La destrucción de estatuas en todo Occidente vinculadas supuestamente al imperialismo, al capitalismo y al racismo no es una cuestión de ignorancia o incultura. Discutir con los activistas sobre los detalles y el contexto histórico de los personajes atacados es inútil; es más, así se sigue su juego.
Los activistas pretenden que sea objeto de debate lo que se creía indiscutible; por ejemplo, la figura de Churchill, aunque dirigió al Reino Unido en su lucha por la libertad frente a los nacionalsocialistas. Al admitir que es discutible se considera la posibilidad de que el otro tenga razón en parte o en todo. El activista busca la actitud defensiva del atacado. Es un viejo truco.
Por eso han hecho el ridículo todos aquellos que se han puesto de rodillas pidiendo perdón por una ignominia, la esclavitud, que cometieron otras personas hace mucho tiempo. No hay delitos colectivos, ni se heredan las condenas. Ni siquiera nuestra civilización se asienta en el esclavismo, ni existe discriminación legal por raza o religión. No es perfecta ni tiene por qué serlo, pero es innegable que nunca en la Historia de la Humanidad hemos tenido estos niveles de bienestar global.
¿A qué viene entonces esta destrucción? La violencia sin aparente sentido, escribía George Sorel, uno de los pensadores de referencia de Lenin y Mussolini, es la mejor arma contra el sistema burgués. Por eso no importan tanto las estatuas -pueden levantarse otra vez o limpiarse-, como la motivación de esos actos.
El objetivo último de estos activistas es la destrucción de los pilares culturales de la democracia liberal occidental. Es acabar con el imaginario y las creencias, desde la religión cristiana hasta las historias nacionales, sus hombres, acontecimientos y principios. Es destruir aquellas figuras en las que se ancla el sistema actual. Todo fue malo porque nada o nadie fue como marca su paradigma ecofeminista, anticapitalista y racializado.
Esa evaluación del pasado busca reinterpretar ideológicamente la historia para controlar el tiempo actual
Esto no es marxismo cultural, sino leninismo cultural. Marx pensaba que el socialismo vendría por las contradicciones del capitalismo. Lenin, en cambio, consideraba que la Nueva Sociedad sería una imposición lograda a través de la lucha política. La nueva Era, decía Marx, vendría por el devenir histórico, mientras que el ruso necesitaba tomar el Palacio de Invierno, liquidar físicamente al enemigo social y al político, al burgués, y destruir su cultura y costumbres. No habría Nueva Sociedad sin forjar un Hombre Nuevo, y éste no llegaría hasta que no se terminara con “lo viejo”, tal y como dedujo Gramsci de Lenin. Solo cambiando la cosmovisión de la sociedad, a la fuerza o por voluntad, podrían darse las condiciones para crear la nueva Era.
Mao Zedong también vio con claridad ese leninismo cultural y lo aplicó en la llamada “Revolución cultural” en la década de 1960. El chino lo expuso sin ambages: la construcción del socialismo precisaba de la destrucción de los “cuatro viejos”. Se refería a la cultura, el pensamiento, la tradición y la educación de “otros tiempos”, y sustituirla por unas más “convenientes para un mundo mejor”. Es la idea del progreso entendida como el dictado de una fórmula política que borra todo lo demás, y que margina a los disidentes.
Primero tomaron la educación, luego los medios de comunicación. Se apropiaron del lenguaje y se adornaron con una superioridad moral que impone quién tiene derecho a opinar y gobernar, incluso a trabajar en esas profesiones, y quiénes son considerados “anomalías”. Después usaron los métodos de los nuevos movimientos sociales: todo es política, como indicaba Gramsci, porque solo del conflicto se puede salir vencedor.
Aplicaron el presentismo para evaluar el pasado cultural y, por ejemplo, censurar las obras del Museo del Prado hoy por machistas, y mañana será por antiecologistas o poco animalistas. De ahí a la ocultación de dichas obras de arte o su reconstrucción al dictado de la corrección política hay un paso. De hecho, ya ha pasado con algunas novelas de la literatura infantil y juvenil, incluso con clásicos como Moby Dick o Lo que el viento se llevó.
Esa evaluación del pasado por la moda del presente, dejando a un lado a los que quieren lucrarse o cobrar notoriedad con estas historietas, tiene el objetivo de reinterpretar ideológicamente la historia para controlar el tiempo actual y determinar el futuro. Por supuesto, esto siempre se hace acompañar de un moral puritana, fanática y agresiva para crear confrontación social.
La mejor solución es esperar a que la violencia sin sentido acabe y reponer las estatuas en su sitio y repararlas
Los ataques a estatuas y cuadros del pasado están envueltos en lo que esa izquierda activista llama “poder constituyente”, expuesto por el comunista italiano Toni Negri. Se trata de que la acción colectiva -el derribo, la pintada- tenga la apariencia de una demostración espontánea de la voluntad general, desbordada tras años o décadas de injusticia.
Es un plan deliberado y organizado. No se trata de una respuesta al asesinato de George Floyd. El éxito de este activismo envalentonado está en la complacencia de los políticos progres. Es el ejemplo de Justin Trudeau, al que faltó tiempo para pedir excusas por haberse disfrazado de Aladino negro con 29 años, y para ponerse de rodillas implorando perdón por actos que cometieron gentes de otro siglo. No solo es falta de inteligencia, sino incoherencia.
El activismo contra los personajes históricos es, en definitiva, parte de la campaña de la extrema izquierda para demoler los “cuatro viejos” y avanzar en la imposición del pensamiento único. No luchan contra el racismo, sino contra el capitalismo y la democracia liberal. Tampoco defienden los derechos humanos o la libertad, sino el colectivismo y la dictadura.
No olvidemos que nada dicen de Marx, racista y xenófobo con judíos y mexicanos, ni del Che Guevara, que denigró a los negros y a los homosexuales. Por eso, la mejor solución es esperar a que la violencia sin sentido acabe y reponer las estatuas en su sitio y repararlas, al igual que se hace con las calles, las tiendas y los escaparates que sistemáticamente saquean tras alguna de sus manifestaciones. Y luego, en paz, ir a visitar monumentos y museos, no por ideología, sino por placer.
Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.