La izquierda reaccionaria

En la Ópera de París, las bailarinas son funcionarias y a los 42 años tienen derecho a una pensión mensual equivalente a su último salario. Sin embargo, no dejan de trabajar, y a menudo se convierten en profesoras, acumulando jubilación y salario. Los empleados del Metro de París y los conductores de tren tienen que esperar hasta los 52 años para disfrutar de este mismo privilegio. En total, Francia tiene alrededor de cincuenta gremios que se benefician de los denominados «planes de pensiones especiales», mientras que, para los demás franceses, la edad legal de jubilación es, por término medio, los 63 años, una de las más bajas de Europa.

Las bailarinas y sobre todo los conductores de Metro de París (solo París se beneficia de este régimen especial) y de tren están en huelga, y desde hace tres semanas se manifiestan y paralizan el país para oponerse al plan del Gobierno de Macron de eliminar estos regímenes especiales y establecer una misma edad de jubilación y los mismos derechos para todos los franceses. ¿No es esta una reforma igualitaria, una medida de justicia social? Pero Francia no es una sociedad democrática, es una sociedad de privilegios; las minorías rara vez ceden ante la mayoría.

Es necesario recurrir a la historia de Francia para comprender la rebelión actual de los privilegiados y el paradójico apoyo que la opinión pública parece otorgarles, a pesar de ser la víctima de las huelgas. Después de la Segunda Guerra Mundial, los sindicatos ferroviarios, vinculados al entonces muy influyente Partido Comunista, obtuvieron estos regímenes especiales. Su argumento fue que los conductores de tren realizaban un trabajo duro y, sobre todo, que el Gobierno los necesitaba para reconstruir el país. Hoy su trabajo no es especialmente duro, pues la mayoría de los trenes y Metros están controlados por ordenadores, y el país ya se ha reconstruido. Pero su privilegio es adquirido, y en Francia un privilegio adquirido apenas se cuestiona; es equivalente a un título de nobleza del Antiguo Régimen. Por lo tanto, los franceses sin privilegios apoyan a quienes los tienen, porque respetan esta noción de derechos adquiridos y porque esperan, a su vez, obtener algún derecho particular que los distinga de la plebe.

Si me atreviera a generalizar, diría que todo francés sueña con ser presidente de algo, aunque no fuera más que de una pequeña asociación, o con recibir una condecoración, que las hay para todos los oficios, y obtener algún beneficio extraordinario, en el trabajo o en la jubilación.

¿Quién apoya esta Francia de desigualdades, anclada en el pasado aristocrático? La izquierda, cómo no. Solo la derecha, diga lo que diga Macron, pertenece a la derecha liberal, y trata de igualar las condiciones en nombre de la justicia social. Los planes especiales de jubilación son desiguales e injustos, ya que están subvencionados por todos los que no se benefician de ellos. A la derecha le preocupa el discurso de la igualdad y la justicia, y a la izquierda, el de los privilegios y las ventajas adquiridas. No hay quien lo entienda. Para justificar y, sobre todo, disimular sus posiciones paradójicas, esta izquierda equipara cualquier reforma del statu quo, cualquier modernización, a un avance del liberalismo y el capitalismo. Es un hecho que los regímenes especiales son caros, que son deficitarios; a la derecha le gustaría equilibrar las cuentas, y por lo tanto, la izquierda ruge contra la dictadura de las cifras, contra el liberalismo contable. En resumidas cuentas, la izquierda es retrógrada y la derecha progresista. Esto es indiscutible y los franceses lo saben. Los que votan a la izquierda no quieren que nada cambie.

Preguntémonos ahora por qué, desde hace tres semanas, los franceses toleran la parálisis del transporte que pudre la vida cotidiana. Los pocos Metros parisinos que circulan están invadidos por multitudes que se asfixian, y varios millones de franceses no pueden trabajar y no cobrarán. ¿Y qué hay de las compras de Navidad? Imposibles en la región de París. Pero a juzgar por las actitudes y los sondeos, el pueblo, que es la víctima, apoya a los huelguistas, además de por el ya mencionado respeto por los privilegios, porque en Francia cualquier rebelión, cualquier revolución, es vista con simpatía.

Esto tiene su origen en la escuela. Insistimos en enseñar a los niños que la Revolución de 1789 fue buena, sin mencionar apenas el Terror que siguió, la guillotina y la guerra civil. Y se enseña que Napoleón fue aún mejor, pasando por alto a los aproximadamente veinte millones de víctimas que se pueden atribuir en Europa a este megalómano. Los reflejos populares, desde lo más bajo a lo más alto de la sociedad, y los análisis políticos y mediáticos están condicionados por este culto a la Revolución.

Como en «Alicia en el país de las maravillas», Francia es una nación en la que se invierten todos los valores: la izquierda, que afirma ser progresista, es de hecho reaccionaria; la derecha, que tiene fama de conservadora, es en realidad moderna; y la Revolución que masacra tiene mejor reputación que la Reforma que libera. El general De Gaulle decía que era imposible gobernar un país que tenía 350 marcas diferentes de queso, pero gobernar este reino de ideas falsas es aún más difícil.

Guy Sorman

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