La justicia falló, es hora de hacer política

Miles de manifestantes protestaron en Cataluña por la sentencia del Tribunal Supremo, que condenó a doce líderes independentistas catalanes. Credit Pau Barrena/Agence France-Presse — Getty Images
Miles de manifestantes protestaron en Cataluña por la sentencia del Tribunal Supremo, que condenó a doce líderes independentistas catalanes. Credit Pau Barrena/Agence France-Presse — Getty Images

Hace unos meses me entrevisté con Alfred Bosch, el canciller del gobierno catalán, en una sala del Parlament. Entonces coincidimos en que el conflicto por la independencia de Cataluña estaba en un empate técnico. Era junio: ni España ni los independentistas tenían incentivos o capacidades para hacer nada hasta la sentencia del juicio al procés. En ajedrez eso significa que un jugador se pondrá solo en jaque si abandona su casilla.

El fallo del 14 de octubre rompió ese empate. Doce dirigentes catalanes fueron condenados, la mayoría a entre nueve y trece años en prisión por sedición y algunos, además, por malversación de fondos o desobediencia. La sentencia cerró la discusión judicial sobre el intento del independentismo catalán por separarse de España tras el fracasado referéndum del 1 de octubre (1-O) de 2017, pero no clausuró el tema de fondo: cómo abordar el desafío territorial y político de Cataluña. Ahora que falló la justicia, es hora de hacer política y resolver un debate solapado desde que regresó la democracia.

La condena ha creado a los nuevos mártires del catalanismo del siglo XXI, que una parte del independentismo elevará como figuras señeras de un movimiento perseguido. Sus rostros se multiplicarán en grafitis y es posible que la sentencia encienda el singular romanticismo catalán. “No hay otra opción que construir un nuevo Estado”, dijo tras el fallo Oriol Junqueras, el exvicepresidente de la Generalitat condenado a trece años.

Pero los independentistas catalanes no pueden apelar a la propaganda y enfrascarse en la política del desgaste con España. Deben operar con realismo. La independencia no debiera ser hija del voluntarismo y el error de cálculo del 1-O. Una salida negociada a la crisis supone el camino más razonable, y esa deriva demanda estrategia e inteligencia de largo plazo, no provocaciones y amenazas.

¿Cómo operará el catalanismo tras el fallo? ¿Elevará la tensión o tirará de su autoproclamado sentido común? En la reunión en el Parlament, Bosch fue tajante cuando le pregunté qué medidas consideraban ante un fallo adverso en el tribunal. “Todas las posibilidades están sobre la mesa”, me dijo. Conocida la sentencia, su oficina de prensa me informó que “no ratificaría” esas palabras y que seguían demandando elecciones.

Es comprensible: sería un error trágico considerar “todas las posibilidades” —incluye la violencia— en vez de optar por la sensatez y la negociación. La confrontación acabó, o debió acabar, en el tribunal. Después del fallo, miles de personas salieron a las calles y cercaron el aeropuerto de Barcelona, cortaron las autopistas y detuvieron los trenes. Demostraron que la sociedad independentista es tan comprometida que parece tolerar que la policía de su propio gobierno use la fuerza en su contra. Pero hasta los militantes más fervorosos se desinflan con el tiempo si no hay resultados, y una conflictividad prolongada con España implicaría altísimos costos para Cataluña —que podrá ser un portento económico, pero no es una nación soberana—.

Nadie debe perder (más) la cabeza porque hay posibilidades. Unidas Podemos, por ejemplo, recuperó la idea de resolver la cuestión catalana con un referéndum pactado que devuelva a la mesa política el debate sobre la independencia. Un referéndum vinculante con candados y alcances específicos daría a Cataluña la opción de elegir y a España la posibilidad de asemejarse a Canadá o el Reino Unido y Escocia.

Hace un tiempo, Joan Tardà, un dirigente de la izquierda catalana, sugería que el procés aceleró las decisiones hacia la independencia que, de otro modo, debieran haber madurado en un par de generaciones. Esa posibilidad ya no está en la mesa y es factible que el referéndum vinculante, por más inteligente que parezca, sea muy mal visto a corto plazo después de la experiencia del 1-O. Pero eso no cierra todas las puertas.

Sin ir más lejos, una mayor federalización del Estado, con guiños para que las comunidades autónomas adquieran mayores soberanías, podría tentar al catalanismo dialoguista y reducir el peso electoral y movilizador del ala más radical. Si así fuera, no debiera ser planteado como una solución inmediata. El 1-O fue hijo de la premura y la ansiedad tanto como la resolución judicial de un conflicto político fue producto del absurdo. Tiempo y moderación son claves para que España encuentre el equilibrio necesario, ya que, como la confederación de naciones culturales que es, cada vez que intente arreglar un entuerto dejará al descubierto otro conflicto territorial comunitario.

Ahora bien, para que referéndum o federalización existan hay que conversar. Y el diálogo ha estado ausente por mucho tiempo. Hay una buena razón para ello: si la dirigencia catalana que quedó fuera de la cárcel no es la más brillante, tampoco el españolismo de Madrid exhibe sus luminarias más notables. La derecha, en particular, ha demostrado que no tiene intenciones de hablar con más de dos millones de catalanes que se sienten poco españoles. Más que a justicia, la sentencia les sabe a revancha política. El discurso amenazante de la derecha con el catalanismo en realidad busca un eco mayor: va dirigido a cualquier nación cultural que desafíe la hegemonía de rey y toro.

Basta: es momento de negociar sin extremismos. Los independentistas catalanes deben intentar pasar página de su propio fracaso y honrar su presunta astucia y pragmatismo. Los políticos españoles también debieran ejercitar el espíritu de la Constitución de 1978: en el centro pueden encontrarse todos. Un nuevo centro, sí, pues el contexto ha cambiado.

Hay una primera oportunidad para decidir si el camino son los acuerdos —largos, procelosos, incompletos, insuficientes: democracia, al fin— o una guerra de degradación mutua. Todos miran a las elecciones generales de noviembre, cuando ha de elegirse un nuevo gobierno, para negociar si Pedro Sánchez, el más firme candidato a obtener la primera minoría, no consigue votos propios suficientes para formar gobierno.

Octubre fue el mes de la justicia, noviembre debiera ser el del regreso a la política. El principio de otra partida.

Diego Fonseca es un escritor argentino que vive entre Phoenix y Barcelona. Su libro más reciente, en coedición. es Perdimos. ¿Quién gana la Copa América de la corrupción? Es director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona.

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