
El estruendo de una explosión me despertó. Era 14 de julio de 1986 y yo tenía 15 años. Cogí mi bicicleta y pedaleé hasta el lugar de donde procedía el sonido. Las ambulancias se llevaban a los últimos heridos. Vi el autobús todavía humeante en el que doce jóvenes aspirantes a guardias de tráfico acababan de ser asesinados con 35 kilogramos de dinamita, en la plaza de la República Dominicana de Madrid.
Mi generación creció con las noticias casi diarias de los secuestros, asesinatos y bombas de la campaña de ETA por la independencia del País Vasco. En España nos enfrentamos, mucho antes de que el terrorismo fuera una preocupación global, al fanatismo de quienes para imponer sus ideas buscan eliminar a los que no las comparten. Y, sin embargo, a pesar de haber esperado casi seis décadas para que ETA anunciara su disolución, el 2 de mayo de 2018, la noticia ha sido recibida con alegría contenida. Sigue pesando demasiado el recuerdo de las víctimas y la futilidad de su violencia.
Los años de plomo del separatismo vasco han dejado heridas que todavía tardarán en cerrar —ETA asesinó a 854 personas, hirió a 6.389 y secuestró a 79—, pero también un legado de errores y aciertos por parte del Estado español que podría ser de ayuda frente a otros movimientos terroristas en el mundo, incluido el islámico.
En los momentos de mayor fortaleza de ETA —en 1980, su año más violento, asesinó a más de 90 personas— en España nos enfrentamos a una pregunta crucial: ¿merecía la pena perseguir a la organización dentro de los límites del Estado de derecho? Si quienes ponían coches-bomba y pegaban tiros en la nuca no respetaban ninguna regla, ¿no era una desventaja que los demócratas lo hiciéramos? ¿Acaso no estábamos en nuestro derecho de defendernos con las mismas armas? ¿Es posible derrotar al terrorismo y mantener intactos los principios de una sociedad democrática?
Algunos miembros vinculados con las fuerzas de seguridad del Estado llegaron a la conclusión de que no era posible y, a finales de la década de los setenta, se formaron grupos antiterroristas que iniciaron lo que se conoce como la Guerra Sucia, una campaña de secuestros, torturas y asesinatos a personas que eran sospechosas de pertenecer a ETA. La estrategia provocó el efecto contrario al que se buscaba: las acciones de los llamados Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), que empezaron a operar en la década de los ochenta, alimentaron el victimismo de quienes apoyaban la violencia, debilitaron a quienes dentro del movimiento independentista vasco querían acabar con ella e hicieron más difícil deslegitimar la ideología con la que ETA justificaba sus acciones. Aprendimos una primera lección: los atajos, en la lucha contra el terror, suelen ser contraproducentes.
Lo que derrotó a ETA fue una combinación de “paciente labor policial, colaboración internacional para eliminar los santuarios terroristas, permitir la autonomía limitada en el País Vasco y la capacidad de resistir de una sociedad civil sólida que no estaba dispuesta a ceder a la violencia”, me dijo Christopher C. Harmon, experto en la extinción de movimientos terroristas y autor de Terrorism Today. La sociedad española envió durante años a los terroristas el mensaje de que no importaba cuánto dolor provocaran, jamás cedería al chantaje de la violencia.
Décadas de trabajo policial permitieron la infiltración de la estructura de la organización, mientras países que habían mirado a otro lado, como Francia, rectificaban para unirse a la lucha antiterrorista. Los partidos políticos resistieron, salvo raras excepciones, a la tentación de hacer un uso partidista de la violencia. Concejales de pequeños pueblos vascos permanecieron en su tierra a pesar de que sus compañeros estaban siendo asesinados a sangre fría. Los jueces investigaron y condenaron a los terroristas utilizando nada más que la ley, persiguieron también los crímenes de los GAL y así crearon una frontera ética que nos diferenció de los terroristas: ni gobierno ni sociedad usaríamos otras herramientas que no fueran la investigación judicial, el apego al derecho y la paciencia como catarsis colectiva. Un pacto no escrito había determinado que para que la victoria sobre la violencia fuese definitiva, no podía ser solo policial, también debía ser moral.
Con manifestaciones multitudinarias, votaciones y acciones cívicas, los miembros de ETA fueron despojados de la falsa pretensión de que representaban a la sociedad vasca. Cuando en 1997, ETA secuestró al concejal Miguel Ángel Blanco, cientos de miles de personas se concentraron en Bilbao y otras ciudades vascas para pedir su liberación. Dos días después, Blanco apareció con dos tiros en la cabeza y murió en la madrugada del día siguiente. Ese fue un punto de inflexión: a partir de ese momento los actos civiles contra la violencia aumentaron, se crearon iniciativas ciudadanas como el Foro Ermua y ¡Basta Ya! para llevar a la calle la resistencia al terror y se empoderó a organizaciones pacifistas como Gesto por la Paz.
Arrinconada y convertida en una banda marginal, ETA anunció el cese al fuego en octubre de 2011. La confirmación de su disolución la semana pasada se vio empañada por una oportunidad perdida: faltó una petición de perdón para todas las víctimas y no solo a “los ciudadanos y ciudadanas sin responsabilidad”, según la distinción que la banda hizo en un comunicado. Ninguna mereció morir.
Tres décadas después de ser testigo de los instantes posteriores al asesinato de aquellos jóvenes guardias de tráfico regresé al lugar del atentado y advertí que se había instalado un monumento en honor a las víctimas. Es una escultura de bronce que representa a los asesinados y detrás hay un grupo de personas caminando juntas. Marchan con la cabeza alta y representan a la sociedad civil española, que desde las urnas y las calles pidió justicia en lugar de venganza.
“Ni la venganza ni el odio me devuelven a mi madre”, dijo Rosa María Cabré al conocer el fin de ETA. En 1987, la banda terrorista asesinó a su madre y a otras veinte personas en un atentado a un supermercado de Barcelona. Esa es la lección más importante que deja el epílogo a décadas de violencia terrorista. Esa es también la gran enseñanza de España para el combate global al terror: el terrorismo puede y debe ser derrotado sin renunciar a los principios democráticos que nos diferencian de él.
David Jiménez es escritor y periodista. Su libro más reciente es El lugar más feliz del mundo.