La justicia por nuestras propias manos

“¿Puedo darte la mano?”, me dijo Valentín Lasarte en una sala de la prisión alavesa de Nanclares de la Oca. Era el 22 de junio de 2012 y yo había recorrido un camino arduo para llegar hasta allí, frente a frente con el asesino de mi hermano. Durante años lo había seguido de cerca: había ido a los juicios en los que declaraba como testigo y en los que, casualmente, sufría profundos episodios de amnesia; me había informado por vías oficiales y también por extraoficiales de sus permisos penitenciarios; y había leído estupefacta acerca de su supuesto “arrepentimiento”, que lo había llevado, según decía, a pedir perdón y a desvincularse de ETA. “¿Puedo darte la mano?”, me dijo. “No, no puedes”, le contesté.

Pero algo me decía que su amnesia, que su falta de colaboración con la Justicia, que su discreción a la hora de salir de las filas de ETA, eran indicios de que el Valentín Lasarte al que iba a enfrentarme en 2012 para preguntarle por todos los asesinatos sin resolver de los que él podía tener información era el mismo que el 24 de enero de 1995 había participado en el asesinato de mi hermano. No me equivoqué.

Aquella charla cara a cara con mi mayor enemigo sólo confirmó una de mis sospechas: que la Administración no exigía a los etarras supuestamente arrepentidos que colaboraran con la Justicia para acceder a beneficios penitenciarios. Lasarte, incluso, admitió que desconocía este requisito y, por supuesto, no colaboró conmigo ni, hasta hoy, con nadie.

Mi conversación con él fue un paso más en mi camino para lograr algo que rondaba por mi cabeza desde el aciago día que mataron a Gregorio: averiguar la autoría intelectual de su asesinato, ponerle nombre a los cabecillas que ordenaron su muerte.

Hemos sido nosotros, su familia, quienes en los últimos años hemos tenido que tomar la iniciativa para esclarecer este agujero negro de nuestra historia, que es también la historia del terrorismo y de nuestro país. Primero, nosotros hablamos cara a cara con uno de los autores materiales; después, nosotros hemos investigado, hemos buceado en sentencias, hemos reunido pruebas y, finalmente, hemos logrado la reapertura del sumario.

En el camino ha habido, claro está, obstáculos: nos hemos enfrentado a la obstrucción de Instituciones Penitenciarias, que dijo haber destruido la grabación de mi conversación con Lasarte, y a la lentitud de los plazos judiciales: hace un año y medio que la Audiencia Nacional reaperturó el caso de Gregorio Ordóñez y aún no se ha movido una sola ficha relevante para continuar la instrucción.

Todo ello ha supuesto que 26 años después del asesinato de mi hermano, aún no se haya investigado quién decidió poner fin a su vida. Y aun así, el sistema me dice que tengo que estar satisfecha: yo, al menos, sé quienes participaron en el atentado contra Goyo; pero hay más de 300 familias que viven sin saber quién acabó con la vida de sus parientes.

Los recuerdos de este periplo me han venido a la cabeza estos días leyendo la investigación que el periodista Pablo Romero ha publicado en este medio sobre el asesinato de su padre a manos de ETA. Su perseverancia, sus frustraciones, sus atisbos de esperanza, la aparición de los datos que hacían encajar las piezas y, por fin, el logro de sentar al supuesto asesino ante los tribunales. Y todo esto, por su cuenta y riesgo, tirando de sus fuentes, de su intuición y a costa, imagino, de su sufrimiento.

Sobre todo su trabajo sobrevuelan preguntas: ¿Por qué una víctima tiene que hacer este trabajo? ¿Dónde está la Administración de Justicia para exigir a los terroristas que colaboren para esclarecer los crímenes sin resolver?

Una de las razones que convierten a las víctimas en un referente moral es que ninguna de nosotras nos hemos tomado la justicia por nuestra mano. Hemos respetado el Estado de Derecho incluso cuando se han vulnerado nuestros derechos y se ha puesto en juego nuestra dignidad. Esto es lo que nos diferencia de los terroristas: no somos como ellos. Sin embargo, de alguna manera, algunas víctimas nos hemos empeñado en hacer justicia con nuestras propias manos, investigando y siguiendo hilos insospechados con el único objetivo de arrojar luz sobre los asesinatos de nuestros familiares.

No es un cuestión exclusivamente personal –que también-, sino colectiva, ya que si queremos escribir el relato veraz de lo ocurrido en torno al terrorismo, tenemos que conocer la verdad de lo ocurrido, incluidos los nombres de los verdugos. Hemos dado algunos pasos, pero aún quedan más de 300 enigmas por resolver.

Consuelo Ordóñez es presidenta del Colectivo de Víctimas del Terrorismo (COVITE).

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