Por Perfecto Andrés Ibáñez, magistrado (EL PAIS, 31/01/05).
De la publicidad -dijo Bentham- discurriendo sobre las pruebas judiciales, que es "el alma de la justicia". Esta opinión, que ha hecho fortuna por su expresividad, tenía como referente un modelo de jurisdicción, el del ancien régime, que halló el mejor caldo de cultivo en la opacidad y el secreto. Pero no hace falta retroceder tanto para comprobar que éstos son rasgos connaturales a cualquier suerte de poder con problemas de legitimidad que le impidan mostrarse tal como es. El poder judicial incluido. Así, entre nosotros, basta con hacer memoria de los 400 procesamientos por desacato contra periodistas y creadores de opinión, pendientes en algún momento de los albores de la transición; en un porcentaje relevante por juicios críticos vertidos sobre el quehacer de los propios jueces de la época. Aunque justo es decir que un sector de éstos, ya entonces, trabajaba para conseguir la supresión de aquel delito. Pensando que el prestigio de la magistratura en una sociedad democrática tiene que forjarse a la luz de una opinión instruida y no a la sombra del Código Penal.
El delito de desacato acabó siendo historia, y las actuaciones judiciales pasaron con rapidez a ser objeto privilegiado de interés informativo, prácticamente sin restricciones.
Este cambio en el modo de producirse la relación jurisdicción/media ha tenido y tiene consecuencias importantes, positivas y negativas. Entre las primeras hay que contabilizar el hecho de que una actividad de claro interés público como la judicial saliera del palacio de justicia, adquiriendo notable mayor visibilidad. Y también el representado por la oportunidad de que quienes la ejercen puedan verse regularmente reflejados en el espejo del juicio ajeno, presupuesto indispensable de la necesaria reflexión autocrítica. Pero están, asimismo, las segundas. Aquí hay que hablar de usos, a veces poco rigurosos e incluso frívolos, de la funciones de informar y de contribuir a formar opinión, expresión de actitudes poco atentas a la habitual complejidad de las cuestiones y al carácter en especial sensible de los intereses en juego. Y, lo que es peor, de otros usos de los media abiertamente instrumentales, debidos no siempre ni sólo a profesionales de éstos, constitutivos de verdadero abuso del derecho fundamental a la expresión y la información.
Después de tanto tiempo de debatir, con razón, sobre el poder judicial y la necesidad de circunscribir su ejercicio dentro de límites de racionalidad y de legalidad, a través, entre otras vías, del control que permiten los medios de comunicación, no puede perderse de vista que éstos son otra forma de poder, lo que les dota de un estatuto de constitutiva ambigüedad. Pues, en efecto, contribuyen objetivamente a formar esa "esfera pública" que es el pulmón de la democracia; pero, al tiempo, sus habituales dimensiones -e intereses- macroempresariales, su enorme capacidad de proyección y su gran incisividad discurren sin contrapesos eficaces, con todo lo que esto política y constitucionalmente implica.
Así las cosas, se impone una doble afirmación. Incluso con todos los inconvenientes, la consolidación de la justicia como objeto de un estable interés mediático ha sido y es fundamental para mejorar la calidad de sus resultados. Pero, al tiempo, no cabe ignorar que este fenómeno ha demostrado ser fuente de nuevos peligros para algunos de los valores centrales de aquélla, en particular, los de independencia e imparcialidad. Ello debido a que los flujos informativos (en sus diversas modalidades) no se limitan a dar cuenta de lo que acontece en el ámbito de la jurisdicción, sino que se proyectan sobre quienes la ejercen de formas, en ocasiones de intensidad extraordinaria, nada inocentes, muy difíciles de contrastar, y frente a las que no existen garantías lo bastante eficaces. Que para serlo realmente, tendrían que proceder también de los propios medios por vía de autorregulación.
Como ilustración de las anteriores afirmaciones vale la pena detenerse en algunos supuestos, que, por su valor sintomático, trascienden el plano de la anécdota.
Aunque lejano en el tiempo, sigue siendo paradigmático el caso de la juez Huerta, a la que un diario madrileño hizo compartir portada con un notable exponente de ETA, sugiriendo que investigar un posible delito de tortura, del que había vehementes indicios, era una manera de apoyar a la organización terrorista. Y ¿cómo no recordar el uso del telediario de la primera cadena, en hora de máxima audiencia, permitido al imputado Sacristóbal, en la cárcel, y explicado desde Justicia-Interior como inédito supuesto derecho del imputado? Derecho a hacer saltar el proceso, se entiende. Bastante más cerca están reacciones mediáticas próximas al linchamiento, como las producidas en ocasión del caso Otegi, o las que tuvieron como sujeto pasivo a la juez de Vigilancia Ruth Alonso, a despecho de la calidad jurídica y el apoyo legal de las decisiones.
Se está en un momento en que, por ejemplo, el reconocimiento de un beneficio penitenciario legalmente previsto, un uso regular de la libertad provisional, la aplicación justificada de una opción legal que no se comparta, una absolución razonada y bien fundada en derecho, pueden convertirse en verdaderas actividades de riesgo. Y, siendo tales cuestiones materia legítimamente abierta a la discusión, no es debatirlas lo que cuenta y ni siquiera se presentan a la opinión con tal finalidad. Las más de las veces, mediante el selectivo tratamiento de los datos y un uso bien calculado del lenguaje emotivo, ya las mismas noticias se cargan de connotaciones de esta índole, propiciando en el lector o espectador medio tomas de posición esencialmente viscerales.
Aquí también cabe traer algunos ejemplos bastante ilustrativos: la inobjetable revocación de una condena por "homicidio intentado" de la esposa, impuesta a quien la tuvo al alcance de su arma pero optó por propinarla una bofetada y una patada, abrió telediarios en clave de escándalo. Cual si el crimen -del que, por fortuna, no hubo ni siquiera conato- se hubiera cometido con la sentencia. A raíz de una información sobre delitos contra la libertad sexual, sensiblemente virada en amarillo, para un editorialista era el colmo del disparate que la superioridad de un adulto sobre menores, en razón del rol desempeñado por éste en el ámbito del hogar familiar compartido, no hubiera sido tratado judicialmente como "intimidación". A pesar de que no es lo que de forma imperativa prescribe el vigente Código Penal. Un conocido periodista de radio censuraba con acritud que los preceptos de ese mismo texto y en materias tan conmocionantes pudieran ser objeto de interpretación literal por parte de los jueces. Es decir, entendidos como, según el diccionario, corresponde "al sentido exacto y propio de las palabras"; que es lo que constitucional y legalmente corresponde...
En la recusable patología de la información y de la creación de opinión en materias relacionadas con la justicia, a que me estoy refiriendo, no faltan manifestaciones de una de las más lamentables formas de discurrir, que es el argumento ad hominem. (A veces, incluso ad nomen, cuando ni el denostador y su punto de vista no dan para más, como personalmente he tenido ocasión de comprobar algunas veces).
De esa primera clase de casos hay uno, reciente, que por su elocuencia, y para concluir, vale la pena traer a colación. Es el padecido por el magistrado Clemente Auger tras haber sido ponente de una sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo, que confirmó la de la Audiencia de Madrid, a su vez confirmatoria de la de un juez civil. Éste había condenado en primera instancia a dos periodistas, J. L. Gutiérrez y R. M. López, por intromisión ilegítima en el honor del fallecido rey de Marruecos Hassan II, cometida al titular una noticia. En el asunto, en los sucesivos grados procesales, intervinieron un total de nueve magistrados. Pero -mire usted por donde- el núcleo de la crítica, del propio condenado y de otros colegas, se ha proyectado con obsesión enfermiza exclusivamente sobre Auger. Éste, redactor de la última resolución -dictada en el marco de conocimiento limitado de la casación y confirmando las dos anteriores-, habría obrado sólo por amistad e interés, o sea, prevaricando. Y, obviamente, arrastrando con él a sus cuatro pasivos compañeros de sala, mientras "se chupaban el dedo"; y, quizá -¿retropreventivamente?- también a los cuatro jueces restantes, que vieron el pleito años antes. En fin, uno de esos casos claros en los que la demanda civil y aun la querella criminal serían francamente viables. Si bien, ya se sabe, no es normal que acudan a ellas los jueces que, aun en la posición de víctimas de prácticas tan odiosas y cargados de razón, suelen hacer gala de una actitud que es la misma que llevó a eliminar el desacato.
No haría falta, pero me parece oportuno decir que, en la relación justicia/medios no siempre los aciertos y desaciertos, la razón y la sinrazón, se encuentran repartidos de la forma que sugieren los supuestos a que acabo de aludir. Pero esto es algo que no invalida lo que aquí me interesa reclamar. Me refiero a la necesidad de que el debate sobre las decisiones judiciales se sitúe en el nivel de honestidad intelectual, de tendencial equilibrio, de racionalidad y de respeto a las personas, que hagan del juego de la opinión un factor de enriquecimiento cultural, para empezar de los propios jueces. Y a la necesidad, también, de que se produzcan siempre con precisa información sobre los hechos y sobre el marco legal de referencias. Es lo menos que puede pedirse.