La izquierda panda

Una vez le escuché decir a un viejo y admirado catedrático que existen dos tipos de docentes: los profesores panda y los profesores rata. El profesor panda toma su nombre de esa afable variante asiática de oso, cuya digestión es tan sofisticada que sólo puede comer bambú. El profesor panda, emulando al delicado plantígrado, se caracteriza por sólo ser capaz de impartir docencia de aquellos contenidos que son su estricta especialidad. Una especialidad que, las más de las veces, tiene la extensión de un sello de correos.

En oposición al panda se encuentra el profesor rata, este docente funcional y dispuesto a enseñar aquello que haga falta. Al igual que el roedor, este profesor todoterreno se caracteriza por su condición voraz y omnívora. Estos docentes, solícitos y comprometidos, manejan un amplio espectro de conocimientos y, sobre todo, mantienen una firme voluntad de ayuda y compañerismo que les hace ser capaces de digerir, inteligir y transferir casi cualquier contenido. Suelen ser, dicho sea de paso, los mejores enseñantes y los mejores colegas.

Esta dicotomía, con la que confieso que establezco taxonomías preventivas en la universidad, sirve también para justificar la paulatina pérdida de protagonismo de la izquierda en el ámbito cultural e intelectual. No hablo, todavía, de la gran cultura inmediatamente visible, sino de los circuitos que producen sentidos latentes y que, poco a poco, capilarizan lo que será la nueva cartografía ideológica de las próximas décadas. Cuenten el número de columnistas de talento menores de 40 años identificables con lo que Pedro Herrero denomina la no-izquierda y hagan números con sus homólogos de izquierdas.

La izquierda, al igual que el oso panda, ha ido sofisticando su organismo hasta generar una colección infinita de intolerancias que operan una suerte de expulsión centrífuga. Y esa delicada dieta le acabará siendo letal, puesto que ninguna ideología puede sostenerse demasiado tiempo si no se somete a la fecundidad constructiva de la colisión de ideas. A la izquierda le molesta si vas a los toros, si te tomas un Aperol spritz, si vas a misa, si te gusta la selección, si decides vivir en una urbanización con piscina, si tu coche es diésel... Y en el juego de la democracia representativa, si empezamos a restar colectivos como si esto fuera el ‘Quién es quién’, parece obvio que la bolsa de votantes se hará cada vez más magra.

Pero es, sorprendentemente, en el ámbito intelectual donde se ejecutan las más autolesivas operaciones de purga en las filas de la izquierda. Cada vez son más los escritores, creadoras, editores o pensadoras que reciben alguna suerte de reprimenda por no ser suficientemente de izquierdas. Tan estrecho y exigente se ha hecho el ideal asintótico del intelectual zurdo -y tan ininteligible su jerigonza, por cierto- que no pocas personalidades que en otro tiempo sirvieron a la socialdemocracia hoy aparecen sacrificadas desde la roca Tarpeya del izquierdismo. Entre tanto pensamiento crítico la autocrítica les quedó proscrita y las dinámicas evaluadoras de la pureza de sangre alcanzan límites casi inquisitoriales.

Son muchos, créanme, los filósofos, poetas o cineastas que, confesándose sensibles a la justicia social, hoy no encuentran acomodo en los estrechos circuitos de la izquierda oficial. Algunos nostálgicos, todavía, siguen incluso reivindicándose como la izquierda verdadera, a falta de que pase este mal resfriado. La desdicha para ellos no habría de ser mayor si no fuera, precisamente, por el hecho de que la derecha está sabiendo aprovechar esa torpeza estratégica del adversario. Una prueba de ello es que gran parte de las fuentes intelectuales de las que hoy se nutre la derecha son valiosísimos desechos de lo que la feroz depuración ideológica ha operado en los círculos de izquierdas.

Es así como la izquierda, afanada en cultivar una dieta cada vez más selecta, ha arrojado a los márgenes una colección de conceptos, tradiciones, ideas y personas que la derecha, omnívora y sagaz, está sabiendo aprovechar por primera vez. Una muestra de ello la encontramos en una noticia publicada hace pocos días: el Partido Popular aspira en su próxima convención a ampliar el ancho de su caudal intelectual atrayendo a referentes de reconocido prestigio mundial como Mark Lilla, Anne Applebaum, Michael Ignatieff o Steven Pinker. Podrían ser otros los nombres, pero no es poca pólvora.

Lo determinante no es sólo la ambición intelectual que empieza a exhibir la derecha -y que a su manera pudo reconocerse tradicionalmente en el PSOE, en el origen de Podemos y todavía algo hoy en Más Madrid-, sino la capacidad que empiezan a demostrar para integrar ideas y personas que no son inmediatamente próximas a su previsible agenda política e intelectual. Hay una forma de astucia que consiste en plagiarle las fortalezas al adversario. Lo vimos con la medida natalista de Díaz Ayuso y lo comprobamos ahora, cuando las derechas son capaces de convocar a un liberal de izquierdas como el profesor Lilla si en su ideario hay, como en la dieta de la rata, cualquier cosa que sea aprovechable.

O mucho me equivoco o me temo que la ‘gourmetización’ intelectual e ideológica de la izquierda les acabará jugando una mala pasada. Hoy, con el Gobierno de coalición al mando de las instituciones, son todavía muchas las prerrogativas con las que cuenta la industria cultural progresista. Este tiempo, sin embargo, forzosamente pasará, y cuando el sanchismo periclite, la izquierda en general y el PSOE muy en particular habrán malbaratado uno de los capitales esenciales que solían inclinar el tablero político a su favor: la hegemonía cultural. O detienen la purga o el Partido Popular será capaz de componer un provechoso manjar con todo lo que la izquierda está tirando a la basura. Y a la izquierda panda, sin embargo, sólo le quedará el bambú.

Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente del Consejo académico de Ethosfera.

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