La larga agonía de los partidos políticos

En la calificación habitual de los partidos políticos como “un mal necesario”, lo más claro es lo primero: los partidos son un mal. Desde que los partidos políticos emergieron en países institucionalmente estables en el siglo XIX, a menudo bajo el epíteto de “facciones”, han sido asociados con malas intenciones y con la creación de divisiones sociales a costa de amplios intereses colectivos. Hoy día, en casi todos los países democráticos, incluido España, las encuestas colocan persistentemente a los partidos en los últimos puestos en la escala de reputación social.

Lo segundo, que los partidos sean necesarios o inevitables, depende de si hay una alternativa mejor para las tareas que se supone tienen asignadas: básicamente, proponer políticas públicas socialmente eficientes y seleccionar las personas competentes que ocuparán los correspondientes cargos públicos. Pero en la medida en que la decisión sobre muchas políticas públicas ha ido pasando a manos de organizaciones internacionales y de órganos formados por expertos no-electos, y en tanto que los paquetes ideológicos partidarios han perdido eficacia, los partidos han ido quedando casi exclusivamente como maquinarias para la selección de cargos públicos. Cuando esta selección del personal político es endogámica, como ocurre en grado extremo en España, debido sobre todo a las listas electorales cerradas, la publicidad de las batallas por los cargos dentro de los partidos no hace más que reforzar la imagen de su impotencia política y alienar aún más a los ciudadanos expuestos a su contemplación en los medios.

La alternativa es, por supuesto, el gobierno de los expertos. En palabras de John M. Keynes, la buena gobernanza “debería ser un asunto de especialistas —como la odontología—, ¡sería estupendo que los economistas [y otros gobernantes] lograran verse a sí mismos como personas humildes y competentes, al nivel de los dentistas!”, soñaba el inglés hace casi un siglo. De hecho, actualmente el gobierno de los expertos basado en especialistas competentes ya existe —aunque la humildad no sea siempre su virtud más visible—. Tanto los Estados como la Unión Europea y la mayor parte de las instituciones globales, a pesar de, o en paralelo a sus credenciales democráticas, se apoyan en gran medida en órganos independientes de expertos no-electos para recibir consejo, tomar decisiones y ejecutar, supervisar y evaluar políticas públicas en los temas más importantes.

Los órganos de gobierno formados por expertos no-electos a nivel estatal incluyen, en particular, la Administración civil, así como numerosas agencias públicas cuyos directivos no dependen directamente de los resultados electorales o de la composición partidaria de los Gobiernos; los bancos centrales que desarrollan mandatos explícitos de política monetaria y financiera, actualmente con alta coordinación internacional; y los tribunales que aplican reglas de justicia. También en las principales organizaciones internacionales la competencia técnica claramente prevalece sobre la competición electoral. A todos los niveles institucionales, el reclutamiento de personal a través de los partidos ha sido en gran parte sustituido por procedimientos basados en criterios de independencia política, competencia técnica y conducta honesta, por los cuales los cargos públicos son también responsables de sus acciones.

No hay una explicación muy clara de por qué los partidos y los gobernantes de la mayor parte de los Estados han aceptado ceder poderes a las organizaciones internacionales y a otras instituciones formadas por expertos no-electos. Una hipótesis verosímil es que lo han hecho, en su propio interés de supervivencia, para reducir la agenda de temas a su cargo. Es un hecho que la mayor complejidad técnica de los asuntos públicos y el ámbito cada vez más amplio de los intercambios humanos supera la capacidad de los gobernantes estatales de ejercer ciertas formas tradicionales de control. Los partidos políticos de gobierno pueden percibir que correrían muy alto riesgo si se hicieran políticamente responsables de procesos y decisiones que se desarrollan fuera de su alcance. Dando las culpas —por ejemplo, de la crisis económica— a la Unión Europea o al Fondo Monetario Internacional, los partidos y los Gobiernos partidarios salen un poco menos mal parados que si tuvieran plena responsabilidad, por lo que aceptan que esa responsabilidad sea realmente transferida a esas organizaciones y a otros órganos independientes. Así, los políticos que compiten en elecciones eligen traspasar ciertos temas a jurisdicciones ajenas para poder concentrarse en unos pocos asuntos que creen que pueden controlar mejor.

La comparación de Keynes de los expertos con los dentistas puede ser bastante acertada, al fin y al cabo, ya que, como es bien sabido, durante mucho tiempo los dentistas hicieron muchos disparates, cometieron muchos errores y causaron mucho dolor a los pacientes, por lo que fueron objeto de un difundido temor y de numerosos chistes. Pero también es cierto que —como los economistas y otros científicos sociales— han mejorado mucho en sus conocimientos, mediante el aprendizaje por la experiencia y el uso de nuevos medios técnicos, para proveer servicios cada vez mejores. Una gran parte de la historia del progreso en el diseño y la aplicación de políticas públicas en los últimos decenios comporta la transferencia de áreas de decisión cada vez más amplias de los políticos a los expertos. En ese proceso, las convulsiones internas de los partidos, como las de los peces, muestran la larga agonía que sufren fuera del agua a la que estaban acostumbrados.

Josep M. Colomer es profesor de Investigación del CSIC.

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