La izquierda jacobina contra la segregación nacionalista

Este domingo 18 de septiembre, a las 12:30, saldremos a las calles de Barcelona, junto al Arco de Triunfo, convocados por la plataforma Escuela de Todos. En este artículo voy a intentar resumir las razones que nos mueven a participar activamente desde la izquierda jacobina en este acto convocado por tan ejemplares resistentes cívicos frente al oprobio nacionalista.

Como somos militantes de una izquierda consecuente, nuestra defensa del ideal de ciudadanía es innegociable. Cuando hablamos de derechos lingüísticos, estamos hablando de los derechos de los ciudadanos.

Primera lección que, en el culmen del delirio identitario, se ha olvidado: las lenguas y las culturas carecen de derechos. No tiene derecho alguno el catalán, como de idéntica forma carece de derechos la lengua española o castellana.

Durante demasiado tiempo en España se ha cultivado la cerril querencia identitaria como imperativo para ser considerado aceptable en sociedades políticas secuestradas por el nacionalismo. Solo así se entiende que se hayan naturalizado expresiones genuinamente xenófobas como las de lengua propia e impropia. ¿Es que acaso la lengua materna de más de la mitad de los catalanes es una lengua extrajera?

Es la reproducción, en materia de lengua, de la infamia de las balanzas fiscales. Entre Gerona y Barcelona no se suelen dibujar estos engendros contra la redistribución. Ya saben, la redistribución con el que no es de casa, con Extremadura o Andalucía, no sale a cuenta.

Son los mismos nacionalistas, los que conjugan el sintagma de la lengua impropia, los que anteayer practicaban el gracejo racista de no salirles a cuenta pagar los "comedores de los primos de Jaén".

Si no somos capaces de desmontar el trasfondo ideológico del nacionalismo etnolingüístico, seguiremos dándonos de bruces con la misma pared una vez tras otra.

El nacionalismo, que bebe de las fuentes del romanticismo decimonónico y del idealismo, cuando no directamente de fuentes teóricas racistas, considera que la lengua es el elemento de conformación de un demos o unidad de decisión política diferenciada. A través de la misma se tiene una visión del mundo uniforme, una cosmovisión compartida.

El particular hace aguas por todas partes, pero remite a las bases más esenciales del nacionalismo. Esa lengua que nos confiere una visión del mundo unívoca, una identidad compartida, nos convierte en acreedores de un presunto derecho. El tenebroso e inexistente derecho a elegir a nuestros vecinos, a segregarlos, a levantar una frontera entre ellos.

La lengua determinaría así la unidad de soberanía, la nación. Del Estado plurinacional que tanto manosean los nacionalistas pasaríamos a sus pequeños Estados tribales, monolingüísticos e identitariamente uniformes, donde, por supuesto, la secesión antaño invocada como derecho estaría proscrita dentro del Estado-tribu resultante de la misma.

Como somos socialistas y republicanos, no podemos sino situarnos en las antípodas de semejante delirio racista.

Los Estados nación surgidos de las revoluciones democráticas cristalizan en su seno el ideal de ciudadanía. No hay una identidad cultural previa a la condición política de ciudadanía que la prefigure o determine. No puede haber ciudadanos de primera o ciudadanos de segunda, ni lenguas propias e impropias, ni territorios con derechos históricos especiales y otros que no merezcan la redistribución de los más ricos.

Si nos tomamos en serio la herencia democrática e ilustrada, en el territorio político todo es de todos. No puede haber banderías ni tribus, ni pueblos con derechos especiales o prepolíticos. Lógicamente, y por fortuna, no existen tantos Estados como lenguas hay y el monolingüismo es un rara avis dentro de los Estados nación.

Ambicionar comunidades políticas de sangre, de pureza identitaria, que preserven unas esencias nacionales eternas e inmutables es un proyecto esencialmente reaccionario. Nacionalista, por abreviar y condensar en una palabra el infame proyecto de levantar una frontera entre iguales, rompiendo la unidad de justicia redistributiva y de decisión conjunta.

Como socialistas, somos plenamente conscientes de que la igualdad jurídica de la nación política y el ideal de ciudadanía no sólo se encuentran amenazados por el tribalismo nacionalista y su proyecto de extranjerización de millones de personas.

También lo están por el fundamentalismo de mercado que disuelve la propia idea republicana de una comunidad política de ciudadanos, donde rijan unas leyes e instituciones que sean la voz de los que carecen de voz en el mercado, y no el gobierno de la arbitrariedad de los poderosos.

Es por eso por lo que la cuestión lingüística y la social son inseparables. Son dos caras de una misma moneda, una misma cuestión en realidad.

A las clases trabajadoras, profundamente depauperadas en este capitalismo extenuante, las mismas que sufren un paro estructural en la periferia desindustrializada, las mismas que experimentan los estragos de la uberización del mundo del trabajo, de la lacerante precariedad laboral, de los abusos y fraudes hipotecarios, de la imposibilidad de acceder a una vivienda, las mismas que han visto como sus vidas se han convertido en un lúgubre ejercicio desesperado por la supervivencia, las políticas de segregación lingüística les suponen una estocada definitiva y letal a sus maltrechos derechos.

Si la clase social, con sus implicaciones materiales más marcadas que nunca, supone un abismo para la inclusión social de cientos de miles de trabajadores, establecer barreras lingüísticas para acceder a un mercado laboral íntegro y no parcelado sólo puede calificarse como una política doblemente reaccionaria.

Si en el contexto de crisis inflacionaria, con el pacto capital-trabajo totalmente fracturado y una más que previsible vuelta a los estragos de la austeridad sobre el trabajo ante un capital globalizado que aumenta sus beneficios de forma impúdica, queremos ayudar a los trabajadores, habría que empezar por priorizar la maltrecha agenda social sin levantar trabas identitarias con arreglo al código postal.

Si queremos ser socialistas consecuentes, hay que depositar en el basurero de la Historia a cualquier nacionalismo, en sus diferentes versiones y gradaciones. Conminar a los trabajadores de cualquier punto de España a la segregación educativa, operando una suerte de privatización explícita de la educación pública, que se suma a las políticas neoliberales de privatización y degradación de lo público practicadas durante décadas, sólo puede merecer nuestro más firme rechazo, nuestra condena sin paliativos.

Porque queremos ser ciudadanos de pleno derecho, no nativos de un terruño ni feligreses de metafísica nacional alguna.

Porque queremos que nuestros derechos de ciudadanía, lingüísticos, políticos y sociales, se tutelen en pie de igualdad, sea cual fuere el furor patriótico de cada uno, aunque ese furor patriótico sea nulo, porque la intensidad en el apego identitario es una cuestión irrelevante a la hora de defender la integridad y la plena vigencia de nuestra ciudadanía.

Porque cualquier política de privatización, social o nacional, cualquier política destinada a mutilar lo común o a patrimonializar lo público, sea nuestra educación, nuestra economía, nuestro patrimonio compartido o nuestras instituciones, es una política que puede resultarle útil a las oligarquías y a las élites, como las nacionalistas en Cataluña, pero nunca a una clase obrera demasiado tiempo maltratada.

Porque el proyecto nacionalista de segregación identitaria es, en realidad, una versión actualizada de la tiranía de los orígenes, del sálvese quien pueda más crudo, contra la que luchar se antoja ineludible para cualquier izquierda reconocible, entre la que no incluyo a los falsos progresistas postrados ante el nacionalismo.

Por todo esto estará la izquierda jacobina el 18 de septiembre en Barcelona. Por una Escuela de Todos. Por una España de ciudadanos.

Guillermo del Valle es abogado y director de El Jacobino.

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