La jaula de oro que encierra al rey Juan Carlos

El rey emérito Juan Carlos I junto al príncipe heredero de Abu Dabi, Mohamed bin Zayed
El rey emérito Juan Carlos I junto al príncipe heredero de Abu Dabi, Mohamed bin Zayed

Hace un año, el rey Juan Carlos pasaba por Galicia, se despedía de los amigos marineros y ponía rumbo a los Emiratos Árabes para iniciar un exilio involuntario tras hacer pública su carta de despedida a su hijo Felipe VI.

Juan Carlos no se imaginaba que se marchaba a una jaula de oro de la que no puede, no quiere o no sabe cómo escapar.

Cada vez que aparecen en los medios de comunicación sus tímidos deseos de volver a su casa surgen de forma inmediata nuevos datos de su supuesta fortuna oculta, con paraísos fiscales y testaferros por medio.

Invariable en sus investigaciones el fiscal suizo Yves Bertossa, invariable en sus apuntes el comisario José Manuel Villarejo, siempre con una nueva exigencia económica y jurídica Corinna Larsen, la mujer que fue princesa centroeuropea y amante desde Suiza a Botsuana, pasando por los terrenos madrileños de El Pardo, y que convirtió a Juan Carlos de Borbón en una sombra de sí mismo.

Dicen los que se acercan a verle que está deseando regresar a España, pero que no se atreve. Que no se lo desaconseja tanto su hijo como sus amigos. Otros van más lejos y afirman que si quisiera abandonar su lujoso encierro no le dejarían. Que hay poderosos intereses detrás del manejo que hizo durante 40 años de lo que algunos califican de “cuantiosa fortuna oculta”. Los famosos 100 millones de su “pelea” con Corinna apenas representarían una muy pequeña parte del total, de acuerdo con esa tesis.

Muy, muy lejanos quedan los sucesos de la madrugada del 23 de febrero de 1981, cuando toda España estaba pendiente de su aparición como tabla de salvación ante los golpistas que habían ocupado el Congreso, con todo el Gobierno de Adolfo Suárez dentro.

El rey proporcionó en ese momento una vía de futuro para los españoles ante los golpistas que querían detener o torcer el proceso democrático emprendido tras las rápidas elecciones generales de 1977. Elecciones que ya se habían cobrado los puestos de varios generales y almirantes. Treinta y dos años después, en otra madrugada del mismo día, 23 de febrero de 2013, toda España volvió a estar pendiente de la necesaria aparición del rey para que, al igual que entonces, abortara con decisión, claridad y liderazgo el golpe de Estado blando contra el actual sistema constitucional al que estamos asistiendo hoy, con otros métodos y otros protagonistas, pero con el mismo objetivo.

La sucesión de acontecimientos, noticias, rumores, comentarios y declaraciones que se venían sucediendo desde hacía muchos meses, con base en la pésima situación económica en la que se encontraba España, podía ser una suma de casualidades. De hechos que de vez en cuando se superponen en la historia de los países de manera aleatoria y que producen un deterioro general de la estructura del Estado y de los órganos que lo administran.

Ocho años han pasado. Un nuevo rey ocupa el palacio de La Zarzuela y un nuevo presidente se sienta en la Moncloa. Pero muy posiblemente no todo es casual y sí causal.

Sin que se pueda asegurar que todo está planificado en tiempo, circunstancias y protagonistas, parece evidente que la suma diaria de informaciones y titulares de los medios de comunicación condujeron, en la primavera de 2014, a que la sociedad viera la necesidad imperiosa de un cambio en la Jefatura del Estado. De un cambio en las normativas que rigen el funcionamiento de todas las instituciones. De un cambio en los protagonistas (desde el rey abajo, todos). Y de una nueva formulación de las reglas sobre las que debe articularse la futura convivencia de los españoles.

Llegó la abdicación, llegó Felipe VI y las elecciones de 2015 dejaron bien claro unos meses más tarde que el bipartidismo político se había acabado en España. Hace unos días, en un importante bufete de abogados de la capital, me encontré con varios exministros y otros tantos expertos en Derecho Constitucional. Su preocupación era más que notable. Su diagnóstico, muy parecido. Su escepticismo acerca de las medidas que se están tomando, generalizado. Su preocupación sobre el futuro de España como nación, como país y como territorio común de convivencia, más que notable.

Todos ellos estaban dispuestos a aceptar que estábamos ante las condiciones ideales para que se diera un golpe de Estado blando. Nada de militares ni de carros de combate en las calles. Nada que dejara recordar a los Antonio Tejero, Jaime Miláns del Bosch o Alfonso Armada.

Se trataría tan sólo de desmantelar la esencia de la democracia parlamentaria. Esa en la que los ciudadanos concurren a las urnas para elegir a sus representantes, y en la que estos deben legislar y elegir a la vez a los que deben gobernar en cualquier circunstancia, por dura que esta sea.

El problema recurrente que mencionaban era siempre el mismo: Cataluña y los deseos de independencia de una mayoría política, que no social.

Legalmente, Juan Carlos I no tiene ningún impedimento para volver al palacio de La Zarzuela. Era su casa y sigue siéndolo. Hay investigaciones judiciales y fiscales, pero no acusaciones. Y un ominoso y prolongado silencio tanto desde la familia real como desde el Gobierno y los partidos políticos. Las visitas que recibe son desconocidas, salvo las de sus hijas. Un muro le aísla, sin que sepamos si es para protegerle o para retenerle. En la España de hoy, el rey Felipe no gobierna. Pero sí tiene el papel de moderar y de intentar que el necesario diálogo entre todos, más allá de las opiniones políticas, se extienda no sólo entre los partidos, sino también entre la sociedad.

Las mismas peticiones de abdicación que buscaron la salvación de la Corona deberían buscar también que el hombre que defendió la democracia en sus inicios pueda regresar a España. Quizá su desaparición física sería vista por algunos como un paso más hacia su soñada Tercera República. República que en estos momentos haría un flaco favor a los españoles en su conjunto (y a los republicanos en particular).

Raúl Heras es periodista.

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