La invisibilidad del poder

Hoy es más visible que nunca la invisibilidad del poder que ejerció durante al menos veinte años Javier Pradera. La franja temporal más determinante pudo estar entre las interminables vísperas de la muerte de Franco y las legislaturas socialistas que consagraron internacionalmente al país con los fastos a ratos indigestos de 1992. Entre reservados de restaurantes, despachos austeros, intemperancia telefónica, encuentros furtivos y proyectos editoriales anduvo Pradera como cabeza de un poder intangible. Lo ejerció entonces y después con el único instrumento que tuvo realmente a mano: la autoridad moral como atributo que asignan los demás, sin títulos, sin cargos, sin aparato de mando (o solo con el mando a distancia).

Somos muchos quienes hemos ido criando una convicción algo melancólica desde hace años. Fuera de los medios políticos e informativos, no es muy numeroso el puñado de gente que reconoce tras la firma de Javier Pradera esa tumultuosa cantidad de personalidades simultáneas. A muchos les suena, o resuena, el articulista frío, el analista metódico y a menudo el implacable polemista de los últimos veinte años de su biografía como periodista autodidacta. Sus columnas en EL PAÍS de los domingos desde 1987 y su firma entre semana habituaron al lector de prensa a un refugio casi siempre técnico, cada vez más imbuido del jurista de época que hubiera sido —según palabras de un histórico amigo suyo recién fallecido, Matías Cortés— y más alejado de la diatriba de batalla. Algunas de las escaramuzas más agrias que ha vivido la prensa española en democracia le dejaron secuelas profundas hacia finales de los años noventa, y fueron retirando de él su más malvada disposición guerrillera. El choque de empresas que vivió el sistema mediático español entre 1996 y 1999, con los intentos de encarcelamiento de Jesús de Polanco y Juan Luis Cebrián por parte de Javier Gómez de Liaño (posteriormente expulsado de la carrera judicial por prevaricador) hicieron recaer en él un papel de defensor y agresor que desvirtuaba buena parte de lo que habían sido sus mejores virtudes.

La victoria de José María Aznar en 1996 activó resortes del poder político y mediático que habían sido avistados por Pradera desde lejos, y preventivamente enunciados en numerosas columnas. Detrás del conservadurismo manso del primer Aznar podía estar agazapada una temible agenda oculta que un día u otro aparecería con nostalgias inconfesables. Lo hizo a partir de la mayoría absoluta de 2000 pero los indicios se desplegaron ampliamente desde 1993, cuando un buen puñado de periodistas anduvieron a la greña con lenguajes que rehabilitaron la aspereza canallesca del peor periodismo (con Pedro J. Ramírez a la cabeza y la colaboración adicta de Jaime Campmany o Federico Jiménez Losantos).

La convalecencia tuvo efectos positivos, sin embargo, y Pradera dedicó buena parte de los años 2000, hasta su muerte en noviembre de 2011, a apurar su memoria fidedigna y sus extraordinarias aptitudes analíticas. Fue frecuente leer desde 1996, en pleno colapso socialista, sus meditaciones aprensivas y a ratos amargas sobre el decurso de la democracia en España, sobre la aclimatación de una corrupción política aberrante, sobre la rigidez de una Constitución intocable, intangible y trágicamente perfecta (es decir, terminada), sobre la adulteradora partitocracia o sobre la lenta disolución de una socialdemocracia asfixiada por las oleadas neoliberales. Por entonces, Pradera volcó sus mejores virtudes en el análisis de las imperfecciones democráticas y desmintió una y otra vez la propensión, alentada desde esferas socialistas, a mitificar una Transición presuntamente impecable, correspondida por los silencios falsamente inocentes de una derecha económica y empresarial que no vio sustancialmente mermados en democracia sus ingentes beneficios durante la dictadura. A todos convencía, y quizá convenía, el relato de una Transición de celofán celestial, pero esa Transición no existió nunca, como una y otra vez escribió el propio Pradera.

Lo sabía bien, o incluso lo sabía como pocos podían haberlo sabido. Aunque pueda haber alguna dosis de exageración en el diagnóstico, Felipe González ha dicho más de una vez que Pradera fue lo más parecido al “disco duro de la Transición”. Lo que al menos yo traduzco de la frase es que el Pradera de 40 años que ingresa en la caja negra de EL PAÍS en los tiempos de su fundación, el Pradera que dirige Alianza Editorial y sigue expandiendo una colección de élites y de masas como fue El Libro de Bolsillo, el antiguo conspirador antifranquista en las filas comunistas y el ideólogo de la socialdemocracia en construcción convergen en una sola persona en los años setenta y ochenta. Fue el mejor informado sobre el pasado de los actores antiguos y nuevos del posfranquismo (porque había estado en casi todas las conspiraciones desde 1955), pero también el mejor formado para aquilatar, tasar, interpretar los intereses contradictorios o confluyentes de muchos de ellos. Su cultura política y humanística había sido práctica y vivida pero también teórica y estudiosa: creció con el mismo sistema editorial que inventó la cultura democrática bajo un régimen plenamente antidemocrático. Fue él quien dirigió en 1963 la sede en Madrid de la más importante editorial hispánica, Fondo de Cultura Económica, y buena parte de lo aprendido ahí, en contacto inmediato con el legendario Arnaldo Orfila Reynal, lo llevó en Alianza a las hechuras de un producto nuevo, concebido con Jaime Salinas, y gráficamente cuajado en el talento insustituible de Daniel Gil (aunque la revolución, o lo que quedase de ella, siguiese haciéndose desde otros sellos con Pradera al fondo, como Siglo XXI).

Quizá por eso pudo ser, desde el anonimato de la página editorial de EL PAÍS, el portavoz valiente y a menudo incomprendido de una receta insólita y ofensiva para la izquierda revolucionaria, maoísta, guevariana o prochina. Creyó en la socialdemocracia cuando era, para la inmensa mayoría de la resistencia, sustancia tóxica y metáfora de la claudicación a los poderes del capitalismo. Pero empezó a ser, desde 1978, la predicación más insistente y razonada de Pradera desde EL PAÍS: fue su más secreto ideólogo. Cuando Felipe González decidió despojar al PSOE de su filiación marxista, en los dos congresos de 1979, encontró un aliado y amigo en ese editorialista de EL PAÍS, por no decir a su promotor más activo, pero también fue quien acabó jugándose su propio papel en el periódico al defender, contra la deslealtad oportunista de la derecha de Manuel Fraga, la continuidad de España en la OTAN en 1986.

De su relevancia entonces no hay duda, aunque ha ido quedando en un eclipse amnésico su papel posterior como conciencia crítica de la socialdemocracia. La impugnación del relato teológico y teleológico de la Transición fue una campaña antigua en él, pero lo fue también la crítica decidida, dura y metódica a la relajación inexplicable de los controles del poder por parte de los socialistas: el empantanamiento grogui en la corrupción sistémica hasta 1996 fue el acicate para redactar (y dejar inédito) Corrupción y política: los costes de la democracia. Ese fue también Pradera, cuando ya no dirigía Alianza Editorial pero meditaba a distancia sobre las complejidades de la democracia como codirector, con Fernando Savater, de Claves de razón práctica, y se asomaba al examen de la Transición y la democracia para aparecer, a vista de hoy, como el mejor analista que ha tenido aquel proceso y el primer y más corrosivo crítico de sus auténticas flaquezas.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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