La legalización del cannabis

Un reciente artículo del «Economist» celebraba la tendencia mundial hacia la legalización del uso médico y recreativo de la marihuana. Aun admitiendo algunos efectos negativos, concluía que «dada la cantidad de porros que se fuman por diversión, es llamativo el poco daño que hacen».

Lo que hace daño de verdad son frases como esta, pues la investigación científica más reciente demuestra, por el contrario, que esos efectos son extraordinariamente graves. El consumo habitual de cannabis multiplica por cuatro el riesgo de sufrir enfermedades mentales graves como la esquizofrenia. Entre los consumidores jóvenes aumenta en un 30 por ciento el riesgo de depresión y multiplica por tres el de tentativa de suicidio y de episodios graves de trastorno bipolar. Las capacidades cognitivas también quedan seriamente afectadas por el consumo habitual: el coeficiente intelectual se reduce entre seis y ocho puntos, afectando especialmente a la memoria.

Estos efectos se agravan enormemente y se vuelven irreversibles si el consumo comienza en la adolescencia. La razón es que el consumo temprano modifica el desarrollo del cerebro, reduciendo el tamaño del hipocampo -relacionado con la memoria- y alterando el cuerpo estriado -relacionado con la emisión de dopamina y la motivación-.

Pero el efecto no solo es grave en intensidad, sino en extensión, por lo que podemos hablar de pandemia. Mientras que el consumo de tabaco se reducía significativamente en los últimos veinticinco años, el de cannabis ha aumentado en un 50 por ciento en los jóvenes de catorce a dieciocho años, llegando a ser casi el 20 por ciento los consumidores habituales. A pesar de que en los últimos años se han confirmado los gravísimos riesgos señalados, la percepción del riesgo del consumo habitual no ha aumentado. Además, en contra de lo que a menudo se dice, el cannabis es altamente adictivo: un 10 por ciento de sus usuarios se convierten en adictos, porcentaje que se eleva al 15 por ciento entre los consumidores jóvenes.

Que una quinta parte de nuestros jóvenes tengan graves problemas de desarrollo cognitivo, que se duplique el número total de personas con enfermedades mentales graves o que un 2 por ciento de la población sean drogadictos no es, claro está, un daño irrelevante, sino un monumental problema socio-económico y una infinidad de terribles tragedias personales. Al margen de las estadísticas, yo he visto ya descarrilar demasiadas vidas por su consumo temprano, de mi generación y de la de mis hijos.

Hay que combatir también la desinformación sobre el uso terapéutico. El principio activo del cannabis se puede utilizar y se utiliza con fines médicos, pasando las pruebas y los controles de cualquier otro medicamento. Los propios beneficios terapéuticos no están muy claros, y cuando se defiende su legalización terapéutica con estos fines lo que se pretende en realidad es vulgarizar su uso: hace unos años, paseando por una playa de Los Ángeles, llena de tiendas de marihuana, me abordaron varios vendedores -festivamente disfrazados de verde- para indicarme que si me dolía la espalda podía comprar cannabis legalmente… Como con todo cinismo dice el mismo artículo, se trata de vulgarizar la droga: «Cuando la abuela empieza a fumar porros para su artritis, la droga entra en la normalidad». Permitir su uso supuestamente medicinal sin control efectivo en una sociedad poco informada de sus efectos nocivos es peligrosísimo, como demuestra la actual crisis de salud pública en EE.UU. con más de 50.000 muertes anuales derivadas de los por los excesos en la venta legal de opiáceos.

Muchos piden directamente la legalización de la venta de cannabis, pues aunque en nuestro país el consumo está despenalizado, se persigue su tráfico y se sanciona con multa su consumo en lugares públicos. Es cierto que esto no impide de hecho el fácil acceso a la droga, pero la legalización la haría aún más accesible y aceptable socialmente: un 10 por ciento de los jóvenes que nunca han consumido dicen que lo harían si fuera legal. Antes de plantearse la legalización sería necesario lograr una concienciación de toda la sociedad de sus gravísimos riesgos, y tendría que prohibirse y perseguirse -de manera eficaz- el consumo por menores. Además, debería ser objeto de impuestos que repercutieran el extraordinario coste que tiene su consumo en forma de psicosis, deterioro cognitivo, depresión, etcétera... Y no nos engañemos, los que la promueven no son tanto hippies románticos, sino, como en el caso de los opiáceos, grandes empresas en busca de un lucrativo negocio.

Segismundo Álvárez Royo-Villanova es jurista.

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