Para aquellos que todavía conservan recuerdos del siglo pasado, el hecho de que Italia se haya convertido en un país gobernado por una alianza confusa, pero catalogada en cualquier caso y no sin razón como de extrema derecha, debe plantear no pocos interrogantes. Porque Italia fue durante muchas décadas un símbolo de la izquierda: fue allí donde operó el partido comunista más fuerte de Europa Occidental —con casi dos millones de afiliados y porcentajes de voto en torno al 30% durante mucho tiempo—, y que, pese a permanecer siempre en la oposición, supo arrancar, con sus iniciativas y su hegemonía, lo mejor que se ha logrado en ámbito democrático y social. Después del legendario 68, que en Italia duró diez años por lo menos, miles de jóvenes de toda Europa acudieron en peregrinación allí para ver de cerca el “caso italiano”, hasta el extremo de que nuestro idioma llegó a ser denominado “el inglés del movimiento”. ¿Qué le ha ocurrido a esa gloriosa izquierda?, ¿cómo es posible que haya quedado reducida a menos del 20% y que los italianos hayan elegido un Gobierno dominado por las posiciones de Salvini, un racista que parece salido de Visegrad?
Lo que ha ocurrido no ha sido un accidente fortuito, sino el resultado de un proceso de varias décadas que ha llevado a una profunda erosión no solo de la izquierda sino de la democracia en general. Nada diferente, sin embargo, a lo que ha sucedido también en el resto de Europa. Son muchas las causas, pero la principal es la pérdida de lo que siempre ha legitimado a la izquierda, es decir, de su capacidad para representar políticamente los intereses sociales (y, por lo tanto, los valores también) de la clase obrera y de los grupos sociales relacionadas con ella. Esa clase trabajadora está hoy en descomposición, en parte debido a las nuevas tecnologías, pero sobre todo a causa de una deliberada voluntad de demolerla. En la actualidad, la gran industria manufacturera no emplea más del 8% de la fuerza de trabajo, mientras que se está extendiendo una bolsa de trabajo precario y fragmentado.
Para hacer que resulte más difícil representar este trabajo desmenuzado concurre también un hecho cultural: a los más jóvenes se les ha inducido a pensar que es mejor sentirse más libres e independientes que sus padres, sin estar obligados a vivir toda la vida en una cadena de montaje y sometidos a un jefe. Cuando, en realidad, son solo trabajadores carentes de contrato y, por lo tanto, de derechos sociales.
La izquierda, toda la izquierda en todos los países de Europa, no solo no se ha percatado de tal mutación, sino que más bien ha contribuido a que se produzca. Una enorme porción de la sociedad se ha quedado así sin representación política y abandonada, además, a la hegemonía del individualismo extremo y abocada, por lo tanto, a la desconfianza en la política, cuando esta estriba en la relación con los demás, en el descubrimiento de que los problemas de cada uno no puede uno resolverlos solo.
Hay que añadir que con la globalización se ha producido también la privatización del poder legislativo. Decisiones que implican consecuencias decisivas para la humanidad se derivan, en su mayoría, de contratos comerciales o financieros establecidos a escala mundial entre los grandes grupos, mientras las deliberaciones de los Parlamentos tienen un papel cada vez más secundario. El margen de la izquierda para actuar democráticamente ha sufrido, en este contexto, una drástica reducción. Y este no es más que un aspecto de la erosión de la democracia en curso, del desplazamiento progresivo del poder de decisión hacia manos de particulares y/o ejecutivos, en detrimento de los Parlamentos, considerados ahora demasiado lentos para los ritmos impuestos por el tercer milenio. Dado que la izquierda no tiene poder económico, sino solo la política para hacer valer sus propias razones, es lógico que haya sido la principal víctima de este fenómeno.
En cada país, sin embargo, el vacío dejado por la izquierda se ha ido llenando de manera diferente, y en Italia quizá de la forma más peculiar: con una fuerza muy anómala como el Movimiento 5 Estrellas y otra racista y trumpiana como la Liga, pero no tradicionalmente fascista, como está sucediendo en casi todas partes, al menos como amenaza. También España se ha embarcado en un camino autónomo, pero aquí en un sentido positivo: con Podemos, una fuerza de izquierda moderna, joven e incluso razonable.
Resulta difícil definir a los grillini: una confusa amalgama de frustración juvenil, rabia de una base social pequeñoburguesa particularmente afectada por la crisis y sin tradición de izquierda, pero en la que están presentes también muchos votantes procedentes de la izquierda, que quieren expresar de esta forma su protesta contra su ámbito de origen. Y es natural, porque a diferencia de los otros países europeos en el último lustro ha sido la izquierda la que ha ocupado el Gobierno: el Partido Democrático, la infeliz criatura nacida de un matrimonio de conveniencia entre comunistas deseosos de olvidar su historia para poder acceder al codiciado Gobierno y democristianos forzados a reinventarse a sí mismos después del ignominioso final de la Primera República que siempre habían gobernado. Aunque definir el Partido Democrático como un partido de izquierdas resulta difícil, especialmente después de las manifestaciones sobre los emigrantes del exministro del Interior, Minniti, espantosamente parecidas a las de la Liga.
Y, sin embargo, hay que tener cuidado con las simplificaciones: no creo que exista en Italia una amenaza fascista real, a pesar de que Salvini haga todo lo posible por evocarla. Para luchar contra ella, la solución no es dar vida a un confuso frente democrático. Sería mucho mejor embarcarse en un proceso más largo de reconquista de la sociedad que apostar por un equívoco Gobierno de tres al cuarto que, además, no tendría posibilidad alguna de ganar.
Una izquierda que lo sea de verdad sigue existiendo todavía en Italia, si bien desilusionada, recelosa, dividida a nivel político. Electoralmente invisible, refugiada en su mayor parte en la altísima abstención. Existe porque todavía están muy activas en el ámbito de la sociedad civil las distintas modalidades asociativas, que participan en el voluntariado a favor de los emigrantes, en batallas ecológicas y feministas (“Ni una menos”), en animar la lucha en los sectores con mayor trabajo precario, a los que es más difícil que lleguen las iniciativas de unos sindicatos que todavía está tratando de recuperarse en este terreno después de años de desatención. Una izquierda dinámica pues en el ámbito de la acción social, pero débil todavía en el político-electoral. Por esta razón yo, que todavía soy de izquierdas, no dejo de recordar la advertencia del Papa. En un discurso durante un encuentro con los movimientos sociales, Francisco dijo: “Chicos, la caridad es algo muy hermoso, ¡pero se necesita la política!”. Para la izquierda debería ser algo obvio, pero es buena cosa que nos lo recuerde también el Papa.
Lucia Castellina, periodista y escritora, ha militado en varios partidos de izquierda. Traducción de Carlos Gumpert.