Me permito el atrevimiento de apostillar a un excelente comunicador como es Josep-Maria Terricabras, que hace poco publicaba en estas páginas una columna titulada La justicia española, un problema. Terricabras metía en el mismo saco un asunto judicial politizado, un asunto judicial y político a la vez, y un asunto político judicializado, empezando con la ideologización de la justicia y acabando con la falta de autoridad moral de los jueces. No entraré aquí a discutir los asuntos concretos, porque ni es oportuno ni me corresponde hacerlo.
Claro que hay decisiones judiciales difíciles de entender o compartir, pero hay que tener presente que, a la vez que hay cuatro casos sorprendentes, existen miles y miles de otros casos en los que se está haciendo un buen trabajo, abnegado y profesional. Esto es lo habitual, y nos sentimos por lo menos menospreciados cuando, por un caso concreto, se pone en duda a toda la judicatura, o cuando se nos llevan a todos por delante por cuatro cargos designados políticamente y que comen aparte, y se cuestiona la independencia y la absoluta despolitización del trabajo que hacemos cada día.
Sin embargo, no es esta la cuestión: erramos el tiro si nos dejamos llevar por la superficialidad más llamativa al valorar los problemas de la justicia española. Los males de la justicia no son el caso concreto: los males de la justicia son estructurales, profundos y, por desgracia, casi invisibles por la sociedad.
Cuando el sistema educativo chirría (informe Pisa, etcétera), nadie culpa a este colegio o a aquel maestro: se cuestionan las políticas educativas y las inversiones en enseñanza. Cuando la sanidad está saturada, el hospital y el médico quedan al margen de ello: se critica la política sanitaria o las insuficientes inversiones en sanidad. O sea, se destaca el problema político de aquello que solo puede tener una solución política. En cambio, la justicia está saturada y ahogada en el papeleo, funciona como una organización decimonónica, pero incomprensiblemente se focaliza el problema en la politización de los jueces, en las decisiones judiciales más desgarradoras, y no se visualiza el problema estructural, no se exige la responsabilidad que corresponde a las administraciones competentes, que se mantienen invisibles a sus propias obligaciones.
Desde bastante tiempo a esta parte, diferentes cuestiones judiciales han sido a menudo noticia, pero, a pesar de ello y de la situación que sufrimos, pocos han advertido que en la última contienda electoral las propuestas de los partidos políticos estaban huérfanas de soluciones para la Administración de justicia. Hay que preguntarse por qué, y me permito apuntar una causa. Los problemas de la justicia no se visualizan como un problema político. Por tanto, no tienen un coste político, no descuentan votos. Ergo, la justicia se mantiene en la cola de las prioridades de atención e inversión.
Las carencias de la Justicia hace lustros que están detectadas. El primer Libro Blanco de la Justicia, como radiografía del sector, es de 1981. La reorganización de la Administración de justicia no se aprobó hasta la reforma de la ley orgánica del Poder Judicial de diciembre del 2003, pero el desarrollo legislativo aún está por hacer. En la última legislatura, la reforma legislativa para la nueva oficina judicial ha sido paralizada en el Congreso durante casi dos años, a medio tramitar, con las enmiendas hechas y sin calificar. Se ha acabado la legislatura y se ha ido todo al garete. Ahora hay que empezar de nuevo, con la pérdida de un tiempo irrecuperable.
El modelo diseñado no es para lanzar cohetes --apuesta por la cantidad y no por la calidad, por desatascar el papel en lugar de dar una buena solución a los conflictos--, pero la reforma es muy necesaria, a pesar de las deficiencias. Es imprescindible un cambio en el funcionamiento. Sin embargo, el escenario peor es el que la falta de voluntad política nos impone: que se mantengan el anacronismo y los déficits año tras año. Y a pesar de todas estas constataciones, no se produce la presión social necesaria, el poder político se mantiene transparente a los problemas de la justicia, seguro que porque con frecuencia el griterío apunta lejos de donde está la fuente de solución.
Por ello, creo que la justicia española, más que un problema, es una oportunidad. Precisamente por los notables déficits que existen, tenemos ahora la mejor oportunidad de modernizar efectivamente la Administración de justicia, de estructurarla de forma congruente con el servicio que debe prestar, la oportunidad de superar la asignatura pendiente, una organización territorial como corresponde al Estado de las autonomías, dotarla de las infraestructuras necesarias que permitan tragar sin indigestión la creciente demanda de servicios judiciales, y con los medios personales y materiales que posibiliten respuestas satisfactorias. Por ello es preciso que lo anecdótico no nos estorbe a la hora de centrar el problema, de focalizar las críticas y las demandas a quien administra la política judicial, a quien tiene la posibilidad y la responsabilidad de dotar un servicio público judicial eficiente. Y estaría bien que los que tienen el pensamiento claro y la pluma fácil reflexionaran sobre cómo y por qué aún estamos como estamos.
Ramón Llena, Magistrado. Miembro de Jueces para la Democracia.