Desde la victoria de Donald Trump y su segunda investidura de hace ya un mes, hay un intenso y polémico debate en torno a su regreso a la Casa Blanca. Pero, si analizamos lo ocurrido desde criterios objetivos, el presidente reelecto ganó el voto popular con más de 77 millones de votos, consiguió una victoria rotunda en el colegio electoral (312 a 226) y los republicanos se impusieron en ambas Cámaras. Hasta aquí, no puede haber mucho debate.
Si se analizan con más cuidado esos mismos números, la lógica electoral del winner takes all pone en evidencia cómo en algunos de los swing states, que son claves en el resultado final la victoria republicana fue por la mínima: 80.000 votos en Michigan, 46.000 en Nevada o, incluso, menos de 30.000 votos en Wisconsin. Ello ofrece una primera serie de luces a los demócratas sobre cómo (y dónde) afrontar la próxima elección. Pero no se puede negar la mayor: con unas reglas del juego claras, el pueblo norteamericano se expresó de forma muy nítida en su último llamamiento a las urnas. Le toca gobernar a Donald Trump.

Esta realidad ha provocado cierta incomprensión, e incluso cuestionamiento, por parte de muchas voces y altavoces. Pero la clave está, precisamente, en comprender qué representaba en esta contienda votar a Trump. A diferencia de otros comicios, la elección del proclamado Commander-in-Chief trascendía la mera decisión entre dos opciones. No se trataba sólo del péndulo tradicional entre una y otra. La victoria de Trump ha significado, pues, un puñetazo en la mesa, la petición a gritos -y a votos- de un borrón y cuenta nueva. Prueba de ello es el hecho de que Trump ganase, entre otros factores, gracias al creciente apoyo de los más jóvenes, los nuevos votantes y la comunidad latina.
Por tanto, la victoria de Trump va más allá de un mero voto de castigo al saliente Gobierno demócrata de Joe Biden, que no supo cumplir con las expectativas, especialmente económicas, ni contó con el tiempo suficiente para empoderar a un nuevo liderazgo que le posibilitase la reelección. El voto a Trump fue el voto de aquellos que no vislumbraban progreso en el statu quo y que consideraron que un cambio profundo sería mejor que ligeros retoques cosméticos. Así es como deben interpretarse sus primeros 30 días al frente de la Casa Blanca y, sobre todo, la gobernanza que estos vislumbran.
La clave, por tanto, está en comprender que no se trata del quién, sino del qué. Es decir, el qué va a hacer Trump para dar respuesta al respaldo popular que le llevó en volandas a la presidencia y dar inicio a una nueva etapa. O, como dijo el propio Trump, para el comienzo de una "nueva era".
Extrapolando el caso norteamericano expuesto a los países de habla hispana, podemos apreciar cómo la alternancia en el poder es hoy un fenómeno al alza y de carácter global. Tras pasar por las urnas en los dos últimos años, tan solo México, El Salvador, República Dominicana y Paraguay mantienen a los suyos al frente de sus respectivos Gobiernos. Paraguay conserva la hegemonía del Partido Colorado. En México se ha impuesto la ruta iniciada por el expresidente AMLO, en sintonía con la impulsada por Trump, validando una misma lectura de cambio de paradigma ante la tradicional disputa PRI-PAN. El Salvador y República Dominicana, por su parte, son las dos únicas naciones en las que sus presidentes fueron reelegidos, con un respaldo considerable, tras venir liderando ambos los rankings de valoración en toda la región.
El Latinobarómetro -macroencuesta en el conjunto regional de las democracias latinoamericanas- expone un buen ejemplo del porqué. Hasta 2017, El Salvador era el país de todo el continente con una mayor preocupación por la delincuencia como el principal problema nacional. En cambio, con datos de 2024, El Salvador ha pasado de liderar ese ranking a situarse en la antepenúltima posición. Se puede debatir largo y tendido sobre cómo se ha producido esa evolución. Esa es la esencia de la democracia. Pero de lo que no hay duda es de la efectividad del Gobierno salvadoreño a la hora de resolver aquello que más le preocupaba a su población. El presidente Bukele fue reelegido con el 84,65% de los votos en las elecciones del año pasado. Una victoria que sólo puede entenderse si antes comprendemos la importancia del qué para los salvadoreños.
Si bien tras la pandemia pareció iniciarse un ciclo de expansión de las fuerzas y gobiernos progresistas, quizá en busca de mayores grados de intervencionismo estatal y protección social, la realidad es que Guatemala y Uruguay son hoy los únicos Ejecutivos progresistas de habla hispana -junto al gigante mexicano- que han ganado las últimas elecciones. Por el contrario, fenómenos recientes como el de Milei en Argentina, la Panamá del -por entonces- tándem Martinelli-Mulino, o el caso de Ecuador si Noboa, en la segunda vuelta de las elecciones el próximo mes de abril, consigue volver a unificar a la mayoría que le llevó a la presidencia- son ejemplos que pueden marcar tendencia en otros países liderados hoy por fuerzas progresistas como Bolivia, Chile y Honduras, llamados todos ellos a las urnas en este 2025.
En Argentina, Milei es el ejemplo de cómo acertar en la identificación del qué, que equivale al apoyo ciudadano para impulsar un proyecto de cambio. El economista comprendió cuál era el malestar social en su país y la consiguiente puerta de oportunidad para llegar a la Casa Rosada. Resolver la economía. Sí, "it's the economy, stupid". La obtención de resultados supondrá para Milei su principal reválida para consolidar su hegemonía. Y ahí, criptoerrores como el que acaba de protagonizar no harán otra cosa que alejarlo de ese objetivo. No obstante, el presidente argentino no se equivocó cuando durante la campaña electoral enfocó su cometido en la variable económica.
De hecho, y cerrando el capítulo latinoamericano, sucede un fenómeno singular al que lamentablemente no siempre se presta demasiada atención. En todas las democracias de habla hispana en el continente americano, los principales problemas para la ciudadanía son hoy la economía, la seguridad o la corrupción (Latinobarómetro 2024). No busquen más allá. La ciudadanía, por tanto, apuesta por cambios y formas de hacer que considera que realmente van a resolverle sus problemas (¡el qué!). Si el gobierno de turno no los resuelve, lo cambiará sin importarle tanto si es progresista o liberal. Y si entre la masa de contendientes emerge un discurso claro que acierte en el tema y sea creíble en cómo lo va a arreglar, tendrá muchas posibilidades de imponerse a todos los demás.
En el caso de España, el escenario de un 2025 sin elecciones generales todavía en el calendario debería poner el foco precisamente en ese qué del que hablamos. A nivel táctico, el Partido Socialista, como cualquier formación al frente de un gobierno, parte con ventaja para la agenda setting en clave nacional; es decir, para determinar la "agenda pública", aunque los españoles se expresen con suficiente claridad ante la pregunta de cuáles son los problemas que personalmente más les afectan. No es lo mismo la percepción del rumbo general de un país que lo que realmente preocupa a cada ciudadano. Es la tesis del metro cuadrado: qué es lo que a ti no te deja dormir. Al fin y al cabo, el voto no deja de ser una toma de decisión individual. Y ahí, lo que hoy más preocupa a los españoles, según todos los sondeos, son los problemas de índole económica, la vivienda y la sanidad (CIS de enero de 2025).
Por otra parte, a nivel estratégico, la reciente conmemoración de los "50 años de España en libertad" no solo permite una opa al hoy desnortado electorado a la izquierda del PSOE, sino que también dibuja el siguiente marco de Pedro Sánchez para el final de su presente mandato: el 50 aniversario de la Constitución. En este punto, el relato socialista obtiene mayor coherencia y la posibilidad de una oferta en clave de futuro: "Cuál es la España en la que vivimos, y cuál es el modelo de país en el que queremos convivir".
El Gobierno, por tanto, tiene aparentemente una hoja de ruta clara. Así que es su oposición, como todo challenger, quien debe ponerse ante el espejo y ser capaz de responderse si ha identificado su qué y, de ser así, si cuenta con una hoja de ruta comprensible para explicar cómo lo podrá lograr.
Joan Roselló es socio-director de la consultora política Political Victory Group.