La izquierda Frankenstein y la derecha Popeye

El síndrome de Popeye es una lesión grave que afecta al músculo, al tendón y a las articulaciones desde el hombro hasta el codo. El efecto aparente es un gran desarrollo del bíceps, pero la realidad es que se ha producido un desgarro de lo que une esas tres partes; se genera una retracción mecánica del músculo que hace parecer fuerte a quien lo sufre, pero el músculo ya no puede cumplir su función porque ha perdido toda su flexibilidad y toda su fuerza: parece un brazo fuerte, pero es un brazo roto. El aspecto es el del famoso dibujo animado, y de ahí su nombre.

El desgarro, erróneamente diagnosticado como fortaleza, ha definido a la derecha española desde finales de 2018 hasta el pasado 22 de octubre, fecha del conocido discurso de Pablo Casado con motivo de la moción de censura. Un día antes, el candidato de Vox estimó adecuado iniciar su intervención con esta frase: «El Gobierno de Pedro Sánchez es el peor Gobierno en 80 años de historia». Se trataba de una frase repetida y deliberadamente no rectificada durante semanas, es decir, de una provocación que puede ser leída legítimamente así: valdría la pena ser gobernados por Franco con tal de no ser gobernados por Sánchez.

Mediante esa frase se borraba cualquier diferencia de principio entre un Gobierno elegido democráticamente y otros que no lo fueron, pero sorprendente y paradójicamente fue la elegida para ayudar al éxito de una moción instrumental, destinada solo a convocar elecciones. El candidato creía poder hacer dos cosas simultáneas: primero, negar el valor superior de la democracia como principio político, dando así continuidad a la costumbre de cerrar sus mítines de campaña con las palabras con las que Blas Piñar cerró también alguno de los suyos; y, segundo, pedir confianza en su acreditado compromiso democrático para devolver la palabra a los españoles de inmediato.

Esa frase inaugural es rigurosamente incompatible con cualquiera de las tradiciones políticas que confluyen en el PP –liberalismo, conservadurismo y democracia cristiana– y sitúa a Vox en un territorio político absolutamente ajeno, con el que el PP simplemente no tiene nada que ver, ni siquiera en su más remoto origen. Y frente a ella lo único procedente en coherencia con lo que el PP ha sido, es y pretende llegar a ser, es decir no.

La frase mencionada, por limitarnos a ella, es una sobresaliente declaración de relativismo moral, relativismo cuyo opuesto no es el absolutismo moral, sino la moralidad. Por eso es sorprendente que desde posiciones y trayectorias políticas aparentemente alejadas de esa se haya pretendido relativizar la importancia de una declaración así en un momento así, para insistir en que al PP lo que le interesa es colaborar con Vox para desalojar a Sánchez.

Pero el relativismo, este y cualquiera, se combate con una afirmación sencilla: lo que tiene valor no tiene precio. Echar a Sánchez al precio de que el PP relativice su compromiso democrático no es aceptable en ningún caso, y no funcionaría en ningún caso. Lo que la nación hizo en la Constitución fue declarar solemnemente que su única forma digna de existencia es como democracia, y la voluntad de la nación, en cuyo nombre tantas veces se pretende hablar, no tiene precio, tiene valor.

Deslizada la dirección de Vox hacia un territorio simplemente indigerible para un liberal, para un conservador, o para un católico que se encuentren en un mínimo estado de vigilia moral y que distingan la brújula de la veleta en este tiempo de tolvanera, el camino no puede ser otro que la reconstrucción del centroderecha desde la base electoral, y en genuina y abierta tarea política en todos los frentes.

El discurso de Casado del 22 de octubre no produce ningún desgarro, sino que reconoce el que se ha solemnizado el día anterior a manos de Vox, que pretende emulsionar su relativismo pseudodemocrático con el compromiso democrático del PP; e inicia el proceso de sanación necesario, porque es el primer paso –solo el primer paso– de un proceso de reconstrucción programática y electoral de un centroderecha español mayoritario y ganador, distante de la asfixiante corrección política y su cultura de la cancelación, que destruye la posibilidad de una vida social libre, y distante también del lenguaje y de las posiciones de Vox, que son las que la izquierda pretende provocar porque le garantizan la suma electoral.

Las elecciones andaluzas de 2018, las autonómicas de 2019 y los acuerdos postelectorales del PP, han ocultado algo fundamental: el sistema de partidos nacional no es como el andaluz, el madrileño, el murciano, o el de Castilla y León. En Andalucía sólo cinco grupos obtuvieron representación en las elecciones que permitieron la investidura del candidato del PP como presidente (PSOE, PP, Ciudadanos, VOX y Adelante Andalucía); en Madrid, seis (PSOE, PP, Ciudadanos, Vox, Más Madrid y Podemos); en Murcia, cinco (PSOE, PP, Ciudadanos, VOX y Podemos); y en Castilla y León, cuatro (PSOE, PP, Ciudadanos y Mixto, con solo cinco diputados). Pero en el Congreso de los Diputados hay 10 grupos: Socialista; Popular; Vox; Confederal de Unidas Podemos; Republicano; Plural; Ciudadanos; Vasco; Bildu y Mixto, con nueve miembros. Lo que significa que lo ocurrido en Andalucía y Madrid no se puede reproducir en las elecciones generales, porque en Madrid y en Andalucía no hay nacionalistas, pero en el Congreso, sí. El otros que muchas de las encuestas empeñadas en seguir midiendo el rendimiento conjunto de las tres supuestas derechas dejan en gris, ronda los 40 diputados, y casi todos militan a favor de Sánchez.

Aplicado a las elecciones generales, ese modelo autonómico garantiza la continuidad de Sánchez, porque Casado, a diferencia de Díaz Ayuso y de Moreno, debe derrotar a la izquierda y a los nacionalistas simultáneamente y unidos, y eso no es posible hacerlo con el actual sistema de partidos nacional. Si Núñez Feijóo ha podido hacerlo en Galicia ha sido porque ni Vox ni Ciudadanos han tenido representación en el Parlamento gallego. Por haber logrado eso, Feijóo es presidente.

La conclusión es bastante clara: en unas elecciones generales la derecha con síndrome de Popeye no puede derrotar a la izquierda Frankenstein. Puede hacerlo un PP fuerte, nada más.

Ciudadanos tuvo en las generales 1.650.000 votos, el 6,8% del voto válido, que se convirtieron en 10 escaños. ERC tuvo 874.000 votos, el 3,61%, y 13 escaños. Cuesta entender que se persista en conceder ese tipo de regalos. Se entiende mejor a los 180.000 votantes gallegos de Vox y Cs en las generales de noviembre de 2019 que obtuvieron una representación de cero escaños, mientras Podemos, con igual porcentaje de voto, obtenía dos. Se les entiende mejor porque, unos meses más tarde, en las autonómicas gallegas de 2020, el voto a esos dos partidos quedó reducido a 35.000, Podemos no tuvo escaño y Feijóo repitió investidura. El proceso de aprendizaje de esos 150.000 votantes gallegos, aproximadamente lo que creció el PP, es ahora esencial como modelo para toda España.

En las elecciones de noviembre de 2019 hubo 19 circunscripciones en las que Vox no obtuvo representación en el Congreso. En el caso de Ciudadanos, 44 circunscripciones. En total, más de un millón de votos de personas profundamente preocupadas por la situación de España que no solo no obtuvieron representación, sino que indujeron la representación de lo que no desean; votos suficientes como mínimo para constituir una minoría de bloqueo eficaz.

Por todo esto, moral y estratégicamente, el discurso de Pablo Casado del pasado 22 de octubre era sencillamente indispensable, para el PP y para España.

Los votantes de Vox no son franquistas. No relativizan la democracia. Son demócratas preocupados por su país con los que el PP debe conversar y a los que debe ofrecer compromisos razonables vinculados a sus intereses, que no están bien custodiados por Vox, comenzando por sus libertades individuales, a las que Vox parece estimar menos que a la posibilidad de que Sánchez pierda el Gobierno. Probablemente se sintieron abandonados por un PP errático, distanciado en ocasiones o descreído, pero precisamente por eso, con seguridad no comparten el relativismo moral de Vox. Autolesionarse y ponerse una y otra vez en manos de Sánchez no va a solucionar ninguno de los problemas de España. Y canjear el camino de servidumbre que Sánchez impone por el que propone Vox, tampoco.

Miguel Ángel Quintanilla Navarro es politólogo.

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