La lección afgana

Hay fotografías que concentran toda una vida, pero hay otras que revelan todo un mundo. Las primeras buscan el pasado individual en un gesto de las manos, en la expresión del rostro o en la elocuencia de la mirada. Las otras acechan los espacios para encontrar rastros significativos, vestigios de historias o fragmentos de vida. Brassaï no descansó hasta encontrar la noche en la piel de los noctámbulos y en el combate de los cuerpos que despertaban al deseo cuando huía el sol. Avedon, que buscaba el desierto para encontrar la esencia destilada del oeste americano, acabó descubriéndolo en los rostros indolentes que le salían al paso en la carretera. Atget, que rastreaba la ciudad moderna por las calles de un París en ruinas, adivinó lo que definiría la vida urbana durante más de un siglo en las mercancías expuestas en los escaparates. No es fácil concentrar una vida o revelar un mundo en una imagen.

Cuando eso pasa, el descubrimiento da la impresión fulminante de un rayo: su impacto es fulgurante y, a veces, no puede abandonarnos. Es lo que sucede con algunas de las fotografías de Anja Niedringhaus en Afganistán. Un mundo tan alejado de nuestras coordinadas habituales que nos parece, a menudo, opaco y hermético. ¿Qué sabemos de aquellas vidas y aquel mundo, aparte del estigma que el mundo global en guerra ha proyectado sobre ellas como si fueran una amenaza al equilibrio del planeta? Niedringhaus nos descubrió el latido de su cultura milenaria en los juegos de niños o en la calma nostálgica de la vida nómada. Hizo una serie fabulosa en la provincia de Nargarhar, en las afueras de Budyali, en marzo del 2013. Se veían unos maestros viejos, sentados en el suelo, como si llevaran allí cien años, entre las paredes sin techo de una escuela en escombros. En otra fotografía, se los veía, compungidos, junto a una pizarra de pared ya inservible. En otra, se veían los ladrillos en el suelo, papeles con caligrafía temblorosa de ejercicios esforzados. Pero no había ningún niño. La escuela había sido bombardeada con drones. “destruyeron nuestra escuela, nuestra biblioteca, nuestros libros”, decía Malik Gul Nawad, uno de los viejos. Desde entonces, aquellos niños y niñas recibían clases en tiendas de campaña, a la intemperie, mientras esperaban el próximo ataque. Niedringhaus fue asesinada a tiros por un policía afgano el año siguiente, hace apenas tres meses.

He vuelto a pensar en estas fotografías de la escuela bombardeada a raíz de la presentación en el Teatre Lliure de una obra maravillosa, La ronde de nuit, montada por una compañía de actores y actrices afganos de un talento prodigioso. Son casi dos horas de una intensidad, un coraje y una emoción que muy raramente se puede ver encima de un escenario. El argumento es fácil de resumir: un inmigrante afgano en París hace de vigilante en un teatro. Su primera noche, con una tormenta de nieve gélida y amenazadora fuera, recibe la visita de un grupo de afganos con el pánico en los ojos. Mientras duermen, descubren sus sueños y deseos, pesadillas y miedos, recuerdos aterradores y también tiernos, esperanzas y nostalgias. Cuando, hacia el final, estos jóvenes se marchan, parece que hemos pasado con ellos toda una vida.

Son jóvenes, como dijo de ellos la gran Hélène Cixous, que estos días conferenciaba en Barcelona, que “ya han ido varias veces hasta la muerte, han perdido una vida, han empezado otra”. Y por eso su memoria es “densa, poblada, viva”. Pero es, sin duda, la dificultad la que les ha hecho volcarse en la vida, con unas fuerzas y un entusiasmo que sólo puede surgir de la extrema vulnerabilidad. La obra está hecha a partir de sus historias y experiencias, surgidas de la experiencia del exilio y de la fragilidad de la inmigración en un país, una cultura y una lengua que no es la suya. Experiencias e historias que resuenan, decía Cixous, como una tragedia de Racine. Con unos años más de diferencia, podrían ser, perfectamente, aquellos niños de la escuela bombardeada. Ahora, como escribía Mahmud Sharifi, el teatro es su refugio y el escenario, su tierra santa. La cultura los ha salvado y les ha proporcionado unas armas más poderosas que las de los drones: armas de revuelta para construir un mundo realmente nuevo.

Aquí, que tanto hablamos de la crisis de las humanidades, de su abandono planificado en las escuelas, institutos y universidades, y del desprecio con que una sociedad mercantilista y estúpida como la nuestra las convierte en ornamentos marginales e inútiles, el mensaje de esta tropa afgana me parece una revelación. Porque han entendido, como lo han hecho los centros dedicados a las humanidades en las mejores universidades del mundo, empezando por Harvard y Stanford, que las humanidades son un tesoro del cual la cultura y la sociedad no puede prescindir, porque constituyen la forma más destilada e insustituible con la que toda comunidad ha dado forma a su experiencia del pasado. La lengua, la literatura, la música y las artes, con todas las disciplinas que germinaron en contacto con ellas y nutriéndose también de la vida, desde la historia hasta la filosofía, son vitales. La aspiración colectiva, que quiero pensar que es la nuestra, a la libertad y la justicia social no es un anhelo político que pueda construirse encima de la nada. Las humanidades nos confrontan con el más digno de nuestro pasado y, también, con los peligros y las amenazas, todavía presentes, de nuestra indignidad. Esta es su lección, de la cual no podemos prescindir sin destruirnos.

Xavier Antich

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