La involución europea

Hace demasiado tiempo que la Unión Europea navega a la deriva. Sin rumbo y sin alma decía Andrés Ortega. Incapaz de dar respuesta las distintas crisis que afronta, empezando por la crisis existencial y de legitimidad. Las evidencias de una creciente desafección y el aumento del euroescepticismo son incontestables. Europa es ahora el problema para muchos, el proyecto político se diluye gradualmente, las sociedades se fracturan y los pueblos se repliegan y se rodean de muros reales y metafóricos. El Brexit ha sido la consecuencia reciente más amarga. Y mientras esto ocurre las élites políticas y económicas no solo son incapaces de dar una respuesta europea coordinada y solidaria, sino que sus decisiones son una clara muestra de involución tan insensata como lesiva.

De otra parte, la Unión Europea hace tiempo que dejó de ser protagonista geopolítico global para convertirse en mero espectador. Disponemos de unas capacidades extraordinarias, pero somos incapaces de aportar soluciones comunes a desafíos supraestatales. Hemos preferido anteponer egoísmos nacionales, protagonizando nuestro propio naufragio político y moral, mientras EE UU y China se convertían en los árbitros del siglo XXI. Asistimos en directo al inicio de una nueva era y nos ha sorprendido desprovistos de voluntad política, instrumentos y estrategias compartidas. Si no somos capaces de entender el momento histórico actual estaremos condenados a ser actores políticos subalternos. En geopolítica, como alguien dijo alguna vez, si no estás sentado en la mesa es que formas parte del menú.

La UE nació como respuesta a un momento histórico excepcional: la necesidad de evitar una nueva guerra entre europeos, la guerra fría y el temor al comunismo, la urgencia de legitimación política y moral de Alemania e Italia y la aspiración de Francia de reforzar su papel como actor global, explican en gran medida su origen y el gran pacto político que lo hizo posible. Lo cierto es que hubo enemigos que se transformaron en vecinos y ello propició el mejor periodo histórico de los pueblos europeos. El contexto geopolítico y socioeconómico era favorable y el momento histórico tan excepcional como irrepetible. Pero desde hace más de dos décadas el contexto es completamente distinto desde cualquier punto de vista que se mire: geopolítico (el centro de gravedad se ha desplazado hacia el Pacífico), demográfico (nuestro problema ahora es afrontar las consecuencias del envejecimiento), de creación de empleo suficiente y decente y de gestión de la deuda pública.

Nuestras sociedades se han fracturado y precarizado de la mano de los grandes desacoplamientos del siglo XXI. Aumentan los niveles de desigualdad, adelgazan las clases medias tradicionales, se ensancha la fractura entre el Norte y el Sur, se agrandan las brechas y millones de jóvenes europeos no ven con confianza su futuro. La forma de conducir la globalización económica ha dado lugar en nuestras democracias liberales a nuevas geografías del malestar. La geografía de los territorios y personas que no importan. Las fracturas sociales han agudizado las fracturas políticas entre los Estados miembros y en el seno de cada uno de ellos y acentuado el vaciamiento del centro político.

También se han replegado. En este “mundo comprimido en el presente” que describe Enzo Traverso el futuro genera miedos que no solo se explican por la economía. Las sociedades se repliegan, refuerzan o reconstruyen sus identidades y emergen nuevas opciones nacional-populistas que hoy gozan de amplio apoyo electoral en todos los países de la Unión. La inmigración percibida como problema, la brecha cultural entre comunidades, el temor a la destrucción de la comunidad y la identidad nacional, la sensación de ser mayorías amenazadas en su propio país, el choque de solidaridades y el temor a la privación relativa, la percepción de riesgo de desintegración del nosotros, el fracaso de los modelos de gestión de la multiculturalidad…y tantas otras cuestiones, explicadas por Eatwell y Goodwin, Fukuyama o Krastev, erosionan como nunca antes el proyecto político europeo.

La UE podría haberse legitimado como proyecto político original demostrando que quería ser mucho más que una unión aduanera: una comunidad política. Conscientes de que nunca podríamos construir una identidad europea. Pero sí dar contenido concreto a los compromisos del propio Tratado de Lisboa apelando a sus grandes principios de solidaridad entre los Estados, bienestar de los pueblos y defensa de la cohesión económica, social y territorial, empezando por fortalecer su pilar social. Pero la respuesta no ha podido ser más decepcionante. Hemos tenido tres grandes oportunidades recientes. La Gran Recesión de 2008, la crisis de los refugiados, nuestro particular 11-S en palabras de Krastev, y ahora la Gran Depresión de 2020. Y todas se han desaprovechado. De modo que lo más probable es que salgan reforzadas las posiciones de repliegue constatadas desde hace tiempo y ahora agudizadas.

Si quisiéramos podríamos. Pero no queremos. No tenemos solo un problema de diseño sino de motor. No hemos entendido las crisis como oportunidad. Por esa razón la idea de más Unión Europea no será posible tal y como muchos colegas defienden y algunos responsables políticos del Sur de Europa reclaman. Por eso no prosperarán iniciativas surgidas desde el Sur del tipo Plan Marshall europeo o eurobonos. A lo máximo a lo que se podrá aspirar será a un nuevo plan de rescate tal vez con otra denominación pero con idénticos efectos. Ha quedado claro que el problema no era Grecia, ni Portugal, ni España, ni Italia. El problema es esta forma de entender Europa. Cada vez va quedando más claro que en un futuro inmediato existen más riesgos que oportunidades. Que hay demasiadas señales de bloqueo o de posibilidad de desandar parte del camino. Que el proyecto político puede naufragar. Porque nuestra realidad viene condicionada por la voluntad profunda de los diferentes pueblos en cada uno de los Estados. El problema no son los Orbán, Salvini, Le Pen, Rutte, Kurz, o tantos otros, sino que radica en la mentalidad y actitudes que anidan en el interior de millones de europeos inseguros y reclaman a sus Gobiernos fronteras y muros en la equivocada creencia de que así mejorarán sus vidas. A medida que se apagaron las brasas de la guerra regresa el irredentismo y nuestros antiguos fantasmas.

Cuando superemos esta nueva guerra, las cuatro Europas, la nórdica, la central, la mediterránea y la del Este, tendrán que explorar otras formas de cooperación reforzada, pero no seremos capaces de superar el atasco político actual ni la prolongada y creciente tendencia hacia el euroescepticismo. A lo más que podremos aspirar será a no regresar al punto de partida de la mano de los nuevos partidos populistas europeos que reclaman el desguace de la UE o de actores geopolíticos que anhelan nuestro debilitamiento. Porque, pese a todo, la existencia de un mercado común, una PAC (aun reducida) o un BCE, por ejemplo, siguen siendo muy importantes. Téngase en cuenta que sin la posibilidad del recurso al Mecanismo Europeo de Estabilidad, la situación para algunos países, España entre ellos, sería dramática.

Hemos llegado hasta aquí por deméritos propios. Una mezcla de falta de liderazgo, incapacidad para entender el actual momento histórico, insolidaridad, arrogancia, falsa superioridad moral y ausencia de visión estratégica. No hemos hecho lo suficiente en materia de investigación, educación y formación permanente. Tampoco para superar nuestra dependencia energética y tecnológica. Mucho menos para garantizar nuestro modelo industrial (casi desmantelado a causa de la deslocalización). Casi hemos estado a punto de hacer desaparecer nuestras agriculturas que hoy reconocemos como esenciales para garantizar nuestra soberanía alimentaria. Superada la pandemia y la grave emergencia social y económica que vendrá después, lo que quede de la UE necesitará de una nueva agenda con nuevas reglas que permita mantener el euro y que mitigue los efectos del dumping social, fiscal y ambiental. Preservando lo esencial de pertenecer a un área de libre comercio, a unas reglas monetarias y tal vez a un espacio de defensa común.

Tampoco podemos atribuir a otros países de la UE todos nuestros problemas y déficit domésticos. No son responsables de nuestra baja productividad, de nuestro modelo de crecimiento, de nuestro modelo educativo, de nuestra baja calidad institucional, de la situación financiera de nuestras administraciones, de nuestra deuda o de nuestro despilfarro de recursos públicos. Habrá que explorar nuevas estrategias y equiparnos mejor en muchos campos, empezando por el pilar social. Por ejemplo, organización territorial del Estado y gobernanza territorial, calidad institucional y buen Gobierno, estrategias de adaptación a la crisis climática, modelo formativo, reducción de las desigualdades, reto demográfico, innovación, transición energética, reindustrialización, soberanía alimentaria, nuevo modelo productivo y nuevo modelo de crecimiento, cohesión social y territorial, gobernanza metropolitana… Una agenda tan urgente como ambiciosa que no admite más demoras, con la vista puesta en 2030-2050.

Nadie sabe qué nos depara el futuro. Ya hemos visto que cualquier cisne negro lo puede cambiar todo en 15 días. Personalmente quisiera estar completamente equivocado en este análisis. Como viejo europeísta nada me haría más feliz. Pero, por si acaso, sugiero a nuestros responsables políticos, de Gobierno y de oposición, que vayan pensando en un plan B distinto al propuesto por los nacional populismos para navegar en un contexto más desglobalizado, con formas de gobernanza europea más flexibles, con mayor margen de maniobra a escala estatal, con agendas regionales y locales reforzadas y con la vista puesta en otro modelo productivo y de crecimiento y otra forma de consumo. Por eso yo también defiendo unos nuevos Pactos de la Moncloa para otoño de 2020. Creo que los tiempos excepcionales que vivimos y los desconocidos desafíos que se avecinan así lo exigen.

Joan Romero es catedrático en la Universidad de Valencia y profesor de geopolítica.

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