Qué será lo que esconde esa España de barrio, coche diésel, perro vacunado y partido del niño el sábado por la mañana.
Esa España que atesora un porcentaje suficiente de votos como para provocar un cambio de gobierno, y que lo encierra con candado de siete llaves. Que pida lo que quiera, porque se le dará. En ella está el cambio y en su silencio, su poder.
Sueñan los líderes políticos con escuchar la voz del pueblo como Samuel escuchó de noche a su Señor, como los padres leen la carta de los Reyes Magos para acertar en la noche mágica. Sueñan los gurús con desvelar los arcanos de la voluntad popular, con la piedra filosofal que convierta el plomo de las políticas públicas en el oro de los votos. Un producto que defina el color del partido, que no lo confunda en el mercadeo del zoco, y que atraiga a los despistados.
La novedad de nuestros tiempos pluripartidistas es que cuanto más al extremo del arco electoral se encuentra el partido, más definidas quedan las señas de identidad. Y cuanto más identitario es el partido, más fidelidad genera y menos votantes tiene. Por la misma razón, los partidos que se ubican en los segmentos más centrados del arco electoral son menos identitarios y tienen un margen superior de volatilidad del voto.
Alberto Núñez-Feijóo ha dado sobradas muestras de haber comprendido que no es a VOX, ni con los argumentos de VOX, ni en el terreno de juego de VOX, con quien tiene que disputar la batalla electoral. Un buen ejemplo fue su negativa a apoyar la moción de censura al presidente del Gobierno, que no hubiese tenido otro resultado que fortalecer al Gobierno de coalición y justificar el liderazgo de Santiago Abascal. Y que haya comprendido esto, que se haya quitado de encima la psicosis del aliento del lobo, le sitúa en una posición más sólida y creíble que a Pablo Casado, a quien le pesó mucho la mochila de la derecha valiente.
Gana el que impone su terreno de juego. El líder popular no ha pisado la arena de los valores morales de occidente, los principios sagrados cristianos y las amenazas de la ideología woke. Por ahora se ha centrado en propuestas económicas y en la defensa de las instituciones. Y dicen que esto no enamora. Pero no podrán negar que irrita, y mucho.
El discurso del Rey de esta Nochebuena es el mejor ejemplo. Fue, para muchos, “una irritante defensa de las instituciones”. Giró en torno a la Constitución, Europa y la unidad. Se puede juzgar su acierto por las reacciones, no de sus seguidores, sino de sus detractores, que es como hay que juzgar estas cosas.
La defensa de las instituciones no enamora, la Constitución no edifica el alma, y el Código Penal no tiene frases motivacionales. Pero mire usted, es que el liberalismo no es cosa de enamoradizos. El discurso institucional es irritante, y esta es su virtud.
Miren a parte de la izquierda desquiciada con el Tribunal Constitucional, o los efectos de la chapuza del sí es sí que han llevado a Irene Montero a descalificar a los muy institucionales jueces. O la institucionalidad del Código Penal que afea la reforma del delito de malversación. No, el institucionalismo no enamora, lo sentimos por los melancólicos lectores de Rousseau. Pero irrita que no veas.
La pregunta es qué atraerá a más votantes descontentos con el gobierno de Pedro Sánchez. Si las promesas dadivosas y regalos electorales, o una estabilidad institucional.
Defender las instituciones no significa no tener ideas propias, sino apreciar también las ajenas, y eso puede ser para la mayoría un atractivo muy superior a las otras dos opciones: el despilfarro o el populismo.
Armando Zerolo es profesor de Filosofía Política y del Derecho en la USP-CEU.