La izquierda mutada

Hace dos meses, Rodríguez Ibarra defendió el ejército de levas con el argumento de que era urgente que también los ricos lo pasaran mal. Eso es, al menos, lo que trascendió a los medios de comunicación. Si el mensaje les suena demasiado crudo, rocíenlo con un poco de aceite y denle dos golpes de sartén. Se obtiene la tesis siguiente, un poco menos ingrata al paladar: ser soldado entraña riesgos tan enormes, que sólo la necesidad o la desesperación económica explican que se elija la carrera militar. En consecuencia debería suprimirse el ejército voluntario, que no es voluntario en el fondo, y repartir el riesgo declarándolo universal y obligatorio. En su momento, dediqué en este diario una columna a la intervención del ex barón extremeño. Pero no pude expresarme con la holgura y sosiego que habría deseado. Aprovecho mi Tercera para dar suelta a las reflexiones que se me quedaron atravesadas en la garganta, o más exacto sería decir, en los puntos de la pluma.

Lo que verdaderamente me extrañó de Ibarra fue que expulsara de su argumento toda referencia a la patria. Son los revolucionarios franceses quienes inventan el ejército de masas, resucitando el principio venerable que asocia la ciudadanía al honor y al deber de empuñar las armas. Por supuesto, la patria genera rendimientos que es dable evaluar sin ser un patriota. Pensemos en cómo abordaría la cuestión un economista. Desde el punto de vista de la teoría económica, la patria integra un bien colectivo, entendiendo por tal el que no es posible proporcionar a una persona sin hacerlo extensible a todas. El ejemplo clásico, procedente de Stuart Mill -y endosado a Adam Smith-, es el de un faro. Usted no puede construir un faro para que sólo su barco aporte sin encallar en la costa. Si usted construye un faro, su faro también resultará provechoso a los demás barcos. De aquí se desprende una suerte de aporía: como los faros salen por un pico, lo racional será que el individuo, que es calculador y egoísta, intente desplazar los costes al incauto que está dispuesto a apoquinar los fondos necesarios.

Formulado de otra manera: la concentración del coste, y la dispersión del beneficio, inhabilitan al mercado como un mecanismo eficaz para la distribución de los recursos. La aporía se resuelve dando entrada al Estado. Es el Estado el que se encarga de que se haga lo que no harían los individuos sueltos de modo espontáneo. La patria como sentimiento sería el apéndice ornamental, el airón sobre la frente, de un aparato de poder que se justifica por falta objetiva de alternativas.
Esto no tiene nada que ver, claro está, con lo que piensa el patriota. Para el último, la patria no es un mal menor o un expediente meramente útil, sino algo por lo que merece la pena sacrificarse, rindiendo la vida si fuere menester. La patria, en fin, es incompatible con el cálculo. Queda más allá del sistema conceptual del economista corriente, y por supuesto, del economista neoliberal. Pero no queda más allá, es importantísimo notarlo, del esquema moral de un socialista. De hecho, «patria» sintoniza con «solidaridad», y otros conceptos altruistas. Un socialista, en sus horas más teatrales, afirmará, invocando al Sócrates que citan Plutarco o Cicerón, que su patria es el mundo. En momentos de mayor modestia, se conformará con su país. En cualquiera de los dos casos, la patria representará una instancia espiritual superior, a la que no pedimos cuentas ni la devolución con interés de lo que le hemos entregado. ¿Por qué no la ha invocado entonces el socialista Ibarra? ¿Y por qué no la invocan muchos de sus compañeros de partido?

Existe una explicación específicamente española. Los españoles mantenemos, por desgracia, una relación conflictiva con nuestro perfil nacional. Ahora bien, sucede algo más. Lo que ocurre es que el socialismo se ha contaminado de neoliberalismo. Ha sufrido una suerte de mutación, dando lugar a una especie que no aparecía filiada en la historia de las ideas. No hablo en broma. Hablo... perfectamente en serio.

Repasemos otra vez el alegato de Rodríguez Ibarra en favor del ejército de levas. En su primera mitad está calcado del que habría esgrimido uno de esos economistas que tanto detestan los socialistas. Se reduce a afirmar que la defensa, un bien colectivo y por tanto universal, reposa sobre las espaldas de los menos favorecidos. Los menos favorecidos desempeñan el papel del incauto constructor de faros. No enoja a Ibarra que los ricos no consigan estar a la altura de un deber sublime; lo que dice es que se benefician injustamente del esfuerzo de los pobres. La idea del bien común desaparece, reabsorbida por el reproche de que unos cargan con el mochuelo, y otros se alzan con la ganancia. En su segundo tramo, el argumento apela, rutinaria y demagógicamente, a la lucha de clases. Se trata, en una palabra, de un argumento mixto, jenízaro. Me he referido a una mutación dentro del pensamiento socialista. Quizá fuera más exacto, en este caso, hablar de un injerto. Se ha injertado una pera en una manzana, para dar origen a una fruta que es pera por un lado, y manzana por el otro.

No menos reveladora resulta la metamorfosis experimentada por el pensamiento republicano, en la versión a que ha querido adherirse Zapatero. El pensamiento republicano se nutre de la retórica patriótica clásica. La Primera Década de Tito Livio, la obra que inspiró a Maquiavelo un texto que es el reverso de El príncipe, está constelada de sacrificios portentosos y supererogatorios. Clelia, una mujer, desafía al rey Porsena y redime a las cien vírgenes que han sido entregadas como rehenes por los romanos; Cocles pierde un ojo defendiendo en solitario la cabeza de un puente sobre el Tíber contra el ejército etrusco; Mucio Escévola se abrasa la mano que no ha sabido matar al enemigo de la república. ¿Qué nos ha llegado de esta gran tradición? Un programa de subvenciones a cuenta del Estado para que los ciudadanos amplíen su autonomía, o empleando una jerga menos engañosamente kantiana, una política orientada a que la gente acrezca su bienestar material a través del impuesto progresivo. Éste es el republicanismo de Pettit, después de depuradas sus páginas de ganga. Quentin Skinner, por cierto, y sobre todo Pocock, son, todavía, otra cosa. Pero el irlandés obsequioso que hemos visto por estos pagos es, sobre todo, lo que acabo de contar. Se repite el esquema neoliberal, sólo que dado la vuelta. Las estrategias interesadas de quienes prefieren que sea otro el que pague el faro, se hermosean y rebautizan como derechos individuales, que ya no son individuales sino, mire usted por dónde, ciudadanos.

¿Quién pagará el faro? El Estado, que somos todos y no es nadie. El Estado, depositario en tiempos de la Voluntad General, se ha convertido en una agencia de servicios en cuyo consejo de administración se sientan los que han hecho de la pesca del voto su manera de echar buen pelo en la vida pública. El descenso es considerable. Algún duende, algún virus informático, ha tenido que colarse en el guión.

Álvaro Delgado-Gal