La judicialización de la política

La historia de la humanidad atraviesa por una época en la que asistimos a uno de los mayores cambios vividos por el ser humano. Se trata de algo tan profundo que afecta a la propia estructura del pensamiento. Como nos cuenta Platón en Fedro, cuando el dios Theuth presenta en Egipto la escritura al rey Thamus, este le responde: “Este invento hará a los hombres más olvidadizos, puesto que, al saber escribir, dejarán de cultivar la memoria, confiando solo en lo que está escrito”. El cambio que tuvo lugar en aquel entonces con el descubrimiento de la escritura está ocurriendo ahora con el paso de la sociedad industrial a la de la comunicación mediante la tecnología digital.

Hace tres décadas, cuando este proceso solo estaba comenzando, tuve un largo intercambio de ideas con el gran escritor francés Alain Peyrefitte. La pregunta que nos hacíamos era qué sucedería con la mente de los jóvenes que pasaban de una sociedad oral y escrita a un mundo virtual, en que la realidad iba más allá de la imaginación. No ya, como en el verso del genial poeta portugués Fernando Pessoa, “lo que en mí siente está pensando”, sino lo que pienso ya existe.

En la política, la consecuencia de una tecnología capaz de invadir la privacidad y de desvelarlo todo, desde los grandes escándalos hasta los manejos menores y, sobre todo, la permisividad ante los pecadillos que los políticos consideraban inherentes a su actividad, es que estos han quedado al descubierto, revelándose como imperdonables. La transparencia ha provocado que la corrupción, antes considerada imposible de detectar a los ojos de la sociedad, quede desenmascarada. De este modo, una vez desaparecido aquello de “por encima de toda sospecha”, todos los políticos se sitúan al mismo nivel y la política se convierte en una actividad abominada por la sociedad. El prestigio del Parlamento y del Poder Ejecutivo se despeñan ladera abajo.

Otra consecuencia es la progresiva judicialización de la política. La justicia ha pasado a ser una tercera instancia del juego democrático, con el riesgo de que ella misma se politice y se involucre en los conflictos y enfrentamientos políticos.

La confusión entre la conducta de algunos personajes políticos con la propia actividad política en sí tal vez resulte en el fondo inevitable. En Latinoamérica, este problema se entremezcla con el del subdesarrollo político. La presidenta de Argentina, Cristina Fernández, acaba de aprobar una polémica reforma de la judicatura, a la que la oposición acusa de acarrear una mengua de su independencia escasamente disfrazada. En Paraguay, el expresidente Lugo sufrió una moción de censura en 30 horas, convalidada por la judicatura, y en Venezuela, la Corte Suprema, sin ocultar su chavismo, ha declarado legales las dos tomas de posesión de Maduro. En Brasil, la judicatura, en una decisión unilateral, ordenó suspender la tramitación de un proyecto de ley del Parlamento relativa a una enmienda de la Constitución que otorgaba potestad al poder legislativo para examinar sentencias. De este modo, la política y la justicia están viviendo en todo el subcontinente un periodo de absoluto desencuentro.

En Europa, Berlusconi aparece como un superviviente de procesos judiciales gracias a la habilidad procesual casi acrobática de sus abogados. Y el pueblo reacciona con el dicho clásico: “Italia siempre mejora sin Gobierno”.

En Francia, el expresidente Sarkozy se ha visto envuelto en el llamado caso Bettencourt, acusado de financiación ilegal y hasta de aprovecharse de la senilidad de la propietaria de L’Oréal, Liliane Bettencourt, para extorsionarla. Su antiguo ministro de Hacienda y Trabajo, Eric Woerth, también está imputado. Chirac fue condenado a dos años de prisión. En el caso del presidente Hollande, su ministro de Hacienda, Jérôme Cahuzac, tras jurar que no tenía cuentas bancarias en Suiza, fue obligado a dimitir al comprobarse que cuanto afirmaba era mentira, lo que ha causado un notable perjuicio moral al Gobierno socialista.

En España destacan el increíble caso Bárcenas y el affaire Urdangarin, que afecta a una institución que tan admirablemente ha funcionado en el Estado español.

Todos estos asuntos podrían permanecer en el ámbito del Código Penal, pero, difundidos masivamente en tiempo real gracias a los modernos medios de comunicación, se transforman, pasan a formar parte de la política y sacuden la propia democracia.

Ese fenómeno de la judicialización de la política es un factor nuevo en el funcionamiento de los poderes y va a desembocar en la politización de la justicia, ya que los jueces se vuelven actores capaces de decidir el rumbo de la política y pasan asimismo a ser objeto de sospechas de parcialidad, ya que nadie es inmune al ambiente ni a las conclusiones que se forman en una sociedad transparente.

También en España tenemos un claro ejemplo que presagia esa politización de la justicia, con el caso de Baltasar Garzón. Tanto en la querella presentada contra el juez —acusado de haberse extralimitado en sus funciones con las escuchas del caso Gürtel, relacionado con el Partido Popular, y al indagar en los crímenes del franquismo— como en el inédito castigo de 11 años de inhabilitación como magistrado con pérdida definitiva de su cargo, se siente la mano de la política. Esta pena inédita provocó protestas internacionales y puso a la justicia española bajo la sospecha de actuar bajo la influencia del Gobierno.

En los albores de la democracia representativa, los ingleses decían que, sin la justicia, la democracia sería imposible, puesto que funcionaba como poder moderador, asegurando el cumplimiento de las leyes. Ahora que puede convertirse en una instancia más de la pugna política, ¿qué modelo va a imponerse? Es necesario un nuevo Montesquieu.

José Sarney, político y escritor, miembro de la Academia Brasileña de Letras, fue presidente de la República de Brasil (1985-1990). Traducción de Carlos Gumpert.

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