La izquierda está sobreexcitada

El pico de polarización que hemos vivido este fin de año saca a la luz dos cosmovisiones opuestas que nos ayudan a entender nuestra historia democrática reciente y la actual crisis constitucional.

La izquierda, siempre rousseauniana, cree en la bondad humana y no soporta una realidad gris. Ha de desenmascarar culpables, lógicamente en la derecha, a la que considera genéticamente antidemocrática.

La derecha, en su visión hobbesiana de la realidad, es conformista por naturaleza, ya que siempre podríamos estar peor.

La Transición, coronada por la Constitución vigente, se vivió como un éxito rotundo entre la inmensa mayoría de la izquierda y los nacionalistas. ¿Cómo se explicaría si no el 90% de voto afirmativo? Nuestra Carta Magna se ponía a la altura de las mejores democracias del mundo e incluía una solución territorial muy generosa con las "nacionalidades".

Es a la derecha a quien más costó convencer de que aceptara el nuevo marco. Para ello fue imprescindible el liderazgo de unas élites conservadoras que, empezando por Adolfo Suárez, lo vieron claro desde el principio. Esa "derecha que nunca aceptó la Constitución" estaba en verdad redactándola con las manos de Fraga, Cisneros y Herrero de Miñón.

Tras la victoria de Felipe González a la España de los 80 no la iba a conocer "ni la madre que la parió", según la conocida profecía guerrista que denotaba una voluntad de modernización transversal. Si en el plano sociocultural los cambios se dirigieron hacia la izquierda, la reconversión industrial y las privatizaciones siguieron una lógica liberal asociada a la derecha.

Este equilibrio, ampliamente aceptado por la sociedad, encajaba perfectamente en una Unión Europea que nos regó de fondos de cohesión para edulcorar el mercado único (al igual que está haciendo ahora para amortiguar los efectos del coronavirus).

Y a ese cóctel socioliberal se apuntó gustosamente la derecha, donde pronto empezaron a multiplicarse los divorcios, las salidas del armario y todo el optimismo de los 90.

José María Aznar llegó al poder y en lugar de abolir las pensiones, nos metió en el euro. La recentralización se quedaba en un titular hueco y las autonomías sumaban todas las competencias que nadie había imaginado. La izquierda y los nacionalistas, viejos aliados antifranquistas, se quedaron sin discurso movilizador. Era necesario aunar fuerzas en una nueva pinza que les permitiera recuperar el poder.

Con José Luis Rodríguez Zapatero, la izquierda puso el acento en el matrimonio homosexual y en una "memoria histórica" hábilmente manipulada para movilizar a su electorado y, sobre todo, polarizar a la sociedad. "Nos conviene que haya tensión", Zapatero dixit.

Pero, sin duda, su herencia más pesada sería ese Estatut inconstitucional que tan irresponsablemente le prometió a Maragall.

Al nacionalismo ya no le bastaban competencias y presupuesto para justificarse, así que se hizo soberanista con la naturalidad del que cambia de vagón. Antes de Carod y Mas, el plan Ibarretxe ya lo tenía todo, menos la insurrección. Y quien mejor le dio réplica en el Congreso fue Rubalcaba, en nombre de un PSOE Constitución en mano. Se les podía dar dinero y poder, pero nunca la mal llamada autodeterminación.

Sánchez salió de ese consenso en 2016, cuando se convenció de que el Gobierno Frankenstein era viable y decidió luchar por él a cualquier precio. Si algo no se le puede echar en cara es falta de determinación.

Una vez llega al poder, la Constitución se convierte en un estorbo para él, como ya lo era para los nacionalistas. De ahí que modifique, sorteando garantías y controles, las normas jurídicas necesarias para contentar a los partidos que le permiten seguir en la Moncloa.

Además de las múltiples tropelías, Sánchez ha derribado al PSOE como estructura de poder independiente y como organización política con propuestas propias.

Después de cuatro años sirviendo a Iglesias y Junqueras, Sánchez es rehén de ambos para sobrevivir. Las grandes polémicas siempre nacen de la necesidad de contentar a Podemos y ERC. Y cuando los ministros socialistas se han visto humillados por compañeros de Gobierno, el presidente les ha dado la espalda de forma sistemática.

La connivencia de la izquierda española con los nacionalismos periféricos es inaudita y radicalmente incompatible con cualquier idea de justicia social. Para justificarla ha de seguir pinchando el disco rayado del franquismo. Franco, su vengativa posguerra y su larga dictadura blanquean eficazmente cualquier cosa que haga la izquierda y condenan a la derecha a la cadena perpetua del golpismo.

La sobreexcitación de la izquierda las últimas semanas sólo se entiende desde la más absoluta desconfianza en las credenciales democráticas de la derecha. Se trata de una desconfianza en algunos casos sincera, aunque rayana en la paranoia y sin fundamento objetivo alguno. El éxito de esa desconfianza sólo puede entenderse por haber sido abonada durante años por los partidos y los medios de la izquierda oficial.

Ahora ya no soy tanto de izquierdas porque tengo ojos, oídos y cabeza para ver lo que está pasando y es muy triste (Joaquín Sabina)

Josep Verdejo es periodista.

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