La isla de los espíritus dolientes

Hace ahora casi 10 años (el 9 de noviembre de 2003) publiqué en este periódico un artículo sobre Lampedusa. En él evocaba las tragedias que se desarrollaban en esta isla y hacía mención a mi intimidad con su paisaje. Hablaba de la última de esas tragedias, que había provocado 70 muertos tras el hundimiento de una barcaza llena de inmigrantes somalíes procedentes de la costa de Libia. Traicionados por los traficantes de seres humanos, hacinados como esclavos en la embarcación, interceptados con desidia por la policía costera italiana, hundidos a consecuencia del peso y el desequilibrio, únicamente el esfuerzo valeroso de algunos pescadores lampedusanos había impedido que el drama fuese mayor.

Diez años después la historia se ha repetido, con una catástrofe todavía peor. En la década transcurrida han fallecido, al parecer, 8.000 inmigrantes ante las costas de Lampedusa. Los capítulos de este libro negro son siempre los mismos: la carne de cañón procede del Cuerno de África, especialmente de Somalia y Eritrea; es trasladada a través del desierto en condiciones durísimas tras abonar sumas enormes; una vez en los puertos libios es embarcada clandestinamente hacia Lampedusa, la isla más meridional de Europa; a menudo abandonada a su suerte, la mercancía humana se hunde o llega en condiciones deplorables a su destino, donde es clasificada y enclaustrada en campos de acogida, antes de ser devuelta a su lugar de procedencia. Lampedusa es un infierno.

Pero era un paraíso, y a esta condición aludía también en el texto que escribí hace una década. Un lugar muy significativo en mi memoria, pues había estado, casi por azar, en Lampedusa mucho tiempo atrás, en los años setenta del pasado siglo. Yo vivía en Italia y, amante de las islas, había descubierto Lampedusa en el mapa de una agencia de viajes de Sicilia. Me trasladé allí desde Porto Empedocle, junto a la antigua Agrigento, para una estancia de un solo día. Sin embargo, una huelga de los barcos que cubrían la ruta me dejó en tierra durante 10 días. A la fuerza —y con enorme placer— me convertí en un buen explorador de la diminuta isla. Algo de esto contaba en mi anterior escrito.

Lo que no conté entonces es que de ese modo di inicio a lo que se llama una “carrera literaria” (vocablo, “carrera”, que nunca me ha entusiasmado porque integra tanto el correr como el medrar). Pero lo cierto es que, a raíz de esa estancia accidentalmente prolongada en la isla, escribí mi primera novela llamada, precisamente, Lampedusa, publicada por primera vez en 1981, cuando casi nadie había oído hablar del lugar y, desde luego, nada había contribuido todavía a la tenebrosa fama posterior. Comencé a redactar el texto en italiano mientras deambulaba por la isla, por su pequeña aldea y por sus playas espléndidas. Luego, al regresar a Roma, donde residía, finalicé la novela, perdí ese primer manuscrito redactado en italiano y, al cabo de un tiempo, lo volví a escribir, ya en español.

No obstante, lo que quisiera remarcar aquí es el extraño sentimiento que me ha invadido durante todos estos años al oír hablar de Lampedusa, isla a la que nunca he vuelto: tenía que comparar constantemente los lugares que, infernales, aparecían en la crónica negra de periódicos y televisión con lo que, como un pequeño paraíso de la memoria, yo había conservado, convertidos en ficción, en mi libro. Dicho de otro modo: aquella realidad geográfica y humana que yo, tras vivirla directamente, había transformado en materia prima de mi novela, sufría ahora un violento vuelco presidido por el abismo del horror. Una tercera Lampedusa —la que hoy se impone como auténtica— se había superpuesto a mi Lampedusa vivida y a mi Lampedusa de ficción.

Podría poner varios ejemplos, pero creo que con uno es suficiente. Durante mi estancia ociosa en la isla hice una cartografía bastante precisa del lugar, desde el punto de vista de su utilización literaria. Entre las playas, una era mi favorita: la playa de los Conejos. Se trataba de un arenal blanquísimo en el que se detenían plácidamente las aguas de color turquesa. Era un lugar de esos que llamamos paradisíacos, y así lo habían entendido los escasos visitantes que entonces pernoctaban en la isla, submarinistas avezados y pescadores de esponjas. El mar en aquel principio de otoño era todavía muy cálido, algo comprensible teniendo en cuenta la latitud de Lampedusa, al sur de la ciudad de Túnez, y permitía prolongados baños que, casi siempre, me ocupaban toda la mañana.

Pues bien: el “lugar paradisíaco”, la playa de los Conejos, ha sido, en estos últimos años, el testigo repetido de decenas de naufragios, de modo que ya no es posible, bajo ningún concepto, rescatar para ese maravilloso paraje ningún indicio arcádico, sino solo fantasmagóricas huellas de muerte y terror. En la más reciente de las catástrofes, la playa de los Conejos —adorada por mí, y magnificada en mi libro— ha sido el escenario decorado con tintes más macabros, allí donde se han reunido con mayor intimidad las corrientes de la miseria y de la infamia. He debido, a la fuerza, aceptar el vuelco: en su momento visité una isla con apariencia virginal y mitológica, y algo de estas dimensiones trasladé a mi libro, pero ahora Lampedusa únicamente puede ser la isla de los espíritus dolientes. Los espíritus de los cadáveres que yacen en el fondo del mar y que de algún modo esperan una vindicación.

Pero nuestra curiosa vergüenza es pasajera y apenas de tanto en tanto oímos los gritos de dolor. Cuando se apacigüe esta tragedia se apaciguará también nuestra conciencia, a la espera de otra nueva que nos impulse, otra vez, a indagar en la neblinosa cadena de las responsabilidades. ¿Quién es el responsable de ese grito de dolor que se eleva por encima del mar de color turquesa para atravesar la fina arena blanca de la playa de los Conejos? Veamos. Sin duda, los dictadores y explotadores del Cuerno de África, con su militarismo y su fanatismo religioso; sin duda, también, los traficantes de hombres, seres sin escrúpulos dispuestos al crimen por dinero; obviamente hay que incluir a los cobardes capitanes que embarcan y abandonan a los inmigrantes en los puertos libios. ¿Y qué decir de los policías que llegan siempre tarde a las tareas de salvación? ¿Podemos excluir a los políticos italianos que con su desdeñosa actitud permiten este tipo de desastres? ¿Y a los políticos europeos, siempre incapaces de tomar decisiones, mientras se acusan entre sí?

Según los medios de comunicación, todos ellos son responsables. Seguramente. Pero ¿no resultan también corresponsables, por obscenidad, estos turistas que se aprestan a tomar buenas fotos y vídeos de los cuerpos destrozados? ¿Y estos bañistas que, para no malgastar sus vacaciones, nadan alegremente entre cadáveres flotantes? En cierto modo, sí.

Y puestos a añadir, ¿no tendrán alguna intervención, aunque sea indirecta, estos indiferentes espectadores que, bien repantigados en sus butacas, contemplan con apatía un nuevo desfile de horror en las pantallas? Puede que sí. Junto a los que no vamos a hacer nada hasta la próxima catástrofe porque nos decimos, tranquilizadoramente, que nada podemos hacer. Mientras se oye el grito de los que vindican justicia, la cadena de responsabilidades no tiene fin.

Yo mismo he reeditado varias veces Lampedusa, una historia mítica y de amor. Y lo que debería hacer es reescribirla por entero y ponerle un nuevo título: La isla de los espíritus dolientes.

Rafael Argullol es escritor.

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