La larga sombra de Bin Laden

Mataron a Osama bin Laden, pero, si acertó y existe el paraíso yihadí, le sobran motivos para seguir festejando el ataque terrorista que orquestó contra Estados Unidos el 11 de septiembre 2001. Doce años después el impacto sobre los infieles de Occidente, tanto sobre los Gobiernos como sobre los ciudadanos de a pie, no se diluye, se expande, influyendo de manera determinante en la política interior y exterior de Estados Unidos y Europa, restringiendo las libertades, socavando valores democráticos, pisoteando los derechos humanos, generando nuevos miedos y dilemas en Oriente Próximo —especialmente hoy en Siria— y causando molestias antes desconocidas a todo aquel que se sube a un avión comercial.

El horror vivido en Nueva York y Washington se repitió después en Londres y Madrid, pero ahora solo basta con que los secuaces de Osama muevan un dedo, nada más, para sembrar la confusión y el pánico. Hacer una llamada telefónica ya es suficiente. La interceptación por los servicios de inteligencia el mes pasado de mensajes entre líderes de Al Qaeda hizo que se cerraran más de 20 embajadas de Estados Unidos en tierras árabes. Fue un ejemplo nada novedoso de cómo el fantasma de Bin Laden sigue sobrevolando la conciencia colectiva de Occidente, sustituyendo el temor a la guerra nuclear durante la guerra fría con el temor al terrorismo como el factor determinante de la política internacional.

Solo que en los años cincuenta, sesenta, setenta y ochenta, hasta la caída del muro de Berlín y más allá, el miedo incidía en el ciudadano común y corriente de manera menos tangible. Había quien se construía un búnker antinuclear en el jardín, pero el que quisiera dejar la gestión de la paranoia en manos de la CIA o MI6 no tenía por qué ver su vida cotidiana afectada en lo más mínimo. Uno entraba en un edificio público o el de una gran empresa como entraba en su casa, sin verse sometido a medidas de seguridad. Hoy, si uno se olvida de que no puede llevar un tubo de pasta de dientes o una botella de agua abordo de un avión, le revisan el bolso y le manosean de arriba abajo como si fuese un criminal.

Durante los seis años que cubrí las guerras de Centroamérica en los ochenta volaba de manera constante entre El Salvador, Guatemala y Nicaragua sin que nadie me examinara nunca en ningún aeropuerto para ver si llevaba encima una pistola, una granada o explosivos plásticos, mucho menos un temible cargamento de Colgate. Hoy todos somos terrorista en potencia, y más en Estados Unidos, especialmente en el caso de que seamos ciudadanos de otro país.

Aunque tampoco se salvan los nativos de la nación occidental más paranoica del mundo, como ha demostrado Edward Snowden, el filtrador de la CIA hoy perversamente refugiado en Rusia, con sus revelaciones de que los servicios de seguridad estatales han almacenado información digital privada de millones de estadounidenses. El hecho de que esta versión electrónica, más sutil de los métodos invasivos empleados por la Stasi, no cause consternación general y apenas debate entre la mayoría de los ciudadanos de un país que insiste en verse como el estandarte de la libertad individual es atribuible directamente a Bin Laden. Como decía el escritor John Le Carré en una entrevista publicada el sábado en el Financial Times, “parece no haber límite a las violaciones de sus libertades, tan arduamente conquistadas, que los estadounidenses están dispuestos a soportar en nombre del contraterrorismo”.

A tal punto lo soportan que solo es una minoría en Estados Unidos la que expresa su desconcierto ante la evidencia de que su Gobierno recurre a métodos antidemocráticos e incluso terroristas para combatir a los herederos de Bin Laden. Por un lado están los presos encarcelados en la base militar estadounidense de Guantánamo sin proceso o, siquiera, sin cargos judiciales, algunos de los cuales han sido sometidos a torturas; por otro está la política de drones del Gobierno de Barack Obama, iniciada por George W. Bush.

Existen diferencias de opinión sobre la cantidad de civiles que han muerto como consecuencia de los misiles lanzados contra objetivos enemigos por pequeños aviones teledirigidos de la CIA y el Pentágono. El Gobierno norteamericano ha reconocido oficialmente la muerte de 50 “no combatientes”. Otros dicen que son centenares los inocentes que han muerto, lo que parece ser más probable, ya que un informe confidencial de los servicios de inteligencia de Pakistán difundido recientemente por el London Bureau of Investigative Journalism colocó la cifra de las víctimas mortales inocentes de los drones entre 2006 y 2009 en 147, de los cuales 94 dice el informe que fueron niños. La frecuencia de tales ataques se ha incrementado desde que Obama asumió el poder en 2009, con lo cual cabe suponer que los niños han seguido muriendo.

Las consecuencias más inmediatas y catastróficas del 11 de septiembre fuera de Estados Unidos se han visto en las guerras de Afganistán e Irak. Fueron guerras “opcionales”, especialmente la de Irak, cuyo dictador Sadam Husein nada tenía que ver con Bin Laden, más bien todo lo contrario. Pero el estado anímico revanchista de la población estadounidense después de los ataques en Nueva York y Washington, sumado a la presencia en el poder de George W. Bush y su beligerante eminencia gris Dick Cheney, hicieron prácticamente inevitables dos guerras a las que algunos Gobiernos europeos también optaron por apuntarse.

El tema en este preciso momento es Siria: lanzar misiles o no lanzar misiles como respuesta a la matanza de niños inocentes con proyectiles cargados no de explosivos sino de gas. La credibilidad de Estados Unidos y las demás democracias occidentales está en juego, dice el presidente Obama. Pero una vez más el difunto Osama planea en las sombras. ¿Vale la pena asumir el papel de conciencia moral del mundo árabe si se corre el riesgo de agitar una vez más el avispero del terrorismo islamista?, se preguntan los estadounidenses y europeos en contra de semejante intervención. Y, además, ¿no estaríamos beneficiando al sector de los rebeldes sirios que se identifica abiertamente con Al Qaeda?

Hoy es Siria. Mañana podría ser Irán, Pakistán, Egipto, Arabia Saudí. Y aunque Occidente se limpiara las manos absolutamente de los conflictos en tierras musulmanas, el impacto que ha tenido el 11-S lo seguimos viendo en nuestras vidas, a través de la gradual y aparentemente inexorable invasión a nuestras libertades, todos los días. Osama bin Laden, desde la tumba, se ríe. Y se seguirá riendo durante muchos años más.

John Carlin

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