La izquierda patrimonializa el feminismo

Anda la izquierda, a través de sus cada vez más delirantes mayordomos mediáticos, reclamando la unidad, presuntamente perdida, del movimiento feminista. Cuando estos periódicos hablan de unidad en nombre de la izquierda hemos de entender que en realidad los que hablan son los hombres que detentan el poder de facto en estas fuerzas políticas, toda vez que las mujeres, según se infiere de las últimas manifestaciones en la calle, se encuentran precisamente en un proceso de división y divergencia, por otra parte, perfectamente legítimo.

En este momento, asistimos a la confrontación de dos expresiones preeminentes de la ideología feminista. En un lado del ring, con muchos años a sus espaldas y un gesto ceñudo aunque no crispado, se sitúan las feministas a las que podríamos denominar ortodoxas o clásicas. Allí conviven desde posiciones genuinamente progresistas y liberales, eso sí, minoritarias, hasta identitarismos feministas puramente reaccionarios. En el otro lado del cuadrilátero, exhibiendo esta vez un ceño desafiantemente crispado que puede trocarse, sin embargo, en un mar de abundantes lágrimas, realiza ejercicios de calentamiento un feminismo de carácter más frívolo y adolescente, un feminismo, por así decirlo, de tono zascandil.

La izquierda patrimonializa el feminismoEn la primera corriente se integrarían las dignas matronas del PSOE, las de «el feminismo no es de todas, bonita»; en la segunda militarían las indignadas bacantes de Podemos, las de la Ley Trans y el solo sí es sí. La primera forma de feminismo, aun reivindicando desigualdades sustanciales en el ordenamiento jurídico, por más que lo haga siempre en nombre de la igualdad, todavía mantiene unos ciertos frenos democráticos en la aplicación de sus principios. La segunda, clama ya a calzón quitado por la ruptura de cualquier forma de justicia que no sea la del binomio punidad indiscriminada para los hombres e impunidad idem para las mujeres por el mero hecho de serlo. Es decir, la ruptura sin complejos del Estado de derecho.

Ello nos lleva a la presencia de ese germen deletéreo que habita dentro de toda ideología y que determina su deriva inexorable hacia formas cada vez más radicales de fanatismo. También nos permite apreciar una tendencia recurrente en este tipo de fenómenos según la cual cada avance en el proceso de degradación vendría a operar como una suerte de legitimación del estadio anterior, por más infame que éste fuera. Tenemos así que Pedro Sánchez, por ejemplo, nimbaría de dignidad a un político tan nefasto como Zapatero, o Irene Montero propiciaría que Carmen Calvo pareciera algo serio. Es precisamente por todo esto por lo que resulta perfectamente natural que la izquierda, sea esto lo que quiera ser, ande profundamente preocupada por la ruptura entre las diversas secciones femeninas del feminismo.

Desprovista ya de sus principales dogmas de fe, que se han demostrado históricamente fracasados, cuando no directamente letales, el autodenominado progresismo encontró en la patrimonialización (y subrayemos aquí el prefijo patri) del feminismo el recurso ideológico perfecto para la extensión de su voluntad de poder y control sobre los individuos. Desde entonces el feminismo, o lo que la izquierda ha hecho de él, ha operado indefectiblemente como el caballo de Troya a través del cual hemos ido sufriendo, tanto los hombres como las mujeres, un retroceso apreciable en nuestros derechos y libertades. Pero no sólo eso: los firmantes de estas medidas de control social cada vez más asfixiantes, que vienen bendecidas, sin embargo, en nombre del sacrosanto ideal de la igualdad, sin tener que ver la mayoría de las veces nada con ella, reclaman ya, sin el menor pudor, la pura punición para cualquiera que las critique o difiera de ellas. O lo que es lo mismo: el silencio de los corderos. Lo hemos visto de forma particularmente obscena en el revuelo que se levantó en el Congreso, con la inestimable connivencia de gran parte de la prensa escrita, por una crítica tan certera como perfectamente legítima a la ministra Montero.

Pues bien, esta efectividad del feminismo convertido en dogma de fe es tan determinante que no sólo está consiguiendo vulneraciones cada vez más flagrantes de las libertades de expresión y pensamiento en foros tan inseparables de ellas como son, por ejemplo, los medios de comunicación o las universidades, sino que ha servido asimismo para maniatar en su capacidad de acción a las fuerzas que se pretenden políticamente de signo opuesto. ¿Qué tipo de feminismo (puesto que afortunadamente no hay nadie en nuestras sociedades occidentales que se plantee diferencias esenciales entre los derechos de los hombres y las mujeres) es el que defiende nuestro principal partido de la derecha? Cualquiera, cabría responder, que la izquierda quiera decretarle como preceptivo.

Entrando en franca contradicción con su pretendida tradición liberal, la derecha española ha terminado asumiendo (y sosteniendo cuando se halla en el poder) todas y cada una de las aberraciones identitarias del feminismo rampante, desde la Ley Integral contra la Violencia de Género, hasta la propia mitología, sin contrastación empírica alguna, sobre el que ésta se sustenta. El problema que de ello se deriva no es sólo de índole social, en la medida que se está contribuyendo a la perpetuación de un sistema de discriminaciones e injusticias, sino también estrictamente político, ya que se deja en exclusiva la defensa de los últimos reductos de la igualdad a una fuerza política, Vox, que si por algo se caracteriza es por sus posiciones claramente iliberales y esencialistas.

El resultado de todo ello no puede ser más desolador, no sólo para la consistencia democrática de nuestra sociedades sino, así mismo, para el propio feminismo: puede que la fagotización de este por parte de la izquierda le haya reportado a esta pingües beneficios pero, a cambio, está proyectando sobre el movimiento feminista, que hasta ahora había concitado un amplio consenso en la sociedad, la imagen de ser el enemigo por antonomasia tanto de la libertad como de la igualdad ante la ley, de la misma forma que otrora lo fueran otros ismos. Tal vez, algún día, los historiadores del futuro, en el caso de que dicha profesión no se encuentre definitivamente amordazada por alguna orwelliana ley de memoria democrática, podrán evaluar los daños que la izquierda ha infligido a la causa feminista, pero habrán de ser las mujeres, sin embargo, las que se liberen de ese yugo.

Mientras tanto, desprovistos de un proyecto de emancipación cuya prioridad sean, en efecto, las mujeres, y que se sostenga sobre un concepto de libertad como paradigma principal de la igualdad efectiva, nos vemos abocados, tanto las mujeres como los hombres, a ser las víctimas de una caricatura de ideología que se materializada a través de leyes cada vez más liberticidas con las que, a la vez que blinda a sus perpetradores contra cualquier exposición a la crítica, se van logrando imponer unas formas de vida progresivamente más puritanas y restrictivas.

Así, por ejemplo, se regula la prostitución, no para atender los legítimos derechos de las mujeres que la practican, sino simplemente para penar a quienes recurren a ella, castigando de ese modo a las prostitutas por partida doble. O se abordan reformas preceptivas en las formas de las relaciones entre los sexos, en las que las mujeres son tratadas invariablemente como criaturas congénitamente desvalidas. La última vuelta de tuerca en este proceso nos viene de la otra Montero en el Gobierno, la cual pretende ahora castigar las «insinuaciones» y los «flirteos» entre los funcionarios, algo que hace apenas unos años hubiera sido impensable en una sociedad mucho menos adocenada gracias, entre otros, a los efectos del mejor feminismo. Y una última paradoja: es precisamente la extravagancia de estas iniciativas, su dimensión de evidente delirio, uno de los factores que mejor contribuye a hacer posible su imposición efectiva.

Manuel Ruiz Zamora es filósofo e historiador del arte.

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