La jaula dorada

Todos somos iguales ante la ley, recordó hace unos años don Juan Carlos a propósito de su yerno Urdangarin, aunque el entonces monarca reinante gozaba del privilegio de inviolabilidad constitucional y por tanto era un poco menos igual que el resto de los ciudadanos. Pero la premisa sigue siendo válida como principio esencial de la democracia. Y esa igualdad ante la ley incluye la presunción de inocencia, por mucho que la opinión pública la haya abolido de facto con veredictos anticipados y por más que ciertos actos o conductas merezcan, al margen de su consideración penal, una censura ética. Por eso sorprende que el presidente del Gobierno se olvidase esta semana de reclamar dicha cautela para el Rey emérito cuando (des)calificó con dos duros adjetivos -«inquietantes y perturbadoras»- las informaciones sobre sus ciertamente turbios manejos financieros. Noticias que, por ende, conoce o tiene la obligación de conocer hace tiempo; primero porque se le supone informado a través del CNI y luego porque desde marzo al menos recibió comunicación oficial y expresa de Felipe VI. Esas dos palabras, repetidas dos veces, expresaban una condena preventiva que en la práctica arrojan al anterior Jefe del Estado a los pies de la jauría populista -ignorando adrede su gigantesca contribución a la normalización política- y aíslan al actual en una suerte de burbuja defensiva con la que Sánchez pretende erigirse en el árbitro del destino de la monarquía.

Es obvio que el escándalo de la fundación panameña y las cuentas suizas de Juan Carlos suponen para el prestigio de la Corona, sostenido sobre la ejemplaridad, un problema de primer grado. El comportamiento modélico de Don Felipe no va a impedir que se vea salpicado a pesar de su esfuerzo por confinar las andanzas de su padre tras un cordón de aislamiento moral drástico. El asunto es una lata de nitroglicerina en manos de Pablo Iglesias, el separatismo catalán y demás radicales republicanos, que han encontrado los ingredientes necesarios para tratar de abrir una crisis de Estado. No hace falta insistir: hay consenso en que el desgaste es claro. Con que resulte cierto un diez por ciento de lo publicado, y más allá de su relevancia jurídica, el artífice de la Transición habrá tirado por tierra su formidable legado y, lo que es peor, situado a su heredero en una posición de enorme compromiso para su liderazgo. En el peor momento, además, para hacer frente a un trance tan ingrato.

Precisamente por ese carácter de riesgo para el modelo constitucional, la cuestión requiere la máxima responsabilidad del poder ejecutivo, que no puede afrontarla con frivolidad ni con oportunismo. Y en este instante preciso es difícil saber si Pedro Sánchez está realmente comprometido con la estabilidad del sistema o siente tentaciones de sacar ventaja del conflicto. La sensación que proyecta es la de un juego ambiguo en el que pretende ejercer de comodín decisivo y aprovechar la coyuntura para reducir la ya escueta función del Rey a un nivel mínimo, más próximo al papel de figura protocolaria que al de símbolo. Un mero paramento decorativo en un esquema donde la Presidencia acapare todo el protagonismo; un ornato prescindible, en definitiva, que se puede abandonar en cualquier recodo del camino.

Contribuye a esa impresión la evidencia del achique de espacios que la Moncloa aplica a la Zarzuela. El presidente que comunicó al Rey la composición de su Gabinete por teléfono para no tener que pedir audiencia, que le estrecha su agenda hasta dejarla casi en blanco, que lo ningunea en la Cumbre del Clima y que hasta le afea su asistencia al funeral por las víctimas de la pandemia, no parece el mejor aliado de una institución en graves problemas. Ciertamente los negocios del Emérito tienen poca defensa, pero no se aprecia mucho interés por preservar a la institución de la ofensiva liderada por un partido cuyo jefe se sienta en la misma mesa del Consejo de Ministros desde la que Sánchez gobierna sin tirarle de la rienda. Eso es lo «inquietante»: que el activismo insurgente de Iglesias encuentra en su teórico superior jerárquico la misma anuencia pasiva que sus inaceptables ataques a la prensa.

Los portavoces gubernamentales defienden que la única estrategia posible ahora mismo es la de blindar a Felipe VI estableciendo a su alrededor un cortafuegos. Pero la idea de abrir una inviable reforma de la Carta Magna para acabar con la inviolabilidad procesal del monarca y limitar su aforamiento constituye un coqueteo populista que más que levantar un cortafuegos sugiere la voluntad de mantener vivo, aunque bajo control, el incendio. No resulta descabellado interpretar que tras esa ambivalencia calculada pueda esconderse una suerte de implícita amenaza: un leve desplazamiento socialista -trasunto simultáneo de Duguesclin y de Enrique de Trastamara- bastaría para desequilibrar la partida a favor de la reclamación de una nueva legitimidad republicana. La Corona como rehén en una jaula dorada y el régimen entero en el filo de la navaja, a disposición de la voluntad soberana de quien puede ser, según las circunstancias, ola o dique, puerta o valla.

Nada de este «perturbador» panorama sería posible, desde luego, sin don Juan Carlos hubiera sabido sujetar sus pasiones sentimentales y su afición por el dinero. Pero eso ya no tiene remedio y sólo la justicia, la opinión pública y la Historia, por este orden, emitirán sus respectivas sentencias al respecto. Ahora se trata de su obra política, del proyecto de convivencia nacional que está en juego, zarandeado por un temporal perfecto: una epidemia mortal, una recesión económica, una crisis de empleo, un clima social de abierto enfrentamiento y un Gobierno dirigido por dos aventureros. Esa clase de encrucijadas en la que el mayor riesgo es quedarse quietos. Los partidarios de la Constitución como base de consenso, como eje de la concordia democrática y como espacio de encuentro entre los españoles están ante el ineludible deber cívico de ponerse de manifiesto. Los mayores enemigos de nuestra más reciente aventura de éxito son la resignación, el miedo, el absentismo acomodaticio, la pasividad y el silencio.

Ignacio Camacho

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