La jurisdicción acaba en el Ebro

Hace unos días Julio Llamazares comenzaba un esclarecedor artículo con estas palabras: "Este es el panorama de la política española a fecha de hoy: un partido -el que gobierna el país en funciones- que tiene a la mitad de sus dirigentes sentados en los banquillos de los juzgados acusados de corrupción (a pesar de lo cual sigue siendo el más votado); un segundo partido -el que encabeza la oposición, también en funciones- que parece un patio de vecindad, con todos sus responsables a la gresca; un tercero, que a lo que aspira según su líder es a dar miedo; un cuarto, que va y viene ofreciendo sus votos al mejor postor y cinco o seis más pequeños, pero no por ello menos decisivos, que van desde los que piden la independencia para Cataluña y el País Vasco hasta los que se conforman con inversiones extras en sus territorios de implantación importándoles un rábano el resto de los españoles. ¿Alguien puede creer que esto es un país normal?".

La jurisdicción acaba en el EbroPero hay más, porque esta singularidad política afecta también a un grupo numeroso de intelectuales, profesores, artistas y otras categorías que recientemente firmaron un manifiesto bienintencionado para que se crease un "Gobierno de progreso" con el PSOE, Unidos Podemos y Ciudadanos, lo que era una ingenua utopía. Pues bien, en esta situación nos encontramos precisamente en un momento decisivo para el futuro de España como nación, es decir, cuando la llamada "desconexión" de Cataluña, ha entrado en su recta final si antes no se encuentra una solución válida. No se piense, sin embargo, que esta amenaza separatista ha surgido ahora aprovechando el desbarajuste político e institucional que padecemos desde hace un año. Viene de antiguo, esto es, viene desde el mismo momento del proceso constituyente, en el que los partidos nacionalistas vascos y catalanes no admitieron un diseño definitivo del Estado descentralizado que ellos preconizaban.

La consecuencia fue, por un lado, que se aprobó un Título VIII CE que dejaba todo en el aire, estableciéndose una Constitución inacabada. Y, por otro, que se incluyese en la misma unas disposiciones que "amparaban y respetaban los derechos históricos de los territorios forales". Ambas cuestiones supusieron una clara anomalía constitucional, puesto que normalmente los procesos constituyentes empiezan de cero y finalizan cuando se aprueba la Constitución. En cambio, la CE admite derechos territoriales propios de otras épocas y no definía cuáles eran los territorios descentralizados que componen España, sin aclarar qué territorios eran nacionalidades y cuáles regiones, según su artículo segundo. Dos errores que estamos pagando en la actualidad, cuando el peligro de desintegración de nuestro país es ya algo que comienza a ser visible.

Semejante aberración que conducía inexorablemente a la confusión nacional es lo que justificó para muchos el frustrado golpe de Estado de Armada y seguidores. Muchos piensan también que ésta fue la causa de que Calvo-Sotelo intentase racionalizar un proceso autonómico que no se sabía cómo podía acabar. Sin embargo, algunos ya habíamos denunciado esa locura jurídica y, concretamente en mi caso, el 16 de febrero de 1981, en un simposio en Madrid -es decir, siete días antes de la entrada de Tejero en el Congreso-, propuse la creación de un grupo de expertos que redactasen una Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico. Por lo demás, este proyecto fue premonitorio del que llevó a cabo el profesor García de Enterría con un grupo de administrativistas que redactaron la Loapa, la cual intentaba racionalizar el proceso autonómico, por lo que sería recurrida ante el Tribunal Constitucional por los nacionalistas vascos y catalanes. La consecuencia fue que éste la neutralizó anulando varios artículos, sin haber comprendido la intención clarificadora que contenía dicha norma. Surgió así una peligrosa orientación de la jurisprudencia constitucional que iba a ser oscilante respecto de las tesis nacionalistas, especialmente, en lo que se refiere a la enseñanza del castellano en Cataluña, relegado a un papel secundario.

Con todo, numerosas sentencias del Tribunal Constitucional, y también del Tribunal Supremo, han insistido en que debe cumplirse el artículo 3 CE, pero da la impresión de que la jurisdicción de ambos tribunales no rige más allá del Ebro. Hasta el punto de que hemos podido presenciar el pasado día 12, Fiesta Nacional de España, que el Ayuntamiento de Badalona se negó a celebrarla, incumpliendo incluso la prohibición de abrir las oficinas municipales que había decretado un juez. Sin embargo, no solo se cometió un delito de desobediencia, sino que los ediles demostraron paradójicamente con su provocación algo peor: su total ignorancia de la Historia. Porque fue en el Monasterio de San Jerónimo de la Murtra, precisamente en Badalona, donde los Reyes Católicos recibieron en abril de 1493 a Cristóbal Colón después de su descubrimiento. Hoy se puede decir todo género de estupideces sobre ese acontecimiento histórico, pero en el contexto de la época fue algo extraordinario que envidió toda Europa.

Pero dicho esto, creo empero que fue un error situar la Fiesta Nacional en el 12 de octubre por dos motivos esenciales. En primer lugar, porque esa fecha no solo posee connotaciones históricas, sino también religiosas, que desvirtúan su naturaleza democrática. Y, en segundo lugar, porque es una fecha muy controvertida por los nacionalistas vascos y catalanes. De ahí que hace años reivindicase en estas páginas que la Fiesta Nacional, en tanto que uno de los símbolos básicos del Estado, debería ser aceptada por todos sin excepción y en consecuencia la mejor fecha para conseguirlo hubiera sido el 15 de junio, aniversario de las primeras elecciones democráticas después de los 40 años de dictadura.

Pero, en fin, esta es otra canción. El hecho es que la Generalitat de Cataluña ha venido adoptando una política de petits pas para lograr la desconexión con la ayuda equivocada de alguna sentencia del Constitucional (STC 337/94) y ante la pasividad irresponsable de los Gobiernos sucesivos de Madrid. Así llegamos al gran paso que significó la aprobación del nuevo Estatuto catalán que era en sí mismo una derogación encubierta de la Constitución. La sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 no arregló nada, sino que más bien lo empeoró todo.

Desde entonces no ha cejado la reivindicación del llamado "derecho a decidir" y el consiguiente referéndum para separarse de España, incumpliendo continuamente las decisiones judiciales que han tratado de suplir últimamente la ausencia de decisiones políticas del Gobierno del PP. Sea lo que fuere, ha llegado el momento, a pesar de la confusión reinante, de evitar que el presidente de la Generalitat y el Parlamento catalán lleven a cabo sus medidas separatistas. Pero ya no vale que los tribunales sigan dictando sentencias, sino que es necesaria una decisión política de envergadura. Evidentemente, es cierto que se debía haber aplicado el tan mentado artículo 155 de la Constitución hace años. Sin embargo, aplicarlo hoy sería igual que luchar contra el cáncer tomando una aspirina.

Si no queremos entrar en un proceso conflictivo en el que nadie ganaría y todos perderíamos, no hay más camino que el del convencimiento y la negociación. Si los nacionalistas catalanes (y vascos) se empeñan en ejercer el "derecho a decidir" a través de un referéndum unilateral, hay que exponerles que ese derecho es igual al ejercicio de la soberanía nacional y el único sujeto que la encarna es el conjunto del pueblo español. Por lo tanto, es urgente que se convoque un referéndum nacional planteando a todos los españoles una pregunta más o menos como esta: "¿Está usted de acuerdo con que España continúe siendo un Estado descentralizado, pero con las reformas pertinentes?"

La convocatoria de ese referéndum debería hacerse tras la reforma de la insuficiente Ley del referéndum de 1980, claramente incompleta. Porque debería señalarse que para que sea válida la consulta hay que establecer un mínimo de participación y una mayoría cualificada para su aprobación. En caso de que venciera el sí habría que modificar el Título VIII para establecer las competencias del Estado y las de las comunidades, distinguiendo las propias de las nacionalidades y las de las regiones, modificando también el Senado para que por fin reflejase la estructura definitiva del Estado.

En el mismo sentido, sería necesario aplicar una política de deshielo a efectos de lograr apoyos en Cataluña y en el País Vasco, descentralizando algunos de los órganos constitucionales que confirmasen que realmente España es una Estado compuesto. En efecto, por un lado, siguiendo el modelo alemán, sería beneficioso para Cataluña y España, que el TC se mudase por ejemplo a Lérida, como ocurre con el TC alemán, que tiene su sede en Karlsruhe. Y, por otro lado, el Consejo Económico y Social se podría trasladar a Bilbao. De este modo, sin necesidad de reconocer que el País Vasco y Cataluña sean naciones en sentido político, lo serían en su sentido práctico.

Ya no vale la política intransigente del Estado y de los Gobiernos nacionalistas, sino que es fundamental lograr un acuerdo que puede permitir que España siga siendo, con sus diferentes nacionalidades y regiones, uno de los grandes países que todavía cuentan en el mundo. El problema sería entonces preguntarse si un Gobierno exclusivo del PP está capacitado para esa misión. Pero si se formase un Gobierno de coalición con Ciudadanos y con algún independiente, se podría lograr ese objetivo. En todo caso, hay que evitar que no haya Gobiernos sectarios, porque lo realmente peligroso es que nos quieran gobernar o separar un hatajo de ignorantes que desconocen la historia de su país.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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