Sé que les parecerá que estoy de broma, pero me sorprende la escasa repercusión que ha tenido el mensaje con el que Íñigo Errejón se despidió públicamente de las masas. También sé que se han comentado muchísimo su cursilería verbal y el descargo de sus responsabilidades sobre los anchos hombros del capitalismo, cuya maldad intrínseca es bien conocida. Pero a mi juicio no se ha reparado lo suficiente en que, a diferencia de las misivas de Pedro Sánchez, este comunicado es obra de un intelectual y, por tanto, está cargado de doctrina. Que esa doctrina sea escolásticamente tortuosa no elimina la necesidad de sacarla a la luz, porque es la de quienes nos gobiernan. Y es de esta doctrina, y no del árbol caído –del que humanamente me compadezco, como de todo aquel que no alcanza a distinguir entre el «como» átono sin tilde y el interrogativo o exclamativo–, de lo que me propongo hacer leña. No sea que de tanto fijarnos en los presuntos garbanzos negros pasemos por alto que es la olla entera la que está podrida.
Sostiene Errejón que (pongo en cursiva las expresiones literales del texto) sólo se puede subsistir en la primera línea política y mediática adoptando una forma de vida neoliberal que se desentiende de los cuidados, la empatía y las necesidades de los otros. Frente a esos Otros, los que subsisten –los Unos– encarnan una subjetividad tóxica que, en los varones blancos heterosexuales, se multiplica por el factor del patriarcado, dando lugar a esa actitud hacia las mujeres que tanto se reprocha a sí mismo el autor de la nota. Lo que este modo de vida deteriora, según el comunicado, es la salud física, la salud mental y la estructura afectiva y emocional, y ni las ideas ni la ideología pueden nada contra las emociones, que son más fuertes que cualquier convicción.
Para determinar en qué consiste ese deterioro basta construir un perfil con todos esos rasgos (forma de vida neoliberal, desprecio de las Otras, subjetividad tóxica patriarcalmente potenciada, etc.), y nos saldrá un retrato robot muy parecido al personaje del Jarabo magistralmente interpretado por Sancho Gracia en 1985. La izquierda cómica lleva desde entonces caricaturizando con este arquetipo a políticos como Álvarez-Cascos o Rafael Hernando, y todos los que se han educado en la comedia progresista nacida en la televisión de los años 80 con La bola de cristal han sacado de esas caricaturas la imagen que ellos se hacen del psiquismo visceral (o sea, la estructura afectiva y emocional) del varón español de derechas. Pero cuando un político de izquierdas empieza a encajar en ese paradigma, perciben dolorosamente, ay, la contradicción entre el personaje y la persona. Lo interesante –repito– no es el desgarro de quien así se contradice, sino la doctrina que este razonamiento encierra, cuyo primer artículo dice que ser de derechas o de izquierdas –en el sentido más hondo y auténtico de la expresión– no es cuestión de ideas, ni de militancia, ni de moralidad pública, sino de estructura afectiva y emocional.
Y esta doctrina permite también esclarecer otros misterios que asombran al público. Por ejemplo, el pueblo no comprende por qué los partidos de izquierdas se alían con nacionalistas de derechas, pero lo entendería si los sabios de la izquierda sentimental le explicasen que los militantes y simpatizantes de Junts o del PNV son inconscientemente de izquierdas, porque a su estructura emocional le repugna el modelo de macho español de derechas, como lo prueban su rechazo a la monarquía, su rebeldía ante la ley y su ausencia en el desfile del 12 de octubre, en el que detectan la típica libido franquista madrileña.
Otro ejemplo: hasta este momento, cuando un político de izquierdas incurría en la corrupción y su partido no conseguía ocultarlo, los camaradas y simpatizantes del rufián, sumidos en la desolación, se veían obligados a abandonar el dogma de que sólo los políticos de derechas se corrompen, del mismo modo que los creyentes tienen que aceptar con gran dolor que incluso entre los llamados por Dios puede haber sacerdotes que aprovechen su ministerio para practicar tocamientos impuros a sus hermanas y hermanitos cuando la Iglesia no es capaz de disimularlo. Pero, ahora, los doctores hacen un diagnóstico que permite restaurar el dogma, a saber: que un izquierdista sólo se corrompe porque, sin necesidad de cambiar de partido, se ha vuelto afectiva y emocionalmente de derechas. Según estos doctores, la corrupción de los políticos de derechas no necesita explicación ni terapia, porque en ellos la patología es lo normal; pero los ejemplos de Tito Berni o Trujillo y Guerrero (caso ERE), de Rubiales o del mismísimo Ábalos, que se adaptan perfectamente al mencionado perfil heteropatriarcal, sólo pueden explicarse porque o bien ya eran secreta , inconsciente y emocionalmente de derechas aunque tuvieran carné del PSOE, o se han contagiado al compartir atmósfera con sus adversarios en las instituciones. Y la única manera de evitar esas conductas es prescribir una psicoterapia de reizquierdización de la libido.
Lo cual, de paso, apuntala la tesis de los mismos intelectuales según la cual, así como los gobiernos de izquierdas presentan la intervención de las empresas, los juzgados o las fiscalías no como una intromisión, sino como un acto de salud pública (como lo era para Robespierre la guillotina), también la intervención en la vida sexual de los ciudadanos es un medio legítimo para transformar los psiquismos emocionalmente fascistas en afectividad emancipadora y fluida (y el hecho de que para ello tenga que caer alguna cabeza, como cayó bajo la guillotina la del propio Robespierre, es sólo un daño colateral inevitable).
La conclusión a la que conduce esta doctrina es palmaria: hay una contradicción insalvable entre ser genuinamente (o sea, visceral y afectivamente) de izquierdas y participar de la democracia parlamentaria con su régimen de opinión pública, ese veneno que infecta la sexualidad. De ahí el enorme sufrimiento emocional que padecen las auténticas víctimas de esas instituciones, es decir, todos esos corazones de izquierdas que, como los de los militantes de Podemos, de ERC o de Bildu, entraron en política para mejorar el mundo y han visto cómo la política institucional y su altísima visibilidad y exposición mediática amenazan con derechizar sus estructuras emocionales izquierdistas y feministas, convirtiéndolos en jarabitos, única figura que, según la nota del ex diputado, puede subsistir en la democracia institucionalizada. Una conclusión palmaria, pero no nueva. La idea de que todos los políticos de primera línea –incluidas las mujeres tóxicamente masculinizadas– son consciente o inconscientemente de derechas es, ni más ni menos, la esencia del Podemos original («PP y PSOE son lo mismo», «No nos representan», etc.). Es decir, que más que una dimisión, la decisión de Errejón ha sido una vuelta a los orígenes, aunque necesitada de apoyo psicológico.
DE MODO que hay que elegir: o bien la democracia constitucional y el Estado de derecho heteronormativo; o bien la pureza emocional de las almas de la izquierda auténtica, a las que los tribunales nihilistas persiguen pedaleando en la nada y a los que los parlamentos expulsan o corrompen. El presidente del Gobierno, víctima él mismo de estas persecuciones y curtido en la toma de decisiones en condiciones de extrema urgencia, ha elegido la segunda alternativa porque, aunque sus enemigos se empeñan en llamarle el Uno, ha impuesto un giro izquierdo-emocional a su partido, llevado por su profunda empatía hacia la Otra.
De momento, en TVE han remasterizado los mejores episodios de La bola de cristal. Un despilfarro, porque ya estaba en emisión en los telediarios y tertulias la nueva temporada.
José Luis Pardo, filósofo y ensayista, es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.