La Justicia española funciona realmente mal

Aunque la ciudadanía en general lo ignore, hace unas cuantas semanas que están en huelga indefinida los letrados de la Administración de Justicia. Esa estrambótica denominación que se les dio caprichosamente a estos funcionarios en 2015, no refleja en absoluto que, al amparo de la ley, su misión es insustituible en los procesos judiciales: dan fe de lo que sucede en y ante el tribunal, como si fueran una especie de grabadoras humanas. Y es que su misión fue ideada hace muchos siglos, cuando no existían esas grabadoras e incluso muchos jueces eran analfabetos; por ello se les llamaba “escribanos”. Más allá de eso, dirigen al personal administrativo que trabaja en un tribunal para que su burocracia funcione. Además de ello se les han ido atribuyendo en las últimas décadas algunas labores que desde siempre habían sido competencia exclusiva de los jueces, a fin de descargar a estos últimos. Lamentablemente eso ha generado duplicidades y contradicciones, además del mayor trabajo que les ha supuesto a esos Letrados sin mejora de su sueldo. De ahí nace la huelga.

Siendo lo anterior grave, en realidad es solamente un síntoma. El funcionamiento de la justicia en España es burocráticamente calamitoso, lo que hace que también se resienta la calidad intrínseca del trabajo de jueces y fiscales en demasiadas ocasiones. Nos hemos acostumbrado desde hace demasiados años a que un ciudadano interpone su demanda en cualquier proceso, o su denuncia o querella en un proceso penal, y en principio no pasa absolutamente nada. Lo que pasa es un tiempo que se siente infinito hasta que el tribunal tiene ocasión de ocuparse de aquella petición de justicia. Pueden pasar semanas o meses antes de que el ciudadano tenga alguna noticia de aquello que tanto —en términos económicos y anímicos— le costó decidir iniciar. Sólo en algunos casos mediáticos —tampoco todos— la maquinaria se mueve más rápido simplemente por eso, porque son mediáticos y no se quiere dar mala imagen. Al margen quedan todos los casos que no salen en la prensa, que son el 99% de los asuntos pendientes ante los tribunales.

La culpa de todo, pese a lo que se acaba de decir, no suele ser de los trabajadores de la justicia. Casi todos están saturados de trabajo. Unos combaten esta penosa situación tratando más mecánica y superficialmente los asuntos para no retrasarse más, y otros simplemente caen en la depresión, entre otros trastornos, o al menos en la desesperación por su voluntad de hacer realmente el trabajo que les viene exigido legalmente, y no sólo aparentarlo. En el fondo, en la Justicia no pasa nada diferente que en otros servicios públicos o privados que también están saturados, como los servicios sanitarios. Sus integrantes, o diseñan estrategias para salir del paso haciendo su trabajo con más ligereza, o se desesperan ante la impotencia y frustración, y todavía reciben quejas por los retrasos que provocan al querer hacer las cosas bien.

La responsabilidad de todo lo anterior proviene de una endémica falta de jueces —problema que no es exclusivamente español— cuyo número es muy insuficiente para absorber todo lo que se les plantea, así como de una caótica organización burocrática del servicio que resulta incomprensible, no ya con las herramientas de inteligencia artificial que debieran ayudarles ya desde hace tiempo, sino con la propia configuración de los procedimientos en las leyes que, pese a las reformas, es propia de hace dos o tres siglos, pero no del siglo XXI. Sin embargo, un tradicionalismo muy arraigado y extendido entre el estamento jurídico —no sólo judicial— impide cualquier reforma. Ni siquiera llegan los juristas a concebir algo distinto, atrapadas las mentes de los reformadores en esquemas procedimentales que no creen modificables ni superables. Imposible pedirles un más que necesario cambio de mentalidad en este sentido.

Lo primero que debiera ser inaceptable es que las peticiones de justicia de los ciudadanos no reciban una primera respuesta en un plazo máximo de cinco días, debiendo ser resuelto cualquier procedimiento en un período no superior a treinta días. No es un imposible ni una quimera y, por cierto es escandaloso pensar que sí lo es. Existen diversas estrategias para lograrlo haciendo una gestión de los asuntos cuando ingresan en el sistema que es inédita en España, pero que conlleva, como primer efecto, que lo más frecuente y sencillo es resuelto de inmediato, demorándose más tiempo lo que es inevitablemente más complejo, como resulta lógico. Es fácil decirlo, pensarán algunos. En realidad tampoco es difícil hacerlo, si se renuncia a la burocracia absurda y sobre todo a la tradición y a los automatismos heredados de un pasado bastante más remoto de lo que se cree. Porque poco ayudan los avances informáticos si la tradicional burocracia permanece inalterada en las leyes. Y es que no ha habido reforma legal alguna en España que haya pretendido combatirla realmente, o haya sabido cómo.

A la vez, también hacen falta muchos más efectivos, es decir, más jueces. Hay unos letrados de la Administración de Justicia en huelga que tal vez, si quisieran, podrían ser reconvertidos en jueces, dejando de lado sus históricas funciones que hoy han perdido su sentido. Son personas muy valiosas que podrían prestar el servicio de la Justicia con calidad en muchísimos casos en los que ni siquiera se ha pensado.

De hecho, España es un país de tradiciones a veces desesperantes. Sólo les diré que hay una figura romana que ha sobrevivido incomprensiblemente en nuestro país y no así en la mayoría de nuestro entorno: el procurador. Su competencia profesional es como la de cualquier abogado, pero sus funciones, que cuestan mucho dinero a la ciudadanía, pertenecen también a la historia y no a necesidades actuales. Lo curioso es que muchos de ellos, con la debida formación complementaria en un período transitorio, también podrían ser excelentes jueces para no pocos asuntos.

Jordi Nieva-Fenoll es catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Barcelona.

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