que ya sólo se reconoce a algunos países subdesarrollados o que son colonias. La solución en España pasa por una nueva organización racional del Título VIII en donde las comunidades autónomas tengan limitadas sus competencias en la propia Constitución. Una solución solo para Cataluña no es ni deseable ni viable. Puede ser que mi propuesta sea para muchos una ficción, pero es una ficción que se puede hacer realidad si se sabe jugar con inteligencia las cartas judiciales que tenemos.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO

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