La juventud y sus rumbos

Hace unos años realicé con mis alumnos una revisión de las noticias que sobre la juventud publicaban los principales periódicos europeos y americanos. Casi todas ellas se referían a sucesos dramáticos y antisociales. No debemos dejarnos engañar por esta imagen sesgada, que puede acabar convirtiéndose en una profecía que se cumple por el hecho de enunciarla. La tipología de la juventud es muy variada. Es cierto que ha aumentado la conflictividad juvenil, la delincuencia adolescente, los comportamientos de riesgo, las conductas agresivas hacia los padres, la indisciplina en las aulas, y que de vez en cuando todos nos sentimos horrorizados ante hechos terribles como asesinatos o violaciones cometidos por gente muy joven. Cuando esto sucede, nos volvemos llenos de indignación hacia el gobierno o hacia la escuela pidiendo medidas penales o medidas educativas, y se oye, como un triste clamor, una pregunta: ¿Pero qué está pasando? Lo malo es que cuando el impacto emocional remite, el problema se nos olvida, queda adormilado hasta que otra noticia lo despierta.

Me gustaría invitarles a una reflexión serena y prolongada. Y a la acción. Empezaré acotando el problema. La juventud no es una categoría temporal, no es un período que abarque de tal año a tal año. Tampoco es un concepto jurídico, pues el Derecho sólo admite la distinción entre menor y mayor de edad. Es un concepto cultural. Cada cultura mantiene unas creencias acerca de la juventud, que hacen que los jóvenes se comporten de una manera u otra. Es importante recordar esto, porque nos implica a todos, en diferentes grados por supuesto, en este asunto. Basta pensar que en general la juventud está financiada por los adultos. En España, lo primero que llama la atención es la amplitud que ha adquirido el concepto. Se aplica a la franja de edad que va desde los 15 a los 30 años. Cada vez se retrasa más la independencia de los jóvenes, que en gran parte se han instalado en una "impotencia confortable". Las dificultades laborales son muy grandes, pero esa situación se sobrelleva mediante un gozoso aplazamiento de las responsabilidades, y un modo de vida en cierto modo adolescente.

Hablo de impotencia «confortable» porque, según las encuestas realizadas por el INJUVE, los jóvenes españoles -a pesar de la enorme tasa de paro- están contentos. Entre el 81 y el 89 % se sienten muy o bastante felices. En una escala de 1 a 10, se sitúan con 7´9 puntos, ocupando el primer lugar Dinamarca con 8´2. Lo que les hace felices son las relaciones con sus familias, amigos y parejas. Sin embargo, la idea que tienen de sí mismos no es muy halagüeña. Según las encuestas se reconocen consumistas, egoístas, irresponsables, interesados sólo en el presente, y con poco sentido del deber y del sacrificio. Valoran mucho la libertad, a la que confunden con la espontaneidad. Se creen libres, pero están atados a la familia, al grupo de amigos, a la moda, al móvil, a la obligación de divertirse. Sienten pavor ante la soledad, el aburrimiento y el silencio.

Javier Elzo señala que rechazan todo principio ético que se pretenda absoluto, sostienen un relativismo radical, son más tolerantes que solidarios, y propugnan con mayor énfasis las «virtudes públicas» que las «virtudes privadas», es decir, son menos permisivos con las «aventuras fuera del matrimonio» que con el aborto, el suicidio, la eutanasia o el divorcio. Su compromiso incluso con los valores que dicen defender, es muy laxo. Por último, tienen muy poca tolerancia a la frustración, lo que produce tres derivaciones: depresión, violencia, y retirada a posiciones hedonistas no muy ambiciosas. Es mejor no aspirar a mucho y «pillar» lo que se pueda.

La «adolescencia» se solapa parcialmente con el vago periodo de la juventud. Se extiende desde los 12 a los 18 años. Está haciendo desaparecer la infancia, y contagiando sus modos de comportamiento a la juventud más adulta, que sufre el síndrome de Peter Pan. Por eso me parece que repensar la adolescencia es un tema social urgente. Es un período inventado por razones educativas. En siglos pasados, la niñez se terminaba muy pronto con la incorporación de los niños al trabajo. Esto resultaba injusto, porque impedía que estos niños recibiesen la educación educada. Por eso se ha creado una edad protegida, con una finalidad estrictamente educativa: la adolescencia.

Sin embargo, en este momento parece que la estamos dando un prematuro estatuto de autonomía completa, desligándola de su finalidad pedagógica, no nos atrevemos a educar, primamos los derechos sin exigir los deberes, y estamos dejando a los adolescentes vivir en un vacío sin referencias. Era justo liberarles de precoces responsabilidades laborales, pero es un disparate evitarles toda responsabilidad.

Esto ha sido cosa de los adultos. Somos nosotros quienes los hemos convertido en un mercado apetecible. Los modelos de adolescentes que aparecen en las series de TV, no son copia de la realidad. Están induciendo la realidad. Somos por lo tanto los adultos quienes debemos reconducir la situación. Estamos educando mal a nuestros adolescentes. Les estamos contagiando nuestro escepticismo ético, no sabemos como recuperar la autoridad, mantenemos respecto de ellos una incoherencia legal abrumadora, estamos intoxicándoles de consumo, no estamos dándoles una educación moral adecuada. Hay una generación de padres bienintencionados y confusos que han pasado de tener miedo a sus padres a tener miedo a sus hijos.

Los problemas culturales tienen muchas causas, y por ello producen un cierto sentimiento de impotencia. ¡Yo no puedo hacer nada! En efecto, cada uno de nosotros no puede hacer nada, hace falta una movilización colectiva. Por eso repito muchas veces que para educar a un niño hace falta la tribu entera. Pero con los primeros que tenemos que contar es con los propios adolescentes. Una parte de nuestros jóvenes es espléndida, generosa y está estupendamente formada. Mi experiencia como profesor me dice que muchos de ellos responden con entusiasmo cuando se les presentan modelos de vida nobles y exigentes. No tengo esa visión deprimente que se ha generalizado. Tienen la misma necesidad de grandeza que tenemos todos, porque no somos tan miserables como creemos. Y tenemos que contar con esa adolescencia estupenda y animosa, aplaudirles, dar a conocer sus logros. Son nuestros grandes aliados, los protagonistas del cambio. Y estamos despilfarrando su talento. También, por supuesto, hemos de contar con el sistema educativo, con los padres y con la legislación. Les animo por ello a un gran debate sobre la adolescencia, y les invito también a que conozcan lo que estamos haciendo en la Universidad de Padres que he fundado. Una sociedad avanzada tiene muchos recursos educativos. Lo que no podemos hacer es continuar refugiándonos en una inercia pesimista y confortable, para salir a la calle sólo cuando nos conmueve un crimen. Hay que dejar el pesimismo para tiempos mejores. Educar exige una larga y valiente paciencia. Y es cosa de todos.

José Antonio Marina