La izquierda anacrónica

El pasado mes de agosto falleció en París su arzobispo emérito, el cardenal Lustiger. Fue un hombre importante de la Iglesia en Francia y en Europa. Nicolás Sarkozy, a la sazón de vacaciones en los Estados Unidos, regresó a la capital francesa para asistir a las honras fúnebres del prelado de origen judío y se fotografió al pie del féretro. Estaba allí, junto al ataúd de un cardenal, el presidente de la República laica por definición, la francesa. En el Reino Unido de la Gran Bretaña -cuyo himno comienza con las palabras «Dios salve a la Reina»- la soberana es la cabeza de la Iglesia anglicana, y ni conservadores ni laboristas -ahora en el Gobierno- han puesto en duda, de una parte, la separación nítida y neta entre la Iglesia y el Estado, y, de otra, la continuidad de esta fórmula tradicional que personaliza el régimen constitucional consuetudinario de los británicos. En Italia, el Papa es considerado un referente para unos y otros, como quedó demostrado el jueves cuando Benedicto XVI recibió en audiencia al alcalde de la ciudad eterna -Walter Veltroni- llamado a suceder en el liderazgo de la izquierda a Romano Prodi. El Papa habló ante el edil romano -homosexual según su sincera declaración- en los mismos términos que utilizó el siete de enero ante el Cuerpo diplomático acreditado cerca de la Santa Sede y el 30 de diciembre pasado con motivo de la concentración en defensa de la familia celebrada en la plaza de Colón de Madrid. Como el viernes recordaba en esta misma página el eminente jurista Manuel Jiménez de Parga, el ex presidente Bill Clinton declaró, con motivo de la presentación del mapa oficial del genoma humano, lo siguiente: «Hoy estamos aprendiendo el lenguaje con el que Dios creó la vida. Estamos llenándonos aún más de asombro por la complejidad, la belleza y la maravilla del más divino y sagrado regalo de Dios». Por fin, Angela Merkel, en su imparable ascensión al liderazgo de los critianodemócratas alemanes, pronunció un memorable discurso en el que reivindicó la vigencia de los valores morales del cristianismo como criterio ético para el ejercicio de la responsabilidad de gobierno.

Todos estos países son democracias avanzadas en las que el anticlericalismo ha desaparecido -y es, además, despreciado- como recurso de agitación y propaganda. Sus gobiernos en ningún caso entran en polémica pública e institucional con la Iglesia, a pesar de que los prelados -como ocurre en España- tanto en instrucciones pastorales de las Conferencias respectivas como a título individual critican -y lo hacen con diafanidad- decisiones políticas, legislativas y administrativas de los poderes públicos. Sin embargo, la izquierda española, recurriendo a la peor de sus tradiciones, precisa de arremeter contra la Iglesia -cuya jerarquía, se esté o no de acuerdo con sus mensajes, no ha dejado de decir las mismas cosas desde siempre- para legitimar medidas que quiebran el esquema de valores cívicos mayoritarios en nuestro país que son de extracción confesional católica. Y es que este es el problema: que, a diferencia de lo que sucede en otras democracias, la izquierda en el Gobierno de la nuestra se comporta con un nihilismo camuflado en una supuesta tolerancia que se formula así: «¿Y por qué no?». Cuando no hay un sustrato cívico, un proyecto ético comunitario, cuando se transmite el falso dogma de que lo «democrático» moraliza cualquier tipo de decisión, sucede lo que aquí ocurre: que nuestra sociedad no está vertebrada por un sistema común de criterios y principios. Y ese vacío de proyecto se sustituye con comportamientos reactivos y de agitación social ante el discurso -formulado en alguna ocasión con mayor o menor fortuna dialéctica- de la jerarquía eclesiástica. Es lo que hacía la izquierda de hace muchos años; pero no es la práctica de las izquierdas europeas que mayoritariamente recelan del aventurerismo ético y social del Gobierno de Rodríguez Zapatero.

No es sólo antigua la izquierda española en ese ámbito. También lo es en otros: véase el de la economía. A falta de ideas, de decisiones, de reformas estructurales, buenos son los subsidios, las ayudas directas, el incremento del gasto público y la renuncia a remover los problemas enquistados en nuestro sistema económico y financiero, así como en el prestatario de servicios públicos y en el esquema de la fiscalidad directa e indirecta. Al margen de que aludir al «patriotismo» para descalificar las críticas ante la quietud gubernamental, impávida ante el deterioro de la economía española, es otro recurso demagógico e impropio, insistir en que estamos entrando en una histeria colectiva de naturaleza «catastrofista», resulta de una prepotencia y presuntuosidad incompatibles con el respeto con el que las autoridades deben tratar a los ciudadanos que pagan sus impuestos y cumplen con sus obligaciones. Está bien que desde instancias oficiales se recomiende degustar carne de conejo para abaratar la cesta de la compra u observar la afluencia a los bares y cafeterías para desmentir la sensación de crisis que circula en el ambiente nacional -eso es lo que ha hecho el vicepresidente segundo del Gobierno-, pero estas salidas jocosas sirven para el anecdotario y los requiebros humorísticos, pero no son instrumentos serios para abordar el análisis de las dolencias económicas del país. Estas frivolidades resultan, igualmente, recursos de vieja política de izquierda, contienen virus demagógicos y ribetes despóticos. Todo ese material político es viejo.

La nómina de antigüedades políticas también se localiza en algunas instancias nominalmente progresistas. Que en 2008, ante las lesiones padecidas por un terrorista al ser detenido -luego confeso de graves crímenes y atentados-, se hagan planteamientos mediáticos y políticos en los que se invierte el principio de presunción de inocencia en detrimento de los funcionarios de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, es una actitud sesentayochista, es decir, propia de hace cuarenta años en Europa y de veinte o veinticinco en España. El que incurre en estas prácticas es un progresismo momificado y topicudo, desfasado y ombliguista, oligárquico y elitista, con un insoportable complejo de superioridad, incompatible con el largo proceso de madurez, experiencia y discernimiento que en este tema y en otros ha experimentado -para bien- la sociedad española.

La izquierda española que nos gobierna -haciéndolo al alimón con reliquias nacionalistas cuyos vestigios en nuestro continente sólo se encuentran ya en el Balcán- padece el síndrome de la anacronía que consiste en presentar algo como propio de una época a la que no corresponde. El PSOE, por eso, no está haciendo las cosas bien. Carece de urdimbre teórica y, en consecuencia, deambula errático en mensajes contradictorios y oportunistas, echando mano del arsenal de artilugios que tuvieron su momento histórico -el anticlericalismo, la política de subsidios, la repelencia al ejercicio de la autoridad responsable- pero que son antiguallas de un paleolítico al que regresa la izquierda española a un ritmo incoherente con la generación a la que pertenece el grueso de sus dirigentes. Y esos desfases, antes o después, pasan factura.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.